Popularizado inicialmente por el químico Paul J. Crutzen para designar una nueva fase separada del Holoceno (última época geológica del período Cuaternario), el Antropoceno hace referencia a la influencia determinante de la conducta humana en la atmósfera de la Tierra. El incremento de los gases de efecto de invernadero (GEI) es probablemente el elemento definitorio del inicio de la nueva era, a mediados del pasado siglo XX.
En los últimos decenios la acción del hombre ha producido efectos en nuestro planeta de consecuencias deletéreas para el futuro. En España, por ejemplo, la desertificación amenaza en convertir el 80% del territorio en zonas improductivas antes del final del presente siglo. Tal aseveración está avalada por los propios informes del Ministerio de Agricultura y Pesca, Alimentación y Medio Ambiente. Ciertamente, el asunto del cambio climático ha sido analizado con profusión en informes de investigación y en trabajos científicos de revisión de pares, pero sólo de manera intermitente aparece en los medios de comunicación de masas y las redes sociales.
A día de hoy, faltan instrumentos de comprensión populares sobre qué hacer en la práctica para contribuir a disminuir el cambio climático. Una vez alcanzado su nivel más elevado, la profusión de los GEI –en particular, el metano–, unido a la generalización de las prácticas de la fractura hidráulica ( fracking ), puede producir un impacto incontrolable de alto riesgo para la continuidad de la vida en la Tierra.
Durante el siglo pasado, y con la generalización del uso privado del automóvil, se recaló en la necesidad de explotar combustibles fósiles de acceso masivo, lo que auspició el establecimiento de una división internacional del trabajo entre extracción e industrialización. Dicho proceso ha sido responsable no sólo de un incremento sin precedentes de las emisiones de CO2, sino de un proceso unidireccional de homogeneización cultural, a resultas del cual nunca antes tantos individuos habían participado en los hábitos de consumo de las viejas élites occidentales. Tras decenios de post-fordismo se ha incrementado exponencialmente el consumo de energía generada por combustibles fósiles, agravando los peligros medioambientales a nivel planetario.
Tales procesos han agudizado la exclusión social, no sólo en los países menos desarrollados y más empobrecidos. Según Oxfam-Intermón la gran mayoría de las víctimas y perdedores del cambio climático son precisamente aquellas que viven en países que contribuyen en menor medida al cambio climático. Considérese que el 10% de los hogares más ricos del mundo emiten alrededor de 24 toneladas de CO2, porcentaje que se compara con el producido por el 50% de los hogares más pobres. Así mismo, el 1% de los hogares estadounidenses, singapurenses, luxemburgueses o saudíes con rentas más altas están entre los mayores emisores individuales, con más de 200 toneladas. Consecuentemente, una visión simplista de fractura entre Este y Oeste, o Norte y Sur resulta inadecuada ya que en el 1% mencionado hay que añadir también a las élites superricas de China, Rusia, India o Brasil, pongamos por caso. Esta nueva geografía del cambio climático, de desigualdad de rentas y de exclusión social hace necesaria, por tanto, una acción concertada de todos los países para ser eficaz globalmente
Como se sabe, y pese las reticencias estadounidenses, en diciembre de 2015 se firmó finalmente el ‘Acuerdo de París’. Auspiciado por la convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático, el Acuerdo pretendía establecer medidas para la reducción de las emisiones de los gases de efecto invernadero (GEI) y entró en vigor en noviembre de 2016 con el propósito de su plena aplicabilidad para el año 2020, tras la finalización de la vigencia del Protocolo de Kyoto de 1997. El documento recoge una amplia gama de recomendaciones de políticas públicas y requiere de los países firmantes que revisen periódicamente sus niveles y actualicen sus acciones al respecto. La Unión Europea tomó el liderazgo en las negociaciones que superaron momentos críticos de desacuerdo entre algunos de los 174 países participantes. Las conversaciones celebradas en Marrakech en 2016 han proseguido la monitorización del Acuerdo de París, no sólo respecto a la financiación general, sino muy especialmente respecto al apoyo prometido a los países en desarrollo que más dificultades encuentran para romper la relación perversa entre desigualdad y exclusión social.
Tras el triunfo del populismo reaccionario en las presidenciales estadounidenses, el presidente Donald Trump anunció la retirada de EEUU del Acuerdo de París, en base a sus promesas durante la campaña electoral, para facilitar sin restricciones el proteccionismo industrial estadounidense. Pese a que el resto de los signatarios del Acuerdo han reiterado su compromiso y desecharon una eventual retirada del mismo, buena parte de los países latinoamericanos muestran su creciente preocupación. Recuérdese que casi tres cuartas partes de los ciudadanos de la región, uno de los porcentajes más elevados en el mundo, consideran que el cambio climático es un problema muy serio. Los países latinoamericanos y caribeños son muy vulnerables al problema del calentamiento. Un aumento significativo en las temperaturas mundiales conduciría en un período no muy largo de tiempo a una reducción de la tierra cultivable, la desaparición de islas de baja altitud y las regiones costeras, así como a fenómenos meteorológicos más extremos en muchos de estos países.
En los tiempos que corren, parece implausible articular una única respuesta a los problemas planteados. La visiones normativas varían desde las sugerencias de las ‘soluciones tecnológicas’, o las energías renovables, a la opción del ‘decrecimiento’, la ‘soberanía alimentaria’ y hasta la opción de último recurso de la ‘geoingeniería’. Por su parte, la UE promueve la ‘economía circular’ para transformar los residuos en nuevos materiales. Recuérdese que Europa produce más de 2,5 millones de toneladas de residuos al año. Más de la mitad de estos residuos (un 63%) son minerales y provienen de la extracción minera y la construcción. Aunque muchas veces el enfoque se pone en el ciudadano, sólo el 8% de los residuos proviene de los hogares europeos. Europa pierde actualmente cada año unos 600 millones de toneladas de materiales contenidos en los residuos, que podrían ser reciclados o reutilizados. Solo se recicla alrededor del 40% de los residuos producidos por los hogares de la UE.
Todo apunta a que nos encaminamos hacía el suicidio climático, alentados por un modelo económico neoliberal insaciable. Frente a su militante negacionismo, no sólo cabe contraponer el acuerdo científico prácticamente unánime de que el calentamiento global ha sido inducido por las pautas desenfrenadas del consumo humano. La movilización mediática y social es imprescindible para evitar la ‘crónica de una muerte anunciada’.
Luis Moreno y Daniele Conversi. Profesores de Investigación del CSIC e Ikerbasque-EHU/UPV.