Eduardo Montes de Oca
Dos decenios después de la última Cumbre de la Tierra, se realiza (del 20 al 22 de junio) una cita de similar cariz, en la brasileña ciudad del Cristo del Corcovado y al parecer convocada bajo la advocación del desamparo.
Porque desamparo es lo que se siente, por ejemplo, ante los datos de un reporte previo a esta Conferencia de las Naciones Unidas sobre el Desarrollo Sostenible Río+20 publicado por el Fondo Mundial para la Naturaleza (WWF), la Red Global de la Huella Ecológica, la Sociedad Zoológica de Londres y la Agencia Espacial Europea: “[…] el planeta tarda un año y medio en reponer los recursos que la población global consume en un año y esto no es sostenible […] la biodiversidad mundial se ha reducido en un 30 por ciento en promedio desde 1970 hasta 2008 y el impacto mayor se ha sufrido en los trópicos, donde la pérdida de biodiversidad llegó a un 60 por ciento”.
En este contexto, no puede uno menos que aplaudir a Frei Betto, por su denuncia sin eufemismos y circunloquios de la nueva ofensiva del capitalismo neoliberal: la mercantilización de la naturaleza. En Alai-AmLatina, el teólogo de la Liberación nos advierte de que, si bien el mercado de carbono, establecido por el Protocolo de Kioto (1997), determina que las naciones desarrolladas, principales contaminadoras, reduzcan sus emisiones de gases de efecto invernadero en 5,2 por ciento, se las dieron una vez más de taumaturgas, inventando algo sui géneris: “El país rico o sus empresas, al sobrepasar el límite de contaminación permitido, compra el crédito del país pobre o de sus empresas que todavía no alcanzaron sus respectivos límites de emisión de CO2 y de este modo queda autorizado a emitir gases de efecto estufa. El valor de ese permiso debe ser inferior a la multa que el país rico pagaría en el caso de que sobrepasara su límite de emisión”.
Para mayor inri, ha surgido una inaudita proposición: la venta de servicios ambientales. “Léase: apropiación y mercantilización de las selvas tropicales, bosques plantados (sembrados por el ser humano) y ecosistemas. Debido a la crisis financiera que afecta a los países desarrollados, el capital anda buscando nuevas fuentes de lucro. Al capital industrial (producción) y al capital financiero (especulación) se le suma ahora el capital natural (apropiación de la naturaleza), conocido también como economía verde”.
Se trataría de eliminar una “atávica” gratuidad. “Los consumidores de los bienes de la naturaleza pasarían a pagar, no solo por la administración de la ‘manufactura’ del producto (igual que pagamos por el agua que sale por el grifo de casa), sino por el bien mismo. Sucede que la naturaleza no tiene cuenta bancaria para recibir el dinero pagado por los servicios que presta. Los defensores de esta propuesta afirman que, por tanto, alguien o alguna institución debe absorber el pago (el don de la selva o del ecosistema)”. Propugnan, pues, “un nuevo mecanismo de mercado, cuantificador de la naturaleza en unidades comercializables”. El cual, pretendiendo salvarla de la supuesta destrucción ocasionada por las tribus indígenas, entregaría la administración a… las grandes corporaciones.
Y por supuesto que no nos oponemos a medidas, sugeridas por el Informe Planeta Vivo (2012), como la reducción drástica de los combustibles fósiles y su sustitución por energías renovables, el fin de subsidios a actividades de gran impacto en el entorno y el empleo más eficiente del agua. Solo que no basta la aspirina. Habrá que utilizar la “cirugía” para ese cáncer nombrado capitalismo. Y repensar un socialismo que, en el criterio de Damiano Tagliavini e Ignacio Sabbatella (“Marxismo ecológico: elementos fundamentales para la crítica de la economía-política-ecológica”), profundice en enfoques, tales el plasmado en los Manuscritos económicos y filosóficos de 1844, de la naturaleza como cuerpo inorgánico del hombre, con el que este debe permanecer en un proceso continuo, a fin de no perecer. Porque no existe dicotomía entre el ser humano y natura; aquel no está en ella, sino que también es ella, y esta se relaciona consigo misma a través de él.
