CAROLINA VÁSQUEZ ARAYA-EL QUINTO PATIO
Aun cuando no se trata de un problema exclusivo de Guatemala —porque el deterioro ambiental y la pérdida masiva de vida silvestre en el continente latinoamericano viene desde hace mucho—, no deja de ser un tema difícil de abordar, debido al poder de los círculos financieros y empresariales. El impacto de la voracidad corporativa en la integridad de los ecosistemas, de los cuales depende también la calidad de vida de los humanos, es abismal y ha impedido formas de desarrollo económico más amigables con el ambiente.
Con una irresponsabilidad rayana en lo criminal, las autoridades en nuestros países permiten la explotación irracional de recursos naturales y la invasión de grandes extensiones de tierra con monocultivos agresivos, crianza de ganado, explotación minera o construcción de oleoductos y plantas hidroeléctricas sobre tierras agrícolas en las cuales han vivido sus comunidades durante siglos.
En esos “territorios liberados” por multinacionales o empresas locales de mucho poder, nadie ingresa. En Guatemala, por ejemplo —y también en Chile y Brasil— se avala desde las altas esferas una especie de extraterritorialidad, permitiendo en esos espacios un desempeño exento de controles administrativos, sanitarios o de vigilancia del cumplimiento y respeto de derechos humanos. Como en Las Vegas, lo que allí sucede allí se queda.
Hoy nos golpea la visión de millares de peces muertos en el río La Pasión, uno de los ecosistemas más ricos de Guatemala en especies nativas y un paraje de belleza sin igual. Sus riberas, pobladas por aves, mamíferos y otras especies fueron, hasta ahora, un importante destino turístico. Sin embargo, hoy están cubiertas de peces muertos, envenenados por agroquímicos, una de las graves consecuencias de la falta de control en la aplicación de las leyes que regulan su uso.
La depredación de masas boscosas, la contaminación de ríos y otras fuentes hídricas, el exterminio de aves, reptiles y mamíferos por pérdida de sus hábitats y el desalojo de personas para entregar enormes extensiones a empresas que solo perpetuarán esa destrucción, han sido políticas impuestas a partir de la codicia de políticos y empresarios cortoplacistas, ciegos a las repercusiones de ese modo depredador de simular un falso desarrollo.
El poder de quienes promueven el uso de agroquímicos en áreas protegidas —algunos de ellos prohibidos en países desarrollados— así como la lasitud de las autoridades responsables de evitar estos abusos, constituyen una afrenta contra la vida silvestre y humana. Pero también representan un síntoma del más perverso subdesarrollo político, ya que evidencian la pérdida de respeto por valores superiores en toda nación, como son la integridad territorial, la protección de la vida humana y del patrimonio natural del cual depende el sostenimiento de todo un sistema de vida.
Lo que se requiere es una utopía: la revisión exhaustiva de las operaciones agroindustriales, extractivas y de explotación de los recursos, tendente a reorientar los planes de desarrollo hacia un sistema racional de aprovechamiento de la riqueza, estableciendo como prioridad la integridad, la vida y el bienestar de todos.