CLACSO
La Jornada
La foto de Humphrey Bogart en blanco y negro con el cigarrillo en la comisura del labio estaba colgada en una pared del pequeño cubículo del profesor de tiempo completo de este sociólogo e historiador de la Universidad de Chile, protagonista de los años 70, desde la Cepal y Flacso, con obras sobre la teoría de la dependencia con locación en América Latina. Estrellas del estilo de Fernando Henrique Cardoso, Ricardo Lagos y otras figuras de esa talla compartieron reflexión y desvelos con este “duro” que decidió quedarse en Santiago a la hora de los inconvenientes, para demostrar que en tiempos de canallas también era posible preservar una actividad intelectual.
LA IRONÍA EXACERBADA no logra protegerlo de una sensibilidad a flor de piel que se expresa en la mirada aguda pero benévola de quien ha transitado desde la euforia personal y colectiva hasta el umbral de la muerte, propia y ajena, en un recorrido silencioso sin estridencias más cercano al de un monje que al de un intelectual mediático del siglo XXI. A sus 66 años, Enzo Faletto, la figura mítica de la Sociología de la Universidad de Chile, autor de libros como Dependencia y desarrollo en América Latina, junto al ex Presidente de Brasil Fernando H. Cardoso; El liberalismo Romántico, con Julieta Kirkwood; Transformaciones sociales y económicas en América Latina, con Rodrigo Baño, o de artículos como “El futuro del Estado”, con Ricardo Lagos; o “Los años sesenta y el tema de la dependencia”, “De la teoría de la dependencia al proyecto neoliberal. El caso chileno”, los dos últimos publicados recientemente en la revista del Departamento de Sociología de la Universidad de Chile, asume que efectivamente la Casa de Bello ha sido un refugio que le ha permitido observar casi sin ser visto.
Alguien debe escribir la historia político-intelectual de quienes nos quedamos en Chile y de ese diálogo interno que también se extendió a quienes estaban en el exilio, señala al inicio de la entrevista mientras fumamos como chimeneas en una mañana luminosa y caliente de verano de mierda, encerrados en una oficina del Departamento de Sociología en pleno enero. Advierte que no debe fumar y saca otro cigarrillo y lo enciende en una actitud equivalente a yo me muero como viví, o de duro, al estilo Bogart, o de intelectual maldito pero amigo de sus amigos.
Refugiados en Flacso, organización clave en la resistencia intelectual de esos tiempos, y convencidos que el fin de la dictadura estaba a la vuelta de la esquina, comenta de esos primeros tiempos en Chile junto a Lechner, Garretón, Moulian, Julieta Kirkwood, Rodrigo Baño y otros tantos, convencido del aporte de un exilio que con más mundo echará por tierra esta sensación de “excepcionalidad” del proceso chileno y abrirá el debate. Pero poco o nada de esas expectativas se cumplieron: el exilio fue muy largo y muchos intelectuales siguieron hablando de un Chile inexistente, de un país analizado y pensado para los europeos o estadunidenses. En síntesis, se hablaba poco de América Latina con los latinoamericanos, marcando una tendencia que, según Faletto, hoy subsiste y se traduce en falta de pensamiento propio, y en una crisis del rol de la sociología que abarca hasta la forma de hacer política.
¿De qué manera afecta todo este proceso a la sociología?
Aparece un fenómeno intelectualmente importante, una sociología que había estado muy ligada a procesos sociales y a una concepción de la política como proceso social, como incorporación de grupos, como conflictos entre grupos y clases sociales, en un principio adopta el tema de los nuevos movimientos sociales, ligado a la experiencia brasileña con los movimientos de base, sociales, y declara la liquidación de los partidos. Eso significaba la ruptura con los viejos partidos tanto de la izquierda tradicional como los otros. Sin embargo, eso no bastaba, porque en un momento de democratización el problema político-institucional iba a ser clave. Ahí empieza un cierto predominio de la ciencia política por sobre la sociología política. Una ciencia política muy ligada a una reflexión casi de ingeniería política. Los problemas de la democratización ya no fueron tanto el proceso de democratización social sino la recuperación de una institucionalidad democrática.
¿Ello explicaría la incorporación de la tecnocracia en las decisiones políticas?
