Isaac Enríquez Pérez
El pensamiento crítico se relaciona históricamente con su capacidad y avidez para cimbrar el statu quo y para marchar a contracorriente de lo que es dado como verdad eterna, inmutable e incuestionable. Signado por su vocación disruptiva para cuestionar –desde las ideas– el establishment y sus contradicciones, el pensamiento crítico se nutrió de la imaginación creadora, de la actitud insumisa y de la necesidad de transformar la realidad a partir del conocimiento de la misma. Sin embargo, a la par del agotamiento del liberalismo (1968) como ideología del capitalismo y, sobre todo, a partir de la caída del Muro de Berlín (1989), el pensamiento crítico ingresó a una fase de decadencia y desuso. No solo fue incapaz de voltear la mirada hacia sí mismo para cuestionar sus fundamentos, sus cegueras y su razón de ser, sino que se encerró en una torre de cristal que lo distanció de los problemas públicos cotidianos y del sentir y urgencias mismas del ciudadano de a pie; y –más aún– el pensamiento crítico claudicó ante el velo seductor del capitalismo en su versión conservadora, y ello se engarzó con los mismos alcances del colapso civilizatorio contemporáneo y con la crisis de las utopías (http://bit.ly/30kbnsV).
No solo los intelectuales críticos, sino los mismos movimientos sociales, claudicaron en el despliegue de la imaginación y creatividad para pensar en escenarios alternativos de sociedad. En medio de el paso implacable del huracán pandémico –sea en la academia, el activismo o en la clase política identificada con el pensamiento crítico– sus principales representantes renunciaron a toda posibilidad de cuestionar y poner en tela de juicio la realidad y sus avatares. Evidenciando con ello que la más letal de las reclusiones no es la corporal –la del distanciamiento físico– en medio de la construcción mediática del coronavirus (https://bit.ly/2VOOQSu), sino la reclusión mental, el autismo intelectual y el distanciamiento respecto a la imaginación creadora y la construcción de un nuevo lenguaje para comprender los problemas públicos más lacerantes (http://bit.ly/3mNSM0y).
La banalidad y el postureo son los principales adornos de una clase intelectual que se reivindica como progresista. Su vocación por desentrañar las causas profundas del colapso civilizatorio contemporáneo es obnubilada por los desatinos y desvaríos en el análisis; por una proclividad autocomplaciente para no desvelar el comportamiento estructural y sistémico de la realidad social y de sus contradicciones; así como por su ansiedad de privilegiar el idealismo, las buenas intensiones y el deber ser por encima del razonamiento sistemático. Esto es, el pensamiento crítico dejó de acercarse a la comprensión de las grandes tendencias de los problemas públicos contemporáneos y su engarce con procesos históricos de larga duración. El argumento fácil, barato y digerible dirigido a auditorios desinformados y ávidos de entretenimiento es el principal referente de quienes se asumen como representantes del pensamiento crítico contemporáneo. El intelectual esloveno Slavoj Žižek y el sociólogo argentino Atilio Borón son ejemplos de ello.
El abismo abierto por la pandemia defenestró al pensamiento crítico a medida que sus representantes son incapaces de comprender que la crisis epidemiológica global es resultado de la crisis de larga duración del capitalismo en tanto modo de producción y proceso civilizatorio, y que este colapso se perpetuó –desde la década de los ochenta– con la entronización del fundamentalismo de mercado, el ataque frontal a la clase trabajadora, la subordinación de la producción a la especulación financiera, la acumulación por despojo a través del neo-extractivismo, y la contradictoria relación sociedad/naturaleza/proceso económico. Si no se comprende la lógica contradictoria del patrón de producción y consumo, será difícil cuestionar los cimientos de las múltiples crisis contemporáneas.
Más aún, la reclusión intelectual de quienes se autodefinen como pensadores críticos lleva a obviar la creciente y densa conflictividad social y la génesis de ésta en las desigualdades extremas globales. Renunciaron a criticar la idea de progreso –y al desarrollo como su ideología sucedánea. Elevados en su pedestal clasista, etnocéntrico, patriarcal, caucásico y regido por intereses de grupo, estos intelectuales no solo perdieron el Norte –y sobre todo el Sur–, sino que en medio de su social-conformismo y autocomplacencia abonan a la era de la post-verdad, a la misma tergiversación semántica y a la confusión epocal. Entonces se contribuye con todo ello a la falta de respuesta en torno a los problemas sociales fundamentales que laceran la cotidianidad de los ciudadanos y de sus colectividades.
