En geología, hydrofracking, o fracking de manera abreviada, es un término anglosajón para referirse a la técnica de fracturación hidráulica para la extracción de hidrocarburos no convencionales, fundamentalmente gas natural no convencional, el laureado shale gas o gas de esquistos, que no es otra cosa que metano.
Básicamente, el fracking consiste en la extracción de ese gas natural no convencional mediante la fracturación de la roca madre poco o nada porosa, fundamentalmente esquistos de pizarras, donde se aloja de forma muy fragmentada y dispersa. Para extraer las incontables microburbujas de metano atrapadas en las formaciones de esquistos de pizarras se utiliza una técnica de perforación mixta: primero se perfora a gran profundidad, hasta unos 5.000 metros, en vertical, y posteriormente, a partir de ese pozo, se perfora varios kilómetros, entre 2 y 6, en horizontal. Una vez realizadas la perforación vertical y horizontal, se inyecta por ellas agua con un alto porcentaje de arena (hasta un 98%) y una serie de aditivos químicos (hasta un 4%) a gran presión, lo que provoca que la roca madre se fracture y las microburbujas de metano se liberen y asciendan a la superficie a través del pozo vertical. El proceso se repite perforando vertical y horizontalmente a lo largo de toda la veta de roca rica en gas, lo que genera que parte de la mezcla inyectada vuelva a la superficie en forma de residuo (entre un 15% y un 85%), además de dejar la litosfera de la zona de perforación como un queso gruyere.
Desde el punto de vista económico, la explotación del gas de esquisto mediante fracking se puede considerar toda una fractura económica, además de la geológica, pues en la actualidad se puede afirmar sin lugar a dudas que se trata de una práctica no rentable económicamente.
Una vez alcanzado el pico mundial de la producción de petróleo convencional, o el momento en el cual se alcanza la tasa máxima de extracción global de petróleo y tras el cual la tasa de producción entra en un declive terminal, tal como reconocen ya sin paliativos un número creciente de organismo e instituciones internacionales, se han generado unas superlativas expectativas en la explotación del gas de esquistos mediante esta antigua práctica y nueva promesa, primero fundamentalmente en Estados Unidos, país de los primeros en alcanzar su pico local de producción de petróleo convencional allá por 1973 y en el que se concentran los principales recursos de este gas, extendiéndose posteriormente al resto del mundo. Pero, desgraciadamente, recursos no son reservas, y la extracción de este gas mediante fracking se está probando, como se preveía, costosa en términos energéticos e inviable en términos económicos.
La extracción del shale gas depende, al igual que la del petróleo convencional, más de la energía requerida en el proceso de su extracción que de su coste económico. Esto es lo que se conoce como Tasa de Rentabilidad Energética (TRE), o el cociente entre la cantidad de energía total que es capaz de producir una fuente de energía y la cantidad de energía que es necesario emplear o aportar para explotar ese recurso energético; y su límite físico, marcado por la termodinámica, es 1, o sea, el momento a partir del cual hemos de invertir en el proceso de producción o extracción más energía que la que obtenemos mediante dicho proceso. En el caso del gas de esquistos y el fracking, los escasos estudios independientes realizados hasta la fecha arrojan unas TRE estimadas escandalosamente bajas. Así, teniendo como referencia que la TRE de los mejores yacimientos de crudo convencional no supera la cifra de 20:1 o 15:1, o que la de los campos de aerogeneradores eólicos se encuentra en torno a 15:1, resulta que la del gas de esquistos no supera la impresionante cifra de 3:1 o 2:1. Además, la productividad de estos pozos es muy baja (alrededor de unas 200 veces menor que la de un pozo convencional); y su producción decae muy deprisa, tanto que durante el primer año un pozo de gas no convencional típico produce el 80% de todo el gas de su vida útil (los ritmos de decaimiento son tan rápidos que se tiene que estar perforando continuamente y a gran velocidad nuevos pozos para mantener la producción, y este ritmo crece a medida que se intenta producir más gas por este método, lo cual pone un límite absoluto a la producción total anual; como ejemplo, en el yacimiento de la cuenca Barnett de Dallas, uno de los mayores de Estados Unidos, en menos de 5 años desde el comienzo de su explotación se han dado por agotados 16.000 de los 22.000 pozos practicados en la cuenca).
Con todo, como ya evidencian numerosos estudios, informes y noticias, el gas de esquisto no es rentable económicamente: las empresas que se dedican a la explotación del gas de esquisto perdieron 10.000 millones de dólares sólo en 2012, con pérdidas aún más abultadas durante 2010 y 2011, como denuncia Dave Hughes en su artículo de análisis en la revista Nature; por su parte, el CEO de Exxon Mobile, Rex Tillerson, reconoció en un alarde de sinceridad, en declaraciones a The New York Times en Agosto del año pasado, que las empresas del sector «estaban perdiendo hasta la camisa«; y hasta la holandesa Royal Dutch Shell ha anunciado recientemente por boca de su CEO, Peter Voser, que probablemente retirará sus inversiones en este sector norteamericano… Tan solo parece tratarse de otra gran burbuja de las tantas que en los últimos años se viene inflando, en este caso orquestada por Wall Street, tal como recoge también un número creciente de informes, como el de Deborah Rogers, del Energy Policy Forum, una analista energética con muchos años de experiencia, que ha estudiado la economía de las explotaciones y quién está detrás de sus esquemas de financiación; y ya sabemos cómo terminan antes que después las burbujas económicas…
Pero, además de una fractura geológica y económica, la explotación del shale gas mediante fracking constituye también una peligrosa fractura ecológica por diferentes motivos ya bien constatados: consumo hídrico, contaminación de acuíferos, emisiones de metano, generación de actividad sísmica, y degradación territorial por el uso del suelo.
