María Toledano

 

“Jamás podremos rescatar del todo lo que olvidamos. Quizá esté bien así. El choque que produciría recuperarlo sería tan destructor que al instante deberíamos dejar de comprender nuestra nostalgia.”

Walter Benjamin, Infancia en Berlín hacia 1900

Los años finales de la vida pasan con demasiada rapidez. A medida que la edad avanza, y en mi caso no es poca ya, el tiempo desaparece como las nubes en primavera sin que se puedan fijar los recuerdos o conservar los instantes. La memoria se va borrando poco a poco, se desvanece y, pese a los esfuerzos, reiterados esfuerzos, dolorosos esfuerzos, no se consigue recordar aquello que se desea. El cerebro empieza a funcionar de manera autónoma, casi a su aire y criterio. El paso del tiempo va destruyendo lo que somos, lo que fuimos, cosificándonos, haciéndonos parte inerme de una gran marea negra que nos agita, golpea y abandona al borde de cualquier acantilado, en cualquier playa desierta. Los años finales de la vida pasan, parece ser, con demasiada rapidez. No lo sé. Quizá no sea malo. La vejez es el paraíso cruel de las dudas, el miedo y la incertidumbre.

Abre el mes de mayo su recorrido con la celebración del trabajo -ironías de la crisis sistémica-, la jornada que conmemora asesinatos, y se cierra abril, entre otras desmemorias, con la proclamación de la República Española y la revolución de Portugal. En otros tiempos, cuando sabíamos lo que significaba ser de izquierdas, esas fechas tenían alto valor simbólico. Eran días para recordar, celebrar, entristecerse o reír. Hoy, cuando el huracán de la historia postcontemporánea nos ha pasado (a todos) por encima, estos cruciales acontecimientos sólo son notas a pie de página en los almanaques del tiempo perdido, libros que nadie lee, vivencias muertas (si se admite la expresión). 14 de abril de 1931. Apenas guardo recuerdos propios. Lo que me queda es indirecto, impostado, falso: memoria de otros, recuerdos de recuerdos. Más cerca, muchos más cerca, tengo la guerra, los obligados desplazamientos, la necesidad y luego el exilio. Salto en el tiempo. Portugal, 25 de abril, 1974. Parece que fue ayer, un ayer de alegrías y canciones de José Afonso, cuando los altivos capitanes dijeron basta. Cierro los ojos, busco en los archivos polvorientos de mi cabeza (las conexiones neuronales no funcionan con la rapidez de antaño) y veo el sereno rostro del general (en 1974 era un austero coronel de 52 años) Vasco Gonçalves. Parece que fue ayer, insisto, y, sin embargo, la aceleración del presente ha convertido aquella experiencia valiente y radical de nuestros maltratados vecinos peninsulares en unas fotografías descoloridas, pasado remoto. Todo es remoto, historia enterrada, salvo lo que está sucediendo en este preciso instante, salvo el presente más incomprensible y feroz. El presente es la memoria activa de lo que está siendo ante nuestros ojos, ante el desconcierto de nuestros ojos. El presente, desde que se ha instalado el tempo acelerado del capitalismo -una prolongación sofisticada del modo lineal, agustiniano- es fugaz, incierto, estéril: tierra baldía. El presente es el lugar de combate, el escenario, la cuarta pared, donde ocurre todo aquello que no debería suceder.

Los pobres nunca nos hemos recostado en un diván. Nunca hemos podido mirar el tiempo y la vida, como el que observa el deambular de la gente desde la terraza de un café, desde un diván. La imposibilidad material de cambiar de punto de vista, la mirada sobre el mundo y el ángulo de ataque, ha favorecido nuestra lucha. Estamos hechos de decisiones y errores, discusiones y batallas. Salvo algunos interesados y muchos arribistas, estamos condenados a la lucidez del análisis, a la perspicacia del enemigo, a las patrañas y las escisiones. Hemos vivido en un mundo deformado por las noticias de la guerra fría y de la guerra caliente, hasta componer nuestra imagen del mundo con los jirones de la experiencia, con las miserias de la experiencia, con las maldades de la experiencia. Los divanes, desde Freud, son objetos, muebles, decoración de interiores, que no han existido en nuestros entornos de alacenas, jergones, mesas de madera e infiernillos. Se llamaban infiernillos por el calor y el color del fuego. Un pequeño infierno debajo de cada mesa. Primero eran de carbón, brasas. Más tarde, con el progreso, fueron eléctricos. ¿Has apagado el infiernillo? Las faldas de las mesas-camilla ardían con facilidad. Los divanes, pese a su larga tradición centroeuropea, calaron mal en los países mediterráneos. Bastante teníamos con afrontar y superar el catolicismo, la hipocresía, los curas con pistola y la Sección Femenina. Arriba España.

Esta visto que, con la edad, la memoria va por donde quiere. Los recuerdos, impulsados por el viento de las palabras, por su frágil resonancia, componen un especial y significativo campo semántico. Diván e infiernillo, así, en diminutivo, como quitándole enjundia a la expresión, son términos que no deberían ir juntos. Nada parece unir estas dos palabras y mucho menos en un nota que se titula -no sin cierta pretensión- “La izquierda en el diván”. Diván e infiernillo conforman una triste pareja de baile de salón. Una de esas parejas, a media luz, detenidas en un escorzo imposible, a las que la edad ha estropeado el maquillaje y la belleza. Los años finales de la vida pasan, parece ser, con demasiada rapidez. No lo sé. Quizá no sea malo. La vejez, reitero, es el paraíso cruel de las dudas, el miedo y la incertidumbre. La izquierda también envejece. Las palabras se asocian entre sí buscando acomodo en un presente lleno de anuncios publicitarios y trampas retóricas. Si no fuera injusto diría que la izquierda se sentó una tarde en un diván de terciopelo rojo y le gustó la textura, la suavidad, la caricia. En realidad sería una injusticia histórica. Por eso es mejor no pensarlo.