Está bastante ligada, porque también se da con una cierta transformación del pensamiento económico latinoamericano; es decir, si uno tiene ciertas figuras que fueron clave en esta época, pensando en Chile por ejemplo Aníbal Pinto, o lo que fueron grupos relativamente próximos, casi todos ellos de origen cepalino, como Pedro Vuskovic, Gonzalo Martner, Carlos Matos, todos de alguna manera estaban mucho más formados en algo que podríamos llamar el predominio de la economía política y también en una cierta imagen de vincular proceso político y proceso social. Por los años 80 del siglo pasado, quizás un poquito antes, ya el pensamiento económico pasa a preocuparse mucho más de los problemas de la macroeconomía, de los problemas del manejo del presupuesto fiscal, de los problemas de la deuda externa, más que del problema de propuestas de transformación social, porque se empieza a asumir que la transformación social ya está siendo promovida desde afuera: los procesos de globalización, el predominio de nuevas dinámicas de crecimiento y transformación que están ligadas a la conformación de una economía global, etcétera. Algunos estaban absolutamente convencidos de que esa modernización iba a significar también capacidad de chorreo. En el plano intelectual, lo importante fue este paso del análisis de los procesos sociales entendidos como procesos de conflictos y transformación entre clases y grupos, a una mirada mucho más superestructural; mayor preocupación por las formas institucionales de manejo y que coinciden con una formación mucho más profesionalizante y tecnocrática.
Eso no sólo implica cambios en el modo de hacer política, también en el rol de la sociología.
En gran medida, pero eso está muy ligado también a las transformaciones sociales que ocurrieron. Este predominio de lo que podemos llamar una orientación mucho más tecnocrática obedece a la atonía de ciertos grupos sociales que sí habían jugado un papel importante en el proceso latinoamericano desde los años 20 del siglo pasado en adelante. Presencia de los sectores medios, y después paulatinamente capacidad de incorporación de los sectores obreros y más tarde, campesinos. Eran fuerzas sociales con una cierta capacidad de manifestar sus necesidades y demandas, y si no formularlas ellos directamente, por lo menos asumir proyectos que estaban referidos a su papel. La experiencia de los años 70 en adelante en Chile, pero también en Argentina, Brasil, y otros países fue la desestructuración de esos grupos sociales. Los golpes militares y la reacción que se tuvo en casi todos lados significó la desestructuración fundamentalmente de los sectores medios y obviamente también de lo que había como movimiento obrero o campesino. Los grupos intelectuales quedaron sin referentes sociales, ni siquiera con aquellos a los cuales socialmente pertenecían: los sectores medios.
¿Con qué consecuencias?
Eso genera la autoimagen de un grupo social que está por encima de los intereses de las clases, que es portadora de una racionalidad que le es propia y que se asume casi como portavoz de esa racionalidad. Como no puede asumirse, se vincula a las esferas de poder, pero al poder ya constituido. Así se produce esta idea de una tecnocracia eficiente, capaz, que tiene un papel intelectual que lo puede jugar, pero cuyo mundo de referencia es el poder existente con el cual trata de manejarse, o en términos de “este es el poder y con ellos trabajamos” o “este es el poder, busquemos los huecos dentro de este poder donde podamos tener alguna incidencia”. Se constituye esta tecnocracia bien formada, con mejor capacitación que la que podríamos tener nosotros en muchos casos, y cuyas opciones son el uso de esas capacidades para influir en el modo en que el poder está constituido, pero con muy pocas posibilidades de cuestionar realmente la existencia de ese poder.
Lo que sepulta la idea de transformación, de cambio.
