Gabriel Quadri de la Torre
Muchos caímos en la hipnosis de los biocombustibles, del etanol y del biodiesel. Ofrecían empleos en el campo, nuevas agroindustrias, menos contaminación atmosférica en las ciudades, soberanía energética y hasta reducciones en las emisiones de gases de efecto invernadero.
Países y regiones enteras sucumbieron a la seducción. Brasil emprendió su programa (Pro-Alcohol) de etanol desde los años 70 del siglo XX. Lo justificaron el embargo petrolero de la OPEP, el desconocimiento en ese tiempo de los grandes yacimientos de crudo off shore que existen frente a las costas de Río de Janeiro y su entonces incipiente vocación hegemónica.
Más recientemente, en forma cándida, y para mostrar su militancia honesta en la lucha contra el cambio climático, Europa se fijó metas ambiciosas para sustituir gasolinas y diesel con biocombustibles hacia el 2020; sus privilegiados agricultores lo celebraron. Lo mismo acometió Bush (el pequeño) en Estados Unidos, ofreciendo créditos fiscales y subvenciones directas a la producción de etanol, en realidad, con el fin de asegurar la fidelidad republicana del electorado agrícola red neck. Indonesia y Malasia se prestaron gustosas como productoras de aceite de palma, materia prima del biodiesel que Europa demanda.
Todo parecía idílico. Combustibles renovables, hechos por el prodigio de la fotosíntesis, la fermentación de azúcares de origen vegetal y su destilación para la obtención de alcoholes en el caso del etanol o la esterificación de aceites vegetales en la producción de biodiesel. Ambos, encarnan verdadera energía solar líquida que puede ser quemada en los motores en sustitución de la gasolina y el diesel, sólo con una pequeña desventaja en el contenido energético con respecto a sus pares hidrocarburos de origen fósil.
La seducción era entendible, pero hoy sabemos que perversa. Por fortuna, el mundo empieza a despertar de la hipnosis, aunque los intereses que se han creado en torno de los biocombustibles erigen formidables barreras políticas para rectificar.
La ciencia ha sonado la alarma por medio de diversas investigaciones publicadas en Science y en Nature en los últimos meses. Incluso el Banco Mundial se ha sumado al clamor de escepticismo e inquietud (“The Impacts of Bio-fuel Targets on Land Use and Food Supply. Development Research Group, Environment and Energy Team. Policy Research Working Paper, December 2010”), con el análisis llevado a cabo por sofisticados modelos de equilibrio general de la economía y de uso de la tierra a escala global.
La tierra disponible no urbanizada en el mundo es finita y económicamente cada vez más escasa. Se ocupa a 100% en cultivos, pastizales para ganadería, ecosistemas naturales que prestan servicios ambientales vitales, y áreas degradadas y en abandono, que en realidad (previa recuperación, de ser factible) significan una reserva para nuevos cultivos y pastoreo, o una oportunidad notable para restaurar bosques y capturar el carbono de la atmósfera asociado al cambio climático.
Por otro lado, la población mundial crecerá en 40% hacia mediados del siglo, mientras que cientos (y tal vez miles) de millones de personas más saldrán de la pobreza gracias al capitalismo globalizado y a políticas sociales explícitas, tal como ha venido sucediendo en China, India, Brasil y en muchos otros países, incluso en México. El resultado es una mayor demanda de alimentos, en especial de proteínas animales (carne, lácteos, huevos), que conllevan una mucho mayor huella territorial o espacial que sus contrapartes de origen vegetal. En este escenario, introducir a los biocombustibles (con los objetivos que hoy se plantean Estados Unidos y Europa), como un nuevo factor de competencia por la tierra en un juego de suma cero, es suicida.
Los modelos del Banco Mundial son elocuentes. El resultado sería la destrucción acelerada de bosques y selvas en el mundo, y una escalada en los precios y reducción en la oferta de alimentos. La experiencia en Indonesia, Brasil, Estados Unidos y Canadá es clara, al igual que las tendencias nuevamente alcistas en los precios de los commodities. México no debe ser cómplice y partícipe de esta locura. Mejor debe eliminar subsidios a las gasolinas, imponer regulaciones al rendimiento energético de los vehículos y promover decididamente a los autos eléctricos.