Eso sí: en un momento de su vida el genio de Tréveris se percató de la necesidad de superar un paradigma epistemológico descrito por Andrés Francisco en entrevista con Salvador López Arnal (Rebelión): “Pero hay algo en Marx que me produce desazón. Es esa hibrys fáustica que a menudo aparece en sus visiones históricas del futuro. Piensa en sus escritos sobre la India, en ese ferrocarril endiablado y futurista que trae muerte a la vez que civilización. Subyace en ese texto -y en otros- una suerte de concepción sacrificial de la historia, ligada a una fe trágica en la dialéctica emancipadora final de la civilización material del capitalismo y el progreso. Nadie como Marschall Berman -en su maravilloso Todo lo sólido se desvanece en el aire- ha captado esta dimensión fáustica -la destrucción creativa- de la modernidad que al final cobra vida propia y desata fuerzas mefistofélicas que el hombre ya no puede controlar […] Si alguna conexión puede trazarse entre el monstruo totalitario soviético y Marx sería por esa vía indirecta”.
Soslayando el desborde del calificativo anterior, a estas alturas constituye consenso que la comprensión dogmática del marxismo reflejada en los conocidos DIAMAT e HISMAT situó las categorías principales del corpus teórico en el terreno de las relaciones técnico-materiales, el aumento de la productividad del trabajo, y, por ende -asevera Néstor Kohan en Marx en su (Tercer) Mundo. Hacia un socialismo no colonizado-, “la proporción del avance de las fuerzas productivas funcionará [funcionó] como índice del progreso humano, en tanto expresión del grado de dominio sobre la naturaleza […] Stalin sostuvo sin ambigüedades que la URSS era la mejor sociedad ‘porque siempre producía más acero’. ¿Qué criterio de racionalidad implícito tenía para medir de ese modo el desarrollo social? Cuando más tarde el Che Guevara afirmaba heréticamente desde la Revolución Cubana que el ‘comunismo’ meramente ‘económico’, sin una moral comunista, no le interesaba, ¿qué otro marco de referencia subyacente ponía en juego?”. Con la expuesta noción de progreso, ¿dónde quedaría el hombre nuevo?
“En cambio, si las categorías centrales se ubican en el terreno de las relaciones sociales de producción el progreso se medirá tomando en cuenta tanto la variable de la relación (armónica o inarmónica) con la naturaleza como también aquella otra del aumento o pérdida de lo humano y el control sobre las condiciones sociales de existencia, lo que equivale a integrar en una unidad diferenciada la noción de progreso junto a las de alienación y fetichismo”.
Para el filósofo argentino, si optamos por ese segundo tipo de lectura, podríamos explicar que un avance en las fuerzas productivas pueda ser acompañado por una mayor pérdida del control sobre las relaciones sociales y, paralelamente, por una mayor destrucción de la naturaleza, lo que nos permitiría llegar a pensar en “un concepto de progreso como un proceso esencialmente contradictorio, donde se realizan al mismo tiempo recuperaciones y pérdidas relativas y permanentes de lo humano”.
Sí, también el “socialismo real” cometió el pecado de productivismo. Pecado demostradamente consustancial al sistema rival. Como subrayan Tagliavini y Sabbatella, “en el capítulo XIII de El Capital [Marx] afirma que el capitalismo degrada ambas fuentes de riqueza, el hombre y la tierra. Al contrario de lo que comúnmente se cree no solo investigó las consecuencias de la explotación capitalista sobre el trabajo, sino que también comprendió el daño que el latifundio capitalista provoca sobre la vitalidad del suelo. La gran industria y la gran agricultura explotada industrialmente actúan en unidad, una devastando la fuerza de trabajo y otra degradando la fuerza natural de la tierra […]”. Por otra parte, en El papel del trabajo en la transformación del mono en hombre, Engels plantea que “en el capitalismo lo que prima siempre es la inmediatez, el beneficio inmediato es el único fin del capitalista aislado, sin importar las consecuencias de la producción e intercambio. El capitalista produce sin tomar en consideración el posible agotamiento o degradación del recurso, ni siquiera para una potencial utilización por otros capitalistas”.
De entre los geniales atisbos ecológicos de los clásicos, a contrapelo de ese ¿rezago de la llustración? encarnado en la concepción del avance indefinido de las fuerzas productivas, señalemos que en El Capital se adelanta la definición del concepto contemporáneo de sostenibilidad. “Considerada desde el punto de vista de una formación económica superior de la sociedad, la propiedad privada de algunos individuos sobre la tierra parecerá algo tan monstruoso como la propiedad privada de un hombre sobre su semejante. Ni la sociedad en su conjunto, ni la nación ni todas las sociedades que coexistan en un momento dado, son propietarias de la tierra. Son, simplemente, sus poseedoras, sus usufructuarias, llamadas a usarla como boni patres familias (buenos padres de familia) y transmitirla mejorada a las futuras generaciones”…
Por cierto, ¿en Río+20 resultará al menos reconocida esta fórmula? Permítanme acogerme a la no siempre insalubre manía del escepticismo. Pero dicen que algo es algo, ¿no?