Así es. La trayectoria de la universidad, sobre todo la Universidad de Chile, lo mismo sucedía con la Universidad de Concepción: siempre se pensó que ahí era donde se elaboraban los grandes proyectos nacionales, de cambio, de transformación y la universidad se pensaba a sí misma en esos términos. Un conflicto que se da hoy es esta idea de formación académico-intelectual o formación profesional. Diría que la tendencia profesionalizante en la Universidad de Chile siempre existió, de Andrés Bello para adelante, pero, de todas maneras, nosotros siempre asumimos que el profesional cumplía un rol intelectual en la sociedad, con una visión de país, de mundo. En mi época, ningún ingeniero se pensaba haciendo edificios o puentes por su cuenta. Ellos estaban pensando en el Ministerio de Obras Públicas, estaban pensando en las grandes instituciones estatales. Los que crean la Corfo son antiguos ingenieros de ferrocarriles que tienen esa idea de construcción de la nación por medio del ferrocarril, del servicio público. En todos está presente la función pública. Hoy, cuando piensas en formación profesional estás pensando en el ejercicio liberal de la profesión, e incluso en el caso de que estés cumpliendo ciertas funciones públicas no es raro que de allí se pase a una multinacional. Este mundo es más parecido al estadunidense, donde también hay una concepción de la función pública mucho más tecnocrática y menos involucrada en la idea de proyectos nacionales, desarrollo nacional, opciones de cambio, opciones de transformación.
LA POLÍTICA COMO LA GESTIÓN DE LOS ENTENDIDOS
Eso plantea además el cambio de la política, que en manos de la tecnocracia transforma su esencia.
Porque la política pasa a ser administración. En una conversación incidental con Fernando Henrique Cardoso, me dijo: “mira, cambio con gusto 300 mítines de plaza por cinco minutos en televisión. En Brasil, en ese lapso llego a 60, 70 millones de personas. Con 300 mítines de plaza no llegó ni a 250 mil, y esa es una diferencia enorme”. Frente a esto le respondí: “pero con los mítines de plaza tú transmites ideas, y con cinco minutos de TV no transmites nada”. Es que la realidad hoy día es esa, me argumentó, ya la política es una política de masas y mediática, donde la gente se identifica con esa dimensión.
¿Ese es el cambio fundamental de la forma de hacer política?
Hay muchos factores. Antes hablábamos de ciudadanía de las organizaciones, término que hoy día se ha perdido, porque se habla del ciudadano como un señor con derechos individuales que actúa como individuo. Para nosotros, ciudadanía era sindicato, ciudadanía era el partido, uno era ciudadano en la medida en que pertenecía a una organización. Hoy el supuesto es que tú apelas a un señor que anda por ahí, que utiliza los mecanismos adecuados que pueden ser los mediáticos para ese tipo de cosas.
Y en esta transformación de la política está la desestructuración a la que hacíamos mención de los sectores medios, de los sectores obreros, de los sectores populares organizados. La poca importancia que tienen hace que la política tenga como referente a las masas, y el problema de las masas es su manipulación. La política es considerada como un momento de manipulación de las masas para después mantenerlas contentas con un poquito de circo o con lo que fuera, porque la política pasa a ser también la gestión de los entendidos. Luego, el momento político electoral, pero ahí tampoco se trata ni de transmitir ideas ni de constituir proyectos, sino de una cierta capacidad de movilizar a las masas detrás de dos o tres necesidades. De ahí para adelante las masas aparecen como desmovilizadas, a nadie le interesa que se movilicen y, por tanto, la política pasa a ser sólo administración y gestión.
EL CASO ARGENTINO
La crisis de Argentina refleja además no sólo la desestructuración total, sino el ejemplo más paradigmático del fracaso de una forma de hacer política.
Un amigo me decía que a él le gustaba mucho vivir en Argentina, porque tenía una decadencia larga como la de los ingleses. Decía: “me gustan las sociedades decadentes, no las que se van al diablo al tiro, sino que lentamente”. Una de las cosas que impresiona es el grado de corrupción que adquirió la política, a un grado tal que está muy vinculado a la corrupción general de la sociedad. Es una corrupción que ya se había dado con fuerza en el mundo de los negocios, eso que ellos llamaron “la patria financiera”, donde la totalidad del sistema económico aparecía como extraordinariamente corrompido. Eso también fue producto de la experiencia política argentina: alfonsinismo, los gobiernos radicales muy anteriores, que empezaron con Frondizzi, y obviamente del propio peronismo, con una incapacidad de creación de cuadros políticos que superaran la forma caudillesca que tiene una enorme importancia en el funcionamiento de la totalidad de Argentina. El juego de la política argentina fue siempre uno de negociación entre caudillos con enormes poderes locales, lo cual hacía que todo el sistema de compromisos políticos fuera un problema de tomar y dar, pero en donde las representaciones sociales reales no tenían mucha validez. En el fondo, primaban mucho más estos otros intereses locales, estos intereses caudillistas. Eso también es un elemento de destrucción de la política. La propia experiencia política argentina es desastrosa desde Irigoyen para adelante. Cuando uno lee a los intelectuales argentinos, son tipos de muy buen nivel, de mucha capacidad de reflexión, pero uno dice qué tiene que ver esa capacidad de reflexión, esa capacidad intelectual con la realidad de la política argentina. El sistema político argentino nunca se logró estructurar con raigambre real dentro de la sociedad argentina. En el caso de la derecha, más que estructurarse políticamente y constituir un partido, la tendencia fue a representarse corporativamente, y los modos de representación corporativa terminan destruyendo cualquier forma de organización política. Esa corporativización del mundo argentino se da en sectores altos, al igual que en el mundo sindical. El movimiento sindical adquiere un rasgo corporativa brutal. La corporativización de la política significa que sólo estoy en la defensa de mis intereses propios y no estoy siquiera en la necesidad de formular proyectos nacionales a partir de lo que pueda ser el interés de un grupo, una clase. ¡Así, todo el mundo intenta llevarse su tajada!
