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A poco más de dos meses de terminar su mandato, el gobierno aprista publicó —el pasado 15 de abril— el D.S. 003-2011-AG, que permite el ingreso de organismos vivos modificados agropecuarios o forestales y/o sus productos derivados.

No han tardado en aparecer denuncias que vinculan a funcionarios y asesores con las empresas comercializadoras de este tipo de semillas. Hasta el mismo Rafael Quevedo tuvo que renunciar a su cargo de ministro de Agricultura, al ser involucrado con una empresa importadora.

Con el argumento de garantizar la seguridad alimentaria de sus habitantes, desde mediados de los noventa se inició una agresiva campaña, en varios países del mundo, para impulsar la siembra de cultivos transgénicos, que, se afirmaba, aseguran mayores rendimientos. Más de quince años después, varios estudios coinciden en que esa promocionada productividad no es más que un mito.

En el ámbito internacional existe la figura legal del principio precautorio, según el cual, si hubiera argumentos científicos razonables para creer que un proceso o producto nuevo puede no ser seguro, este no debe ser introducido hasta que se cuente con evidencia convincente de que los riesgos son pequeños y están compensados por sus beneficios. Supone tener una respuesta para, al menos, estas dos interrogantes: ¿cuál es el objetivo del proceso que se quiere implementar? y ¿cuál es la manera menos perjudicial (para el ambiente) de lograrlo?

Para la primera pregunta, en el caso de los transgénicos, la respuesta más recurrente de quienes defienden su ingreso es la necesidad de incrementar los rendimientos en la producción de los cultivos.

Y, si ese es el objetivo, ¿es la promoción de la siembra de este tipo de semillas la manera menos perjudicial para lograrlo?

Alta productividad: ¿mito o realidad?

Un informe realizado en EE.UU. en 20091 —que analiza 24 estudios científicos— concluye que el uso de semillas modificadas genéticamente no ha producido ningún aumento de rendimientos en la soya —que es, de lejos, el cultivo transgénico con mayor área sembrada en el mundo—, y solo en el caso del maíz BT (maíz resistente al ataque de varios insectos) se registran aumentos, pero en mucho menor proporción que los que pueden conseguirse con el uso de prácticas de manejo convencionales.
Es decir, la expectativa enorme que se ha generado por el uso de semillas genéticamente modificadas ha quedado grande frente a los modestos resultados que en la práctica se han obtenido.

Según Josefina Oldani —ingeniera agrónoma de la empresa argentina comercializadora de semillas, PLA S.A.—, a pesar de que el objetivo final de la siembra de transgénicos sea siempre lograr mayor rendimiento, no están mejorados directamente en este sentido. Es decir, si se siembran dos cultivos —uno transgénico y el otro no— uno al lado del otro y no se presentaran plagas, el rendimiento seguramente sería el mismo en la mayoría de los casos.

El potencial de rendimiento lo da la mejora genética y la creación de híbridos; con condiciones ambientales apropiadas y un correcto manejo del cultivo (riego, fertilización, control de plagas) se puede alcanzar o no ese potencial, sea o no transgénico ese cultivo.

El objetivo que argumenta el gobierno para permitir el ingreso de semilla transgénica —lograr mayor productividad en los cultivos— deja de tener sentido en vista de los resultados prácticos. El esfuerzo para alcanzar mayores rendimientos debe concentrarse en buscar alternativas que no causen daños colaterales.

Buscando otras opciones

En el Perú, a través del INIA, se ha trabajado, por ejemplo, en el desarrollo de variedades de maíz híbrido, como el INIA 611, de alta calidad proteica, que ha demostrado rendimientos de hasta 16 toneladas por hectárea, ubicándose por encima del promedio nacional de maíz amarillo duro, que es de 3 toneladas por hectárea, y superando a los que se obtienen en regiones como Lima e Ica, que registran rendimientos de 8.7 y 8.5 t/ha, respectivamente. Esta variedad demostró, además, su capacidad para resistir el ataque de plagas y enfermedades, así como de adaptarse en diferentes lugares de la costa.

