Editores de The Nation
El presidente Barack Obama generó un cortocircuito en el muy necesario debate acerca de la revisión de las estrategias de su administración, cuando, en noviembre último, durante la cumbre de la OTAN, el mandatario anunció que las fuerzas de combate norteamericanas podrían permanecer en Afganistán, por lo menos, hasta 2014. De esta manera, el jefe del Estado perdió otra oportunidad de comenzar a poner fin a una guerra que se va convirtiendo en una obligación cada vez más costosa.

Los informes de revisión del conflicto indican que hubo avances en la ampliación de la seguridad en el Sur, en los alrededores de Kabul, y en el entrenamiento del ejército afgano. Pero, también, señalan que queda mucho más trabajo por hacer, como se refleja en el aumento de la insurgencia en el Norte y en el Este, sumado al hecho de que el ejército afgano todavía no está capacitado para operar independientemente de las fuerzas norteamericanas.

Ahí radica el problema. Dada la corrupción y la incompetencia del gobierno afgano y las divisiones étnicas y tribales que aquejan al país, siempre habrá más para hacer.

En efecto, la guerra ha adquirido una vida propia, desconectada de cualquier objetivo estratégico razonable. En el curso del corto mandato de Obama, la misión se propuso “perturbar, desmantelar y derrotar a Al Qaeda”, así como también favorecer la construcción de un gobierno local más responsable y, por supuesto, aplacar el impulso talibán.

Ahora podemos ver, debido a que crece la evidencia al respecto, cómo el general David Petraeus, comandante militar estadounidense de mayor rango en Afganistán, cambió su tan pregonada estrategia de contrainsurgencia -encaminada a proteger a la población- por una maniobra bélica agresiva, destinada a infligir grandes pérdidas a los talibanes.

La escalada norteamericana crece al mismo tiempo que el rechazo afgano a las tropas norteamericanas. Incluso, según muestran los sondeos, la mayoría de la población quiere que los soldados extranjeros se vayan del país, tan pronto como sea posible.

La pregunta que debemos hacernos no es, precisamente, cuánto se ha progresado sino, más bien, debemos cuestionarnos por qué, después de nueve años, todavía Norteamérica está en Afganistán.

En el contexto de los graves problemas económicos que enfrenta Estados Unidos, la única justificación para el mantenimiento de más de cien mil efectivos y para el gasto de más de 120 mil millones de dólares al año sería que Afganistán constituyese una amenaza para la seguridad nacional, de la que sólo pudiésemos resguardarnos con una fuerza tan grande.

Pero ésta no es una guerra de necesidad. Según admitió el gobierno norteamericano, hay, como máximo, unos cien integrantes de Al Qaeda en zonas remotas de Afganistán, y los talibanes afganos son, en gran medida, un movimiento local, con poco interés en la Jihad global. Es más, hace tiempo que lo que quedó de la vieja dirección de Al Qaeda se marchó a Pakistán. Mientras tanto, la amenaza terrorista hizo metástasis en diversas franquicias multicelulares repartidas en varios continentes. Actualmente, el mayor peligro proviene de una red dispersa de personas alienadas cuya única conexión inicial con Afganistán o con Pakistán es el odio que sienten hacia las matanzas estadounidenses de musulmanes, en tierras musulmanas.

La seguridad de Estados Unidos, por lo tanto, no depende de la eliminación de los refugios lejanos de Al Qaeda, sino de las medidas que se implementen en materia de seguridad antiterrorista y de seguridad nacional, como las que recientemente frustraron los paquetes bomba de Yemen.

Mientras tanto, la guerra cada vez más sangrienta en Afganistán junto con el uso agresivo de los ataques de aviones no tripulados en Pakistán, puede tener consecuencias no deseadas para la delicada relación de Norteamérica con este último país. Como el periodista Anatol Lieven argumenta en la nota “Cómo la contrainsurgencia en Afganistán amenaza a Pakistán”, el mayor peligro para la estabilidad de Pakistán proviene de la prolongada guerra de Estados Unidos, lo que profundiza las divisiones en Pakistán y debilita aún más el apoyo a su frágil democracia gubernamental. Ahora bien, precisamente, la desestabilización de Pakistán tiene potencialmente consecuencias devastadoras para la seguridad regional.

La administración Obama cometió un grave error con la escalada de la guerra. La crisis de Afganistán es lo peor dentro de un problema regional, que requiere una solución también regional y diplomática. Matthew Hoh, un ex oficial de marina y representante de alto nivel del Departamento de Estado en Afganistán, quien renunció en protesta contra la guerra, en 2009, plantea el dilema bruscamente: “¿Qué nivel de aceptación hay entre los norteamericanos para que nosotros comprometamos a toda una generación en un conflicto contra un grupo terrorista que sólo tiene entre mil y dos mil seguidores en todo el mundo y que, además, nos obligue a gastar cientos de miles de millones de dólares, y tener cientos de miles de infantes de marina y soldados desplegados en todo el mundo en una guerra perpetua? Es una locura absoluta, y me temo que la gente va convenciéndose de esto, lo que no es muy difícil”.

De la última revisión realizada sobre el conflicto por la administración Obama, igual que en documentos anteriores, se desprende que la guerra no se acabará si se la deja sólo en manos del gobierno o de los generales. Solamente se terminará cuando el público exija ponerle un fin.

Fuente: http://www.revistadebate.com.ar//2010/12/23/3466.php