Gracias a las exportaciones de soja, Argentina experimentó ocho años consecutivos de crecimiento económico. Un colectivo de madres del barrio de la ciudad de Córdoba consiguió mostrar al país las nefastas consecuencias para la salud que traía aparejado ese modelo.
Sofía Gática comenzó a darse cuenta de que algo iba mal en Ituzaingó Anexo, un barrio obrero de la ciudad de Córdoba, rodeado de plantaciones de soja y fábricas contaminantes. Pañuelos blancos en la cabeza de las mujeres, niños con mascarillas, bebés con malformaciones… Algo les estaba enfermando. Su propia hija había muerto al nacer por una rara malformación en el riñón.
Como ninguna autoridad iba a hacerlo, Sofía comenzó en 2001 a investigar el origen del problema. “Empece a llamar casa por casa y las madres me contaban su situación. Nos conocimos así, llamando puerta por puerta. Poco a poco se fueron sumando”. No necesitaban ser médicas para saber lo que estaba pasando. “Era el saber común”, dice Corina Barbosa. “Yo empecé por defender a mi hijo, que estuvo internado. Ahora todavía tiene cuatro agroquímicos en la sangre”. Pero entonces no sabían qué estaba provocando esa epidemia.
La encuesta reveló 60 casos de cáncer, bebés con malformaciones de riñón, de intestinos, sin maxilares, 14 casos de leucemias, enfermedades respiratorias y dermatológicas, entre una larga lista de afecciones, cuenta Sofía. Tiempo después, cuando se elaboró una cartografía completa del barrio, los casos de cáncer entre una población de 5.000 habitantes ascendían a 200.
A principios de 2002, con un mapa del barrio donde se detallaban los nombres y las enfermedades de cada vecino, las Madres de Ituzaingó, llamadas así en homenaje a las Madres de Plaza de Mayo, consiguieron que el municipio realizara una serie de análisis ambientales para encontrar el origen de la contaminación. Los resultados revelaron la causa: los agroquímicos que los productores sojeros fumigaban por tierra y aire a escasos metros del barrio.
“Nosotros vivimos enfrente del campo”, cuenta Corina Barbosa, “pasaban las avionetas y bañaban con agroquímicos a nuestros chicos”. El enemigo al que se enfrentaban no podía ser más poderoso: un modelo económico basado en la producción de soja transgénica.
Pioneras
En 1996 el Gobierno aprobó la introducción de la soja transgénica, diseñada para resistir la acción de herbicidas como el glifosato o plaguicidas como el endosulfán. Desde entonces, se ha convertido en el principal cultivo del país. Según un informe del Grupo de Reflexión Rural (GRR), 22 millones de héctareas están sembradas con soja, el 50% de las tierras cultivadas. En la provincia de Córdoba, la principal productora de Argentina, estos cultivos transgénicos destinados a la exportación ocupan entre el 80% y el 85% de la superficie agrícola.
Cuando las Madres empezaron a denunciar los efectos secundarios de las fumigaciones, no existían en Argentina estudios médicos ni ningún tipo de desarrollo jurídico ni control sobre agrotóxicos. Eran pioneras en terreno desconocido. “Al principio nos llamaban las locas”, recuerda Sofía Gática. Actualmente cada vez son más los informes de científicos, médicos y genetistas, tanto en Argentina como en el resto del mundo, que confirman la relación entre agroquímicos, cánceres, leucemias, enfermedades respiratorias, malformaciones y daños en el material genético. En agosto de 2010 se produjo el Primer Encuentro de Médicos de Pueblos Fumigados, con representación de todas las provincias afectadas. Multitud de profesionales de la salud confirmaron sobre el terreno y con análisis médicos el “saber común” de las Madres. “El Gobierno sabe lo que está pasando, pero no le interesa, únicamente se preocupa por sus negocios”, denuncia María Godoy.
