Hoy en día podría aplicarse la misma frase al proceso que lleva el triple asesinato Musa-Rosenberg. Sólo que en este caso, además de las probables motivaciones políticas, aparece de trasfondo la trama de la corrupción empresarial y el rudo tráfico de influencias en esta nación centroamericana.
La diferencia es que la averiguación del caso Musa-Rosenberg no está en manos de fiscales y jueces guatemaltecos, reconocidos por dotar de un manto de impunidad a los perpetradores de crímenes políticos, sino en poder de una instancia de Naciones Unidas. Concretamente, del fiscal español que llevó a los tribunales internacionales al dictador chileno Augusto Pinochet, el penalista Carlos Castresana, actual director del Centro Internacional contra la Impunidad en Guatemala (CICIG).
¿Estado fallido?
“Guatemala –opina Claudia Samayoa, investigadora de la Unidad de Defensores de Derechos Humanos (Udefegua)– puede ser descrito así: es un Estado que funciona perfectamente bien para lo que fue diseñado, proteger la impunidad de las fuerzas represivas, de los poderes económicos y militares. En la Guatemala actual hay estamentos que funcionan como si estuvieran en los siglos 18 o 19. Hay una notable ausencia del estado de derecho. Es, por tanto, un Estado fallido”.
Samayoa, como casi todos en la Udefegua, viene de las filas del movimiento popular que en los años de la guerra pugnaron por sacar a la luz pública los horrores que más tarde se sintetizarían en el informe Guatemala, nunca más, que el coordinador de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado, el obispo Gerardi, presentó ante la opinión pública tres días antes de ser asesinado. Durante décadas este movimiento vio morir, uno tras otro, a sus directivos y a sus activistas.
A partir del asesinato de Gerardi, las organizaciones de derechos humanos dan un salto cualitativo. Es el antecedente para instaurar en 2008 la CICIG.
Su director Castresana –que declinó una entrevista con este diario por la discreción obligada de sus funciones– carga uno de los paquetes más pesados en la Guatemala de hoy. Entre las averiguaciones que lleva está, nada menos, la que investiga la corrupción del ex presidente Alfonso Portilla, acusado de desviar 15 millones de dólares del Ministerio de la Defensa a cuentas bancarias de sus familiares. Estuvo cuatro años prófugo y protegido en México, y regresó a su país cuando logró «amarrar» la protección de los jueces.
Recientemente Castresana demandó penalmente –hecho inusual– a una jueza, Leticia Valenzuela, por obstruir la justicia.
De La Cofradía a La Oficinita
Al escarbar en esos casos –los antiguos o los más recientes– surgen nombres de estructuras semiclandestinas y muy poderosas. La Cofradía, El Sindicato, El Archivo o La Oficinita son los nombres con los que se conocen los distintos grupos de poder del estamento castrense que se formaron durante las tres décadas y media que duró la guerra en Guatemala y que pasaron a ser, de poderes fácticos que dominaban a la población a través de las organizaciones de espionaje o inteligencia militar, a grupos cerrados que tienen intereses en todo tipo de negocios ilegales, que van desde el narcotráfico, pasan por el comercio de automóviles robados, el secuestro y las extorsiones, las maras, el tráfico de ilegales hasta el comercio de niños adoptados.
Un documento del Departamento de Defensa estadounidense que data de 1991, desclasificado por el proyecto National Security Archives, confirma la existencia de estas estructuras, herederas de los sucesivos gobiernos golpistas del pasado militar. La más antigua es La Cofradía, que toma su nombre del núcleo de las hermandades político-religiosas del mundo maya. Según estos documentos, el general Pérez Molina –hoy la voz cantante en la exigencia de que renuncie Colom– pertenece a otro grupo, El Archivo. Fue oficial del G-2 en los años en los que se dirigieron operaciones tipo comando (kaibiles) para cometer grandes matanzas. Se le relaciona con los narcos guatemaltecos que han sido desplazados por los cárteles mexicanos del Golfo y del Chapo Guzmán.
Técnicamente independiente del Estado Mayor Presidencial, El Archivo actúa «conjuntamente» con ese estamento militar.
En 1990 fue acuchillada la antropóloga Mirna Mack, reconocida por su investigación sobre las poblaciones civiles desplazadas por la guerra. Su hermana Helen no cejó en la investigación hasta que finalmente –hecho sin precedentes– fue condenado como autor material un capitán miembro de El Archivo. Los señalamientos sobre la autoría intelectual llegaron hasta el aún poderoso general Marco Tulio Espinosa. A ese oficial se le encuentra al frente de otro grupo paramilitar, La Oficinita, de donde salieron los asesinos de Gerardi en 1990. Y ahí se encuentra también el rastro de Luis Mendizábal, el «mejor amigo» de Rosenberg.
Un video envenenado
Mario David García, popular locutor del programa «Hablemos claro», conocido por su indeclinable anticomunismo, anunció a los cuatro vientos que el video de Rosenberg, donde se declara amenazado de muerte, lo grabó él personalmente en su casa el 7 de mayo.
Rosenberg no denunció formalmente las presuntas amenazas ni pidió medidas cautelares. El 10 de mayo, cuando paseaba solo en su bicicleta en un barrio residencial, fue asesinado. El 11 de mayo, en su sepelio, hombres pagados por el Partido Patriota de Pérez Molina, principal opositor, distribuyeron cientos de copias del video.
Y quien proclama haber recomendado la grabación es Luis Mendizábal, quien admite su admiración por Mario El Mono Sandoval, creador de la estructura paramilitar de los 70 Mano Blanca y confeso patrocinador del salvadoreño Roberto D’Aubuisson, creador de Arena y autor intelectual del asesinato del arzobispo de San Salvador Oscar Arnulfo Romero.
Ésta es una trama que, en opinión del analista Gustavo Porras, autor de otro libro que en estos días está sacudiendo las cortinas del pasado, Las huellas de Guatemala, constituye una «obra maestra para corroer un sistema y no sólo un gobierno, para perpetuar el caos en el que nadan las mafias como pez en el agua».