Entonces, ¿por qué no invertir recursos en la promoción e investigación de este tipo de híbridos, en lugar de promover el ingreso de semillas que ponen en riesgo la biodiversidad del país?

Varios especialistas coinciden en afirmar que los métodos de aplicación de pocos insumos, como los utilizados en la producción de cultivos orgánicos, pueden mejorar los rendimientos de manera significativa.

Dichos métodos tienen la ventaja de estar basados en el conocimiento de los agricultores —aunque muchas veces se encuentren influenciados por la presión que ejercen las casas comerciales para que adquieran insumos agrícolas costosos— y, por lo tanto, son más accesibles a los agricultores pobres, en comparación con tecnologías más caras, que con frecuencia no han ayudado en el pasado.

El ingeniero Abelardo Calderón —jefe del Laboratorio de Fisiología Vegetal de la Universidad Agraria La Molina— señala, por ejemplo, que se debe capacitar a los agricultores en el uso de abonos orgánicos.

«La planta se enferma cuando hay un desbalance en su nutrición. Pero si hay un balance entre las proteínas que produce y las proteínas que degrada, la producción será uniforme. Esa es una forma, también, de mejorar sus rendimientos».

Otra forma de lograr mejores rendimientos se da a través de la rotación de cultivos, policultivos, cultivos de cobertura (plantas que se siembran para cubrir el suelo) y el uso del control biológico para regular, efectivamente, las poblaciones de insectos y malezas que están siendo elegidas como blanco por la industria de la biotecnología. Una desventaja en el uso de semilla transgénica es que promueve el monocultivo —se siembran extensas áreas de un solo cultivo, para garantizar que se obtenga la rentabilidad esperada—, y bajo esas condiciones será más difícil para los agricultores utilizar métodos alternativos.

Según el informe anual 2009 del ISAAA2, hasta el año 2009, la superficie ocupada por cultivos transgénicos era de 134 millones de hectáreas: 2.7% de un total de 4,900 millones de hectáreas de tierras agrícolas en todo el mundo. En Europa, la superficie de tierras agrícolas dedicadas a los cultivos transgénicos se redujo en un 23% entre 2008 y 2010. Hoy por hoy, más del 60% de la población de este continente está en contra de la siembra de este tipo de cultivos. En la recta final de la campaña electoral, los candidatos a la presidencia se han pronunciado al respecto.

Durante su presentación en la Convención Nacional del Agro (Conveagro), el candidato Ollanta Humala calificó la autorización del ingreso de estas semillas como una «dependencia peligrosa que beneficia a cinco grandes transnacionales», y manifestó su franca oposición a la norma. Por su parte, la candidata Keiko Fujimori planteó una moratoria de tres años para prohibir los transgénicos en el Perú, como medida para preservar la biodiversidad nacional hasta conocer los verdaderos efectos de este tipo de cultivos.

Así las cosas, que el gobierno de García haya autorizado el ingreso de estas semillas entre gallos y medianoche, y cuando ya está de salida, resulta, por lo menos, sospechoso. El pedido de moratoria hecho por diversos especialistas —ingenieros, abogados, dirigentes agrarios, médicos, gastrónomos, etc.—, y por el mismo sindicato del INIA, se sustenta en lo poco que conocemos de los efectos de la siembra de esta semilla y en el hecho de que, como se ha señalado líneas arriba, no es la solución al problema de baja productividad para los agricultores, ni mucho menos garantiza la seguridad alimentaria en el país.

Notas

1 Failure to yield: Evaluating the performance of genetically engineered crops. Doug Gurian- Sherman. EE.UU., 2009.

2 Servicio Internacional para la Adquisición de Aplicaciones AgroBiotecnológicas (ISAAA, por sus siglas en inglés). EE.UU.

3 ¿Quién se beneficia con los cultivos transgénicos? Una industria fundada en mitos. Amigos de la Tierra Internacional. Holanda, 2011.