La explotación de hidrocarburos no convencionales mediante fractura hidráulica implica un consumo de agua bastante significativo, que en el caso del gas de esquisto se produce en una proporción de 2,33 barriles de agua por cada barril equivalente de petróleo (bep = aproximadamente 159 litros). Esta cantidad de agua no es significativamente mayor a la que requiere la extracción de petróleo convencional, pero se requiere en algunas zonas donde nunca antes se habían producido estos usos del agua, y en algunos casos comporta los mismos riesgos y problemas que cualquier otra industria intensiva en el uso del agua: aumento del estrés hídrico, salinización y contaminación por metales pesados en los pozos, etc.
Además, para acceder a las formaciones de esquistos se ha de perforar roca sello, encontrándose los acuíferos siempre encima de ella, con lo que inevitablemente se tienen que atravesar. Amparándose en secretos patentados, sic, aunque como sabemos las patentes no funcionan así, las compañías no revelan la composición de sus cócteles. Análisis in situ realizados por activistas revelan que los cócteles usados frecuentemente están compuestos por sustancias cancerígenas, mutagénicas y tóxicas (incluyendo benzeno, tolueno, etil-benzeno, xilenos…). Resulta muy ilustrativa la infografía de The New York Times sobre la contaminación asociada con las plantas e instalaciones de fracking. En muchos casos se han encontrado cantidades muy significativas de estas sustancias tóxicas, y del propio gas natural filtrado, en los suministros de agua que se alimentan de pozos en las zonas adyacentes (como denuncian documentales como Gasland). No es de extrañar, pues como señalan Aitor Urresti y Florent Marcellesi, en cada pozo entran aproximadamente 4.000 toneladas del cóctel químico. Este problema de la contaminación directa de los acuíferos es el que habitualmente más preocupa a las poblaciones circundantes, particularmente porque nadie ha sido capaz aún de estimar cuánto tiempo se necesita para que el acuífero se recupere; tienen motivos para ello, como hemos podido comprobar recientemente en Colorado… Más allá de esta contaminación de acuíferos, es habitual la emisión de gases diversos, como compuestos volátiles orgánicos y, en algunos casos, radón; sin contar con que es una industria con un impacto significativo en emisión de gases, no sólo CO2, sino también el propio metano (CH4), con una capacidad de efecto invernadero por unidad emitida 25 veces superior a la del CO2.
Otro de los riesgos del fracking es la generación de sismicidad, y no se trata de una leyenda urbana sino de algo cierto y preocupante, pues la fractura de las láminas de pizarra y la lubricación con agua pueden favorecer el desplazamiento de masas de tierra y causar terremotos. Según un estudio publicado en Science el pasado mes de Julio por científicos de la Universidad de Columbia, el incremento de la actividad sísmica estaría relacionado con la inyección de la mezcla química utilizada para extraer el gas mediante esta técnica, pudiendo generar seísmos de hasta 3,6 de magnitud en la escala Richter. A su vez, una de las técnicas principales utilizada para deshacerse de los líquidos contaminantes que se extraen del proceso de fracking, consistente en su inyección en pozos subterráneos a gran profundidad, puede producir terremotos de magnitudes mayores, hasta 5,7 en la escala Richter, según otro estudio publicado en Geology el pasado mes de Marzo; algo que ya hemos podido comprobar en vivo y en directo en la comarca del Baix Maestrat como consecuencia de las mismas técnicas de inyección en la plataforma Castor de Escal UGS, propiedad de ACS.
Por si todo lo anterior fuera desdeñable, estamos hablando de una industria pesada, que requiere de un tráfico constante de materiales y personal, con infraestructura, logística, transporte, alojamiento, etc. Y como se trata de una industria que requiere de una gran logística pero que, como hemos argumentado, tiene una vida muy corta, el impacto sobre el territorio es enorme, y las prisas, descuidos y errores pueden destruir en poco tiempo lo que puede llevar décadas recuperar.
Finalmente, considerando la exposición anterior, todo apunta a que la explotación del gas de esquisto mediante fractura hidráulica constituye una práctica industrial de elevado coste, nula rentabilidad económica y muy alto riesgo; que más que suponer la solución a nuestros problemas, puede bien venir a incrementarlos aún más.
En este sentido, cabe preguntarse por qué cuando la inviabilidad económica del gas de esquisto es ya patente en Estados Unidos y en un número creciente de territorios, cuando nuestros vecinos franceses han decidido ya la prohibición de esta técnica en todo su territorio tras una amplia deliberación social en la que ha prevalecido un criterio de prudencia ante sus elevados riesgos, aquí el Senado primero y el Congreso después dan luz verde con nocturnidad y alevosía, y desatendiendo toda evidencia y cualquier oposición, a su práctica en nuestro territorio. ¿Qué tácitos intereses guían a nuestro gobierno para también en este sensible y evidente asunto actuar de la forma a la que ya nos vienen acostumbrando? ¿Contribuirá la explotación del gas de esquisto mediante fracking también a la fractura social española ya iniciada? Me temo que, decidiendo así sobre un asunto tan evidente y al que acompañan tan enormes riesgos, las cosas deben de estar mucho peor de lo que nos pretenden hacer creer en cuanto a la crisis, su relación con la energía y las verdaderas posibilidades de crecimiento que ni están ni se las espera…
Nota:
Un explícito y especial reconocimiento, como incentivo del aprendizaje e inspiración de este breve artículo divulgativo, al compañero Antonio Turiel Martínez y su magnífico trabajo en The Oil Crash.
José Anastasio Urra Urbieta. Profesor Titular de Escuela Universitari, Departamento de Dirección de Empresas Juan José Renau Piqueras.