A mediados de 2002, entre cortes de ruta, marchas al centro de la ciudad y plantes frente a las máquinas mosquito que fumigaban cerca de las viviendas, la lucha de las Madres comenzó a dar sus primeros frutos. “Éramos pocas, pero hacíamos mucho ruido. Llamaba la atención que mujeres comunes salieran a la calle a hacer tanto barullo”, recuerda Corina Barbosa. Hasta la CNN retrasmitió alguna de sus marchas.
Después de que se encontrara en el agua restos de endosulfán, las Madres lograron que Ituzaingó Anexo fuera conectado con la red de agua corriente. Poco después las autoridades declaraban el barrio en emergencia sanitaria ante la “altísima tasa de casos de leucemia” y prohibían con una ordenanza la fumigación aérea a una distancia de 2.500 metros de Ituzaingó Anexo mientras durara la emergencia. Otra ordenanza establecía la prohibición de fumigar en toda el área urbana de la ciudad de Córdoba.
Y los frutos seguían cayendo. Entre querellas, cortes y petitorios, las Madres consiguieron que en la provincia de Córdoba se debatiera y aprobara a mediados de 2004 la Ley de Agroquímicos, que establece la frontera de las fumigaciones en 500 metros para las terrestres y 1.500 para las aéras. Unas distancias, sin embargo, muy inferiores a las solicitadas por las Madres.
Pero las fumigaciones continuaban. Y los vecinos seguían enfermando. Ese mismo año las Madres comenzaron un interminable recorrido por las instituciones del Gobierno nacional, sin obtener respuesta. “Pareciera que los derechos humanos son sólo los de la dictadura militar”, denuncia María Godoy.
La lucha de las Madres visibilizó un conflicto silenciado que afectaba a miles de localidades de la Argentina sojera. “Diez años después podemos hablar de múltiples focos de resistencia y de colectivos de pueblos fumigados”, señala Berger. Como coordinadoras en Córdoba de la campaña Paren de Fumigar, las Madres comenzaron a recorrer en 2006 los pueblos fumigados de la provincia. Al igual que Ituzaingó Anexo, ante la falta de controles de la administración, multitud de pueblos fumigados y movimientos campesinos comenzaban a realizar sus propios “relevamientos”, sus propias encuestas epidemiológicas. Decenas de pueblos conseguían después de prolongados conflictos declarar sus municipios libres de agrotóxicos o adherirse a la ley de agrotóxicos de 2004 ante la oposición de los alcaldes. “Muchos intendentes son productores sojeros o trabajan directamente para los productores sojeros”, afirma Berger. La lucha de los pueblos fumigados no se limitó a Córdoba, sino que se propagó a otras provincias sojeras como Santa Fe, Buenos Aires o Entre Ríos, y a provincias con gran presencia de cultivos transgénicos de arroz, como el Chaco.
Sojeros en el banquillo
En febrero de 2008, la ley de agroquímicos de la provincia de Córdoba volvió a dar de qué hablar. Tras ser avistado un avión fumigando sobre las viviendas de Ituzaingó Anexo, la Secretaría de Salud de la municipalidad de Córdoba denunció por envenenamiento a dos productores de soja y a un fumigador. Los tres acusados fueron detenidos y procesados. En marzo de 2011 deben comparecer en un juicio oral y público, el primero en Argentina por fumigaciones ilegales.
“Lo importante es que esto sea el principio”, dice Corina Barbosa, “que al menos uno sea juzgado y condenado por evenenar a la gente”. Para María Godoy las responsabilidades no se limitan a los sojeros. “Los que tendrían que ir también presos son los funcionarios que permitieron que esto pase y los que implementaron la soja en el país”, denuncia.
“Ahora todos dicen lo bueno que era Kirchner y resulta que nos dejó Argentina llena de soja y un montón de gente peleando y defendiéndose como puede”, dice Sofía Gática. Las Madres de Ituzaingó, al igual que las Madres de Plaza de Mayo, hablan de genocidio, de un “genocidio silencioso”. Ellas no han conseguido frenarlo, pero han sido las primeras en darle un nombre, el primer paso para lograrlo.