Hace algo más de un año, Evo Morales asumió su segundo mandato, siendo reelecto con un inédito 64 por ciento de apoyo popular. En febrero de 2011 los resultados de una encuesta encargada por medios de comunicación opositores advertían que ese apoyo al presidente había decrecido hasta ubicarse en el 32 por ciento [1]. Más allá de la credibilidad de la encuesta, la conflictividad que caracterizó 2010 dista mucho del escenario de estabilidad política que se esperaba acompañase al nuevo Gobierno, no sólo por el respaldo electoral logrado, sino por la inexistencia de la oposición de una derecha sumida en la derrota y en la desarticulación de sus fuerzas. Es interesante analizar algunos factores de esta situación.
La hegemonía del MAS (Movimiento al Socialismo) que permitiera al Gobierno el control de la Asamblea Legislativa Plurinacional (Congreso) y otros poderes del Estado se ha visto cuestionada por la emergencia de sectores sociales que, siendo hasta la víspera aliados del proceso de cambio liderado por Morales, se movilizaron exigiendo el cumplimiento de compromisos electorales y su inclusión en el proceso de desarrollo legislativo de la Nueva Constitución Política del Estado (NCPE), del que fueran excluidos.
Los reiterados incumplimientos y la soberbia con la que el oficialismo desdeñó los reclamos sociales hicieron detonar sucesivos conflictos que minaron la credibilidad del Gobierno y sus voceros. El malestar se vio acrecentado por un proceso inflacionario que, a pesar de la gravedad con que afectó a los sectores empobrecidos, fue desatendido por el Ejecutivo.
Al encarecimiento de precios y a la escasez de productos básicos se sumó el incremento impositivo sobre los principales combustibles (gasolina y diesel) dictaminado por el Gobierno el 26 de diciembre. El gasolinazo (así denominado por los sectores populares) evidenció una crisis energética sin precedentes en la historia del país que ha dado inicio a una etapa crítica para el Gobierno de Morales. Este, tras cinco años en el poder político, se muestra incapaz de transformar el modelo económico neoliberal, razón y origen de la crisis.
La conflictividad social del segundo mandato
La oposición de derechas comenzó a desarticularse después de que sus más importantes figuras se vieran envueltas en acciones violentas o perdieran su mandato en el referéndum revocatorio de mediados del 2008 [2]. En poco tiempo, sin embargo, otras figuras de la derecha lograron pactos con el MAS [3]. El cambio de bando tuvo su recompensa, ya que muchos se tornaron, tras la victoria electoral, en asesores y hasta funcionarios del nuevo Gobierno [4].
La desaparición de la derecha política trajo consigo un cambio en el eje de los conflictos que se trasladó de lo externo (eje Gobierno y movimientos sociales versus oposición regional latifundista) a lo interno (eje Gobierno versus sectores sociales descontentos). Los pactos con los antiguos opositores y su inclusión en espacios de poder, desplazando a sectores y dirigencias sociales de las listas de candidatos, desató una ruptura inicial que condujo a los disidentes a buscar asilo en el seno de otras fuerzas locales [5]. Se produciría de este modo la primera crisis dentro del MAS, entre grupos políticos y sectores de dirigentes campesinos e indígenas, principalmente.
El desencanto político creció en el sector de las y los trabajadores, que en mayo manifestó su rechazo al cinco por ciento de incremento salarial dispuesto por el Gobierno. Pasado un mes de movilizaciones, marchas, paros y bloqueos de caminos, el Gobierno logró imponer su decisión cooptando a los dirigentes de la Central Obrera Boliviana (COB) y de algunos sectores mineros afines. Estos suscribieron un acuerdo al margen de sus bases que no consiguió satisfacer a las personas movilizadas (especialmente a trabajadoras y trabajadores de los sectores públicos de la educación, salud y fabriles), generando enfrentamientos físicos. El Gobierno consiguió evadir las demandas de los trabajadores a un alto costo político [6], que se manifestó en el inicio de la recuperación de la independencia política de la COB, cuya dirigencia será en adelante, forzada por sus afiliados y afiliadas a pronunciarse contra las nuevas políticas sociales, a las que se califica de antiobreras [7].
El malestar por el nuevo estilo con que las autoridades gestionan las demandas populares empeorará las cosas. El gobierno de los movimientos sociales no dialoga, se empecina en incumplir promesas y llega al extremo del uso de la fuerza pública, justificándolo con la sistemática descalificación y estigmatización de la protesta social. Promueve el enfrentamiento entre sectores, en unos casos magnificando y azuzando el malestar de los afectados por medidas de presión como los bloqueos y en otros incitando y movilizando sin reparo alguno a sus afines para que agredan a las y los manifestantes [8].
Uno de los conflictos más desgastantes para la administración de Morales fue el protagonizado por la Confederación de Pueblos Indígenas de Bolivia (CIDOB), que a mediados de junio emprendió una marcha de protesta desde Trinidad rumbo a la sede de Gobierno. La razón, como en los anteriores casos, fue la desatención a sus demandas, en particular la referida a la inclusión de sus propuestas de autonomía indígena en la Ley Marco de Autonomías y Descentralización (LMAD). El Gobierno respondió con la descalificación a sus dirigentes, tildándolos de derechistas y manejados por ONG de Estados Unidos; un absurdo que además de indemostrable se volvió en contra de los voceros de Gobierno. El conflicto puso en evidencia la falta de voluntad política para dar cumplimiento al mandato constitucional de vigencia y garantía de ejercicio de los derechos colectivos, de participación política y territoriales de los pueblos indígenas en el nuevo Estado Plurinacional.