POR UNA NUEVA ÉTICA DE COMPORTAMIENTO
Del caso argentino volvamos a Chile, a esta relevancia de la tecnocracia por sobre la política, de las ciencias políticas por sobre la sociología, en definitiva, de la crisis de la política y del individualismo exacerbado por sobre cualquier proyecto que no sea personal. ¿Es la derrota total?
Quienes vivimos el golpe y nos quedamos en Chile, vimos los comportamientos más horrendos en términos de una retracción hacia un individualismo feroz; desconfianza con todo lo que viniera; oportunismo por todos lados. Toda esta imagen que nosotros teníamos de la sociedad chilena tan bien organizada era más cáscara que otra cosa. Aquí hay un estilo de comportamiento que se acentuó después. Por ello creo que la recuperación de una ética de comportamiento distinta es una recuperación larga y depende de una cierta capacidad de creación. En el caso chileno, habíamos creado instituciones que tenían ese rasgo con el que la gente se identificaba y, por tanto, asumía la ética de la institución como propia. Hoy día han desaparecido estas instituciones, se rompió la ética y el desafío es cómo creamos una nueva ética.
¿Cómo?
Con la defensa de algunas instituciones y con la creación de instituciones que empiecen a ser expresivas de una ética colectiva, de una ética que vuelva a privilegiar el sentido de lo público, redefiniéndolo, obviamente.
¿Y por dónde pasa esa construcción de una nueva ética? No creo que sea por los partidos, si asumimos que también están en crisis.
Pienso que va a ser una reacción en lo posible intelectual y cultural. Si hay alguna posibilidad, la veo por ese lado. Y no creo que los partidos la creen, va a ser tarea de los intelectuales constituir eso como ejemplo, como expresión. Mis desviaciones de historiador más mi impronta gramsciana me hacen volver en mis clases a la historia del mundo italiano. No es por nada que Gramsci se dedica a estudiar el problema de la literatura en Italia. La unidad italiana parte desde el movimiento literario; es una sociedad con enormes dificultades, con un atraso social muy fuerte más toda una dispersión. No existía conciencia nacional por ningún lado, pero aparece una conciencia nacional cuando surge una literatura que retoma cierto tipo de experiencias, las elabora y las transforma en casi novela. Y eso continuó en la experiencia italiana. Si tú piensas incluso en todo lo que fue la literatura posfascista, en un Elio Vittorini, en un Pavese, en el mismo Italo Calvino, es una literatura que empieza a constituir una identidad nacional, así como en el cine con el neorrealismo italiano. También influye la apertura intelectual del Partido Comunista Italiano, que nos impresionaba por su capacidad de creación cultural, capaz de plantear determinados temas que rompieran incluso con el esquematismo que había sido la trayectoria del estalinismo. En el caso chileno, rescato por lo interesante el aporte de los historiadores.
¿Más que la literatura?
He seguido poco lo que se está dando en literatura, pero creo que en ciertas experiencias literarias como Morir en Berlín, de Carlos Cerda, se recupera la experiencia del exilio, o en Cobro revertido, de Leandro Urbina. En cambio, los historiadores y toda su discusión sobre una recuperación crítica de la historia, me parece muy significativa.
