Ignacio Arroyo
Revista Paquidermo

Diversos actores sociales, entre ellos la líder india Vandana Shiva, convocaron para este mes de octubre a una jornada mundial por la defensa de las semillas criollas, como forma de visibilizar el profundo conocimiento que gira alrededor de las prácticas agroculturales de las comunidades indígenas y campesinas alrededor del planeta. En el marco de esta jornada de acción directa, el pasado 2 de octubre la ciudad de Santa Cruz fue el escenario escogido para rendir un homenaje a las agricultoras y agricultores costarricenses que aún cosechan maíz soberano para luego escoger, intercambiar y sembrar sus mejores semillas. Un reconocimiento a quienes aún abonan la tierra y siembran frijol, pipián, chile y calabaza en maizales libres de transgénicos y agrotóxicos. Un homenaje a quienes heredaron el intangible patrimonio cultural que es el cultivo de maíz criollo.

América, centro de origen del maíz (Zea mays), y más precisamente Mesoamérica, fue el sitio donde se llevó a cabo uno de los procesos culturales más impresionantes de la humanidad: la selección de gramíneas silvestres durante unos diez mil años hasta dotar a las poblaciones humanas de un recurso alimenticio difícil de imaginar: el maíz. Este grano mega alimenticio fue el pilar de los pueblos mesoamericanos y compartió con cientos de otros cultivos nutridas milpas diversas que hoy por hoy son el acervo genético agrícola con el que contamos los pueblos que habitamos México y Centroamérica. Es la herencia que recibimos para poder hacerle frente a la demanda de alimentos de la actualidad, especialmente urgente en estas latitudes. Esto se traduce en una responsabilidad de proteger el legado cultural y biológico que representan las decenas de miles de variedades de maíz criollo que aún se cultivan.

La relación entre los pueblos mesoamericanos y el cultivo del maíz, desde una perspectiva cultural, nos sugiere una interdependencia: sin el maíz no habría mesoamericanidad, y viceversa. La iniciativa de declarar el maíz como Patrimonio Cultural de la Humanidad que promueve la Red por una América Latina Libre de Transgénicos (RALT) ante la UNESCO, propone ser una herramienta para defender este invaluable recurso alimenticio. Paralelamente se busca mediante decreto de ley declarar el cultivo de maíz criollo como Patrimonio Nacional de Costa Rica, por su inmenso valor en la construcción, desarrollo y sostén de los pueblos mesoamericanos y el mundo entero. Esta iniciativa loable que resulta de la sinergia entre los sectores ecología y cultura, se espera que sirva para la construcción de realidades sociales más justas para la región, centro de diversidad del maíz.

El maíz criollo frente al imperialismo corporativo

Las corporaciones agroalimentarias han establecido extensos monopolios a todos los niveles de las cadenas productivas. Promocionan paquetes tecnológicos que incluyen organismos genéticamente modificados resistentes a herbicidas como el glifosato. Esta “carrera armamentista” es responsable de la aparición de fitopatógenos resistentes, pues los biocidas ejercen presión adaptativa en las poblaciones de potenciales plagas. Estas sustancias químicas liberadas al ambiente y especialmente sobreutilzadas en el tercer mundo, podrían actuar como disruptores endocrinos en los tejidos vivos a concentraciones por debajo de los mínimos aceptados, con graves consecuencias para la salud de la población y los ecosistemas. Los paquetes agrotóxicos incluyen además de los biocidas, semillas patentadas y fertilizantes derivados del petróleo, lo que aumenta la demanda por la explotación de combustibles fósiles y continua acelerando el agotamiento de la fertilidad de los suelos, pues la residualidad de los venenos reduce la microbiota necesaria para los procesos de fijación de nitrógeno y deposición de nutrientes.

El agronegocio, mal llamado “agricultura convencional”, desprecia la diversidad agrícola del policultivo y busca la homogenización de técnicas y productos. Depende enteramente de los agroquímicos y muestra una demanda creciente de éstos, lo cual se traduce en una amplia gama de riesgos. No solo se amenaza la salud de productores y consumidores, sino que ya se ha erosionado significativamente la genética de cientos de cultivos, en función de algunas pocas variedades. La insostenible agroindustria monocultivista acapara los mercados y las tierras cultivables. Bajo su lógica, las variedades criollas se presentan como formas menos productivas, imperfectas o poco mercadeables y de bajo rendimiento financiero. Ignoran el verdadero valor de las semillas criollas, el cual radica en los procesos socioculturales que por miles de años han favorecido un mosaico de variedades por su calidad, su valor nutricional, su adaptación a condiciones ecológicas específicas, su rendimiento en el largo plazo, su resistencia modelada por miles de años de experimentación y la singularidad de su composición, que le dota de características únicas y de usos culinarios tradicionales. Sabores y saberes del maíz, en resistencia ante la expansión de los agrodesiertos que promueven una supuesta “agricultura moderna y más productiva”, como fachada para uno de los más lucrativos negocios de nuestro tiempo.