El común denominador de las movilizaciones ha sido su desactivación temporal en virtud de acuerdos parciales que hacen previsible un rebrote de la conflictividad. Las salidas no dejaron conformes a los manifestantes, quienes, en medio de escenarios altamente polarizados, depusieron las medidas de presión sin que ello implicara la renuncia a sus demandas. En todos los casos se mostraron síntomas claros de desgaste político y de ausencia de interlocutores creíbles en el Gobierno.
Una gestión económica atrapada por el continuismo
El conflicto más importante y el más emblemático del pasado 2010 fue el relacionado con el incremento de los impuestos de gasolina y diesel, ocasionando un alza sin precedentes en los precios de los combustibles. El gasolinazo, anunciado el 26 de diciembre y abrogado el 31 de ese mismo mes, luego de una inédita, espontánea y generalizada movilización en varios distritos del país, reflejó la gravedad de una crisis energética en desarrollo que amenaza la precaria estabilidad fiscal del Estado [9].
Más allá de los argumentos con los que el Gobierno pretendió justificar su medida [10], la evidente crisis es el resultado de tres momentos de una política hidrocarburífera nacional en la que, en mayor o menor medida, se han impuesto los intereses de las transnacionales: a) la descapitalización de Yacimientos Petrolíferos Fiscales Bolivianos (YPFB) generada desde 1985 (año en que se aplica el modelo neoliberal a través del Decreto Supremo 21060) a 1996; b) la privatización de la industria de los hidrocarburos entre 1997 a 2005 y; c) la tibia nacionalización de los hidrocarburos aplicada de 2006 a 2011.
La manifestación de esta crisis es la escasez de derivados de petróleo para satisfacer la demanda interna, escasez que resulta del casi agotamiento de las reservas de este hidrocarburo, al no desarrollarse campos productores debido a la orientación de la industria boliviana a la extracción y exportación de gas natural. Se olvida que la matriz energética nacional depende de los derivados del petróleo crudo.
Como consecuencia, Bolivia ha terminado consolidando en el Gobierno de Evo Morales su carácter de país importador de derivados del petróleo que, merced a la precaria economía de la población, se venden a precios subvencionados. Las continuas y crecientes importaciones de petróleo y/o de sus derivados han supuesto en 2010 un 44,96 por ciento (614,2 millones de dólares) de los ingresos generados por los nuevos impuestos a las transnacionales (1.366 millones), lo que sin duda pone en serios aprietos la estabilidad fiscal.
Ya que hasta el presente la nacionalización de los hidrocarburos no ha devuelto a YPFB su otrora papel productivo, Bolivia sigue dependiendo de la producción de las transnacionales [11], que no sólo se niegan a invertir en la búsqueda y producción del petróleo que el país necesita sino que amenazan con desabastecer el mercado interno si no se operan cambios en las políticas. Entre lo que han reclamado las multinacionales destacan la liberalización de los precios en el mercado interno (es decir, el incremento de los precios buscando la paridad con los del mercado externo) y la flexibilización de los impuestos para retornar o acercarse a la situación anterior a la nacionalización, donde pagaban los impuestos más bajos de la región. El gasolinazo decretado por el Gobierno de Morales se correspondía con las demandas de las compañías.
La crisis energética, como toda crisis, no viene sola. Junto a ella se han hecho visibles los efectos del modelo de privatización de la tierra y de los recursos naturales del neoliberalismo. El modelo latifundista que se orienta a la concentración de las más extensas y productivas tierras del país para la exportación (en especial de soja) ha permitido que un puñado de empresarios controle los alimentos básicos (como el azúcar) y con ello esté en condiciones de especular con los precios y la oferta misma. La inercia gubernamental ha consentido que los precios se disparen y se desate una escalada especulativa que golpea a los sectores más empobrecidos.
Detrás de ambas crisis se halla el modelo de inversión pública, que en los años del proceso de cambio no se ha modificado y continúa destinando los ingresos nacionales a las industrias extractivas, de las que el Estado espera obtener ingresos sin incrementar la base productiva [12]. El resultado no puede ser sino la dependencia del Gobierno hacia los empresarios nacionales y las transnacionales que controlan monopólicamente estos sectores estratégicos y que se encuentran en condiciones de imponer un viraje en las políticas de Estado, con la promesa de paliar los efectos de una crisis que ellos mismos han generado [13].
Con una crisis energética en pleno desarrollo, una crisis inflacionaria y especulativa, y una base social de apoyo que va reduciéndose ante cada medida adoptada desde el Ejecutivo, el escenario actual no parece para nada prometedor. El contexto político parece estar sellado por una conflictividad en cuyos extremos opuestos se ubicarán cada vez con mayor claridad el Gobierno, por un lado, y, por el otro, los sectores populares que otrora le apoyaron y que hoy le demandan con firmeza las transformaciones por las que lucharon y que identifican como imprescindibles para dejar atrás los vestigios heredados y aún vigentes del Estado colonial y neoliberal.
Marco Gandarillas es director del Centro de Información y Documentación Bolivia (CEDIB).