Esto tiene un problema, y ese es el déficit de los sociólogos: es esencial el intento de análisis crítico del pasado chileno y de la historia chilena. Probablemente está implícito en muchos de ellos una pregunta que está hecha desde el presente, es decir, desde ahora vamos a mirar hacia atrás y vamos a recuperar lo que sea recuperable. Sin embargo, los sociólogos deberían hacerla explícita, es decir, desde dónde pensamos hoy día, desde dónde pensamos para atrás y desde dónde pensamos para delante.
LA DEUDA DE LA SOCIOLOGÍA
Aquí hay una demanda de la sociología, profundicemos en ella.
La sociología no está cumpliendo con su rol. Un libro bastante bueno e importante fue Chile actual, anatomía de un mito, de Tomás Moulian, pero ese texto no es lo suficientemente sociológico. El libro se hacía cargo de un malestar, pero si uno lo lee en una lectura quizás superficial, aparece la culpa en la conducta, como que alguien de repente traicionó los viejos ideales, fallando en el análisis más estructural de por qué estos cambios de conducta. No es la intención de Tomás, pero aparece como una especie de crítica de traición de los intelectuales, pero sin que nadie les explique por qué, salvo que sean todos traidores natos. Se puede decir que un grupo social va a tener una enorme tendencia a cambiar de posición y al oportunismo, pero tiene que explicar por qué es oportunista. Y ese es el rol de la sociología, instalar esta discusión que no está, y para situar la que están haciendo los historiadores hay que hacer mucho más explícitas las preguntas del hoy. Y en este aparte pienso en Salazar, Jocelyn-Holt, Sofía Correa y en el grupo de historiadores económicos, como Pinto y otros jóvenes vinculados a la USACH. Esa es la discusión más interesante que se está dando en el plano intelectual y ahí los sociólogos están en deuda.
¿Si es una deuda que se arrastra desde hace rato, significa entonces que la sociología ha sido superada por los acontecimientos?
Hemos construido un mito con respecto a la sociología chilena, y de repente nos adjudicamos cosas que no son nuestras sino que son de otros. Tuvimos la suerte en los años 70, del número de exiliados brasileños y argentinos y otros que se radicaron en Chile. Se dice que “el gran momento de la sociología latinoamericana fue el momento de la dependencia”, y el único chileno que estaba metido en eso desde la sociología era yo, el resto eran brasileños, argentinos, etcétera. Sí que participaban algunos economistas que venían de la vertiente Cepal, pero no los sociólogos. La sociología chilena, quizás por el mismo proceso se parecía más a la sociología estadunidense; estoy pensando tanto en gente de la Católica como en gente de la de Chile. Personajes importantes en la formación de los sociólogos chilenos fueron Orlando Sepúlveda, Guillermo Briones. Independientemente de sus posiciones políticas personales, al igual que la sociología estadunidense se definió a sí misma como colaboradora de ese proceso, asumiendo los conflictos sociales que el cambio pudiera producir. Predominó durante largo tiempo dentro de la concepción de la sociología chilena esta idea de sociedad moderna, sociedad tradicional, el rasgo de la sociedad tradicional es lo rural, entonces cómo producimos el cambio para que la sociedad rural se incorpore al mundo moderno, etcétera. Hay una sociología pensándose a sí misma en esos términos. Por la enorme importancia del aparato gubernamental, que también define generalmente las funciones profesionales como “oiga, cómo me resuelve el problema de”, entonces también los sociólogos, en mis tiempos, casi 60 por ciento de los sociólogos trabajábamos en la universidad y el otro 40 por ciento en el gobierno. Hoy día las cosas se han invertido bastante. Pero la idea es que te incorporabas a la función pública como profesional con un sentido progresista, en el sentido de que pensabas que la sociedad chilena iba en la dirección del progreso. La dimensión más crítica no era parte de la tradición de la sociología chilena.
A diferencia de lo que uno podría haber pensado, ¿ese es uno de los mitos?
Sí, la dimensión más crítica la verdad es que venía con una reflexión sobre la cosa latinoamericana en su conjunto y era mucho más propia de los sociólogos latinoamericanos: brasileños, argentinos, etcétera. En el momento de predominio de la Revolución Cubana, los sociólogos chilenos asumieron el tema del cambio y la transformación de la revolución y una crítica a la sociedad existente.
