Naomi Klein
The Guardian

 

¿Quiénes son aquellos cuya seguridad se protege por cualquier medio necesario? ¿Y quiénes aquellos cuya seguridad casualmente se sacrifica, pese a que hay medios para actuar mucho mejor? Son estas preguntas que están en el centro de la crisis climática y las respuestas son la razón por la que las cumbres sobre cambio climático acaban a menudo entre lágrimas y recriminaciones.

La decision del gobierno francés de prohibir las protestas, manifestaciones y otras “actividades al aire libre” durante la cumbre de París sobre cambio climático resulta en muchos planos perturbadora. El que más me preocupa tiene que ver con la forma en que refleja la desigualdad fundamental de la misma crisis climática y la cuestión clave de cuál es la seguridad y de quién que se valora en última instancia en este mundo disparejo.

Hay quienes dicen que todo vale contra el trasfondo del terrorismo. Pero una cumbre sobre cambio climático no es como una reunion del G8 o la Organización Mundial del Comercio, en la que se encuentran los poderosos y donde los sin poder tratan de aguarles la fiesta. Los actos de la “sociedad civil” paralela no son un añadido ni distracciones del acontecimiento principal. Son parte íntegra del proceso, razón por la cual el gobierno francés nunca debería haberse permitido decidir qué partes de la cumbre cancelaría y cuáles mantendría.

Antes bien, tras los horrendos atentados del 13 de noviembre, era necesario determinar si existía la voluntad y la capacidad de albergar la cumbre en su conjunto, con la plena participación de la sociedad civil, incluyendo la que tiene lugar en las calles. Si no podia ser, debería haberse retrasado y haber pedido a otro país que se comprometiera. En vez de eso, el gobierno de Hollande ha tomado una serie de decisiones que reflejan un conjunto de valores y prioridades muy particulares acerca de quién y qué recibirá una completa protección de seguridad del Estado. Sí a los líderes mundiales, a los partidos de fútbol y a los mercadillos de Navidad; no a las manifestaciones sobre cambio climático y a las protestas que apuntan a que las negociaciones, con el actual nivel de objetivos de emisiones, ponen en peligro las vidas y el modo de vida de millones, si no de miles de millones de personas.

¿Y quién sabe dónde acabará esto? ¿Cabría esperar que las Naciones Unidas revocara arbitrariamente las credenciales de la mitad de los participantes de la sociedad civil? ¿Los que tienen más probabilidades de causar problemas dentro de la cumbre amurallada como una fortaleza? No me sorprendería en absoluto.

Vale la pena pensar qué es lo que significa la decision de cancelar manifestaciones y protestas en términos reales, lo mismo que simbólicos. El cambio climático representa una crisis moral porque cada vez que los gobiernos de las naciones opulentas se muestran incapaces de actuar, el mensaje que se manda es nosotros, en el norte global, estamos poniendo nuestro confort inmediato y nuestra seguridad económica por delante del sufrimiento y la supervivencia de los pueblos más pobres y vulnerables de la Tierra. La decision de prohibir los espacios más importantes en los que se habrían oído las voces de la gente que ha sufrido las repercusiones del cambio climático supone una dramática expresión de este abuso de poder profundamente contrario a la ética: una vez más, un opulento país occidental pone la seguridad de las élites por delante de los intereses de quienes luchan por la supervivencia. Una vez más, el mensaje es que nuestra seguridad no es negociable, la vuestra está ahí para quien la quiera.

Una reflexión más. Escribo estas palabras desde Estocolmo, donde he estado llevando a cabo una serie de actos públicos relacionados con la cuestión del cambio climático. Cuando llegué, la prensa se cebaba con un tuit enviado por la ministra sueca de Medio Ambiente, Asa Romson. Poco después de que se difundieran las noticias de los atentados de París, tuiteó su indignación y tristeza por la pérdida de vidas. Luego tuiteó que pensaba que sería una mala noticia para la cumbre del clima, una reflexión que se le ocurrió a todo el mundo que yo conozco vinculado a este movimiento mediambiental. Sin embargo, fue escarnecida por su supuesta insensibilidad: ¿Cómo se le ocurría pensar en el cambio climático en el momento en que se había producido semejante carnicería?

La reacción ha resultado reveladora, puesto que daba por hecha la noción de que el cambio climático es una cuestión menor, una causa sin bajas reales, incluso frívola. Sobre todo cuando cuestiones serias como la guerra y el terrorismo toman el centro de la escena. Me hizo pensar en algo que escribió Rebecca Solnit no hace mucho tiempo: “el cambio climático es violencia”.

Lo es. Parte de esa violencia resulta tremendamente lenta: mares que se elevan y borran gradualmente países enteros, y sequías que matan a muchos millares. Parte de esa violencia resulta aterradoramente rápida: tormentas con nombres como Katrina y Haivan que hurtan miles de vidas en un solo aontecimiento turbulento. Cuando gobiernos y grandes empresas no son capaces de actuar para prevenir un calentamiento catastrófico, eso constituye un acto de violencia. Es una violencia tan grande, tan global y que se inflige contra tantas temporalidades simultáneamente (antiguas culturas, vidas presentes, potencial futuro) que no hay todavía una palabra capaz de contener su monstruosidad. Y recurrir a actos de violencia para silenciar las voces de quienes son los más vulnerables a la violencia del cambio climático supone todavía más violencia.

Para explicar por qué los partides de fútbol previstos se celebrarían tal como estaba programado, el secretario de Estado francés para el Deporte afirmó: “La vida ha de continuar”. Desde luego que sí, por eso es por lo que me uní al movimiento de justicia climática. Porque cuando gobiernos y grandes empresas fracasan a la hora de actuar de modo que refleje el valor de toda la vida sobre la Tierra, hay que protestar.

Traducción: Lucas Antón