Pero yo diría que esa gente que asumió esa dimensión no alcanzó a constituirse como referente intelectual fuerte, eran demasiado jóvenes todavía. Hoy, de nuevo la sociología adquiere ese rasgo de la tradición chilena, al tener como referente su colaboración profesional en las políticas estatales, y eso se ha acentuado. Cuando trabajas utilizando un instrumento de la sociología como puede ser la encuesta, el problema fue siempre elaborar las encuestas. Una vez escuché que alguien decía a los alumnos: “no se preocupen por las preguntas, las preguntas las pone el cliente”. Y el cliente puede ser el Estado, el cliente puede ser una empresa privada, pero ya no preguntas sociológicamente, si no que pones tu instrumento al servicio de las preguntas de otros. Es obvio que hay ciertas personas en sociología que cumplen un papel distinto: estamos hablando de Garretón, Brunner, Moulian, son tipos que están con una capacidad de propuesta distinta. Pero el grueso son sociólogos profesionales que te preguntan qué quiere saber, que yo se lo averiguo.
Esto significa una gran demanda hacia la sociología, que la planteas en términos de retomar su esencia.
Su función intelectual. Esa es la trayectoria de la sociología estadunidense, con excepciones; pero si tomas la sociología europea, fundamentalmente quizás la alemana, ahí hay una diferencia con la inglesa, en cierta medida la francesa, es una sociología mucho más de reflexión crítica sobre la propia experiencia. La tienes desde un Weber hasta un Habermas.
¿Dónde se forma ese sociólogo con pensamiento crítico? ¿En la universidad?
Debería serlo, y en el plano de la Facultad de Ciencias Sociales, en la cual estoy, el tema de la reflexión crítica, que todos lo pueden poner como declaración de principios, no es lo que predomina, sino más bien una función más profesional orientada a la resolución de problemas sociales. Por eso he insistido en la necesidad de establecer un diálogo con los historiadores, de recuperar un diálogo con la gente de filosofía, estoy pensando en Humberto Gianinni, en Carlos Ruiz, quienes poseen una cierta capacidad de reflexión sobre la sociedad chilena y sobre los problemas actuales de la sociedad contemporánea.
Hay una larga trayectoria en la Universidad de Chile, con una fuerte tendencia a la dimensión profesional, y también es cierto lo que muchas veces se dice, Chile produce buenos profesionales y malísimos intelectuales. Uno ve el nivel de los intelectuales peruanos, y eran mucho mejores intelectualmente que nosotros, pero si pensabas en términos de la formación profesional, los superábamos.
Parte de la crisis de pensamiento hoy se explica en que estos grandes relatos e interpretaciones fueron sancionados a partir de la caída de los socialismos reales.
Esa tendencia contaba con ciertas figuras intelectuales que cumplían otro papel, y estas figuras también estaban en la universidad: un Eugenio González, un Juan Gómez Millas, un Mario Góngora, incluso un Jaime Eyzaguirre, poseían grandes visiones. Eso siempre existió, y una ventaja quizás era que la Facultad de Filosofía era Facultad de Filosofía y Educación y teníamos el Pedagógico, y estas grandes ideas se transmitían hacia abajo en la formación de profesores que a su vez iban a constituir en el ámbito de la educación secundaria una preocupación de orden cultural, intelectual. En la universidad eso lo veo muy disminuido, y creo que la primera tarea es recuperar esas capacidades.
NOTAS
* El texto publicado en este Cuaderno es parte de la antología Dimensiones sociales, políticas y culturales del desarrollo, organizada y presentada por Manuel Antonio Garretón, Colección del Pensamiento Crítico Latinoamericano editada por CLACSO Coediciones con Siglo del Hombre Editores (Colombia, 2009).
** Sociólogo, historiador y economista chileno (1935-2003). Especialista en el análisis del subdesarrollo latinoamericano y de sus implicaciones sociales. Entre sus obras destacadas figuran: Dependencia y desarrollo en América Latina, escrita junto a Fernando Henrique Cardoso; Génesis histórica del proceso político chileno y El liberalismo.