La pandemia no hizo más que exacerbar las desigualdades y acelerar los múltiples colapsos que le precedieron, hasta erigirse en una crisis sistémica y ecosocietal de amplias proporciones (https://bit.ly/3l9rJfX). Esta crisis epidemiológica global se presenta ante nuestros ojos atónitos como un maremágnum de acontecimientos entrelazados, como una totalidad o una red de sistemas complejos que conforman intrincados espirales en su comportamiento y dinámica; de ahí que –no por incapacidad intelectual– seamos erráticos y titubeantes en el ejercicio de aprehenderla y explicarla a cabalidad. Pero si en lugar de explicar, quienes recurrimos a la palabra pretendemos trivializar y entretener a las audiencias pasivas, abonamos al encubrimiento, invisibilización, silenciamiento y a la lapidación de la palabra promovidos desde el consenso pandémico.
Si la crisis epidemiológica global es resultado del modelo de desarrollo distorsionado que impera bajo la égida del hiperconsumismo, el individualismo hedonista, y el yugo de la crisis estructural y sistémica del capitalismo contemporáneo, entonces es urgente que el pensamiento crítico no pierda de vista esas tendencias y que (re)elabore sus discursos a partir de una actualización de la comprensión de las contradicciones sociales y de las nuevas desigualdades. Ello no solo es un imperativo estrictamente teórico, sino también uno referido a la praxis política y a la manera actualizada que se precisa para comprender y atender los problemas públicos contemporáneos.
Es urgente que el pensamiento crítico desempeñe a cabalidad su papel para ventilar y refrescar el mundo de las ideas y el mundo de la toma de decisiones en la vida pública. Dos mundos concatenados más allá de lo que popularmente se cree con trivialidad, y que se realimentan a través de las significaciones y el poder de la palabra. Sin conocimiento mínimamente certero y alejado del desvarío y la idealización, será imposible incidir en el curso de los acontecimientos y en las concepciones de quienes construyen las posibles soluciones e intervienen en la conducción y resolución de los problemas públicos.
El problema medular del pensamiento crítico consiste en su carente potencial para apostar a la construcción de nuevas significaciones que desentrañen la lógica y el sentido de la realidad social contemporánea. Sin esas significaciones se abre el camino a un destierro autoimpuesto que da paso a otros discursos cercanos a la construcción del poder, entre ellos al propio de la post-verdad. En el contexto histórico inédito de la pandemia, la universidad como organización productora de nuevos conocimientos es parte consustancial de estas tendencias.
Si se omite la noción de que la pandemia es un dispositivo de control social que forma parte consustancial de un macro-experimento para reconfigurar al capitalismo y el despliegue de las hegemonías en el sistema mundial a la par de las pugnas geopolíticas y geoeconómicas que se tejen desde hace varios lustros, se pierde de vista el discurso belicista adoptado a lo largo del 2020 y la misma inoperancia, postración y ausencias de los Estados (http://bit.ly/2Z3YYre). Entonces, para comprender la pandemia es pertinente comprender –desde el pensamiento crítico– cómo funciona y tiende a transformarse el capitalismo y la manera en que ello se engarza con las transiciones en los patrones energéticos y tecnológicos. Este ejercicio de comprensión se extiende a la urgencia de erradicar el argumento falaz y el pensamiento parroquial que subyace en la idea de que la vacuna resolverá la crisis sistémica y estructural acelerada a lo largo del 2020, pues el coronavirus SARS-CoV-2 no es el trasfondo central del problema, sino que el principal nudo problemático se suscita en la forma contradictoria y asimétrica en que está organizada la vida humana en las sociedades contemporáneas y en el precipicio que se urde desde hace décadas con el colapso civilizatorio, del cual la pandemia es solo una expresión (https://bit.ly/3mY2sXo).
Quienes se denominan representantes del pensamiento crítico, no solo muestran desatinos en la interpretación del presente inmediato y en la urgencia de pensar en tiempo real (https://bit.ly/3of8X82), sino que se sustraen de la relevancia que tiene el pensamiento anticipatorio para vislumbrar los escenarios realistas (http://bit.ly/2WxfQG0) que se abren en lo que ya se perfila como la era post-pandémica. Ni qué decir de la resignación que invade a la humanidad ante la incapacidad para desplegar el pensamiento utópico para construir modelos alternativos de sociedad. Si el pensamiento crítico no logra desplegar ese potencial del pensamiento utópico, no solo no se alejarán los vientos de la resignación entre las élites políticas e intelectuales, sino que el mismo consenso pandémico y la gran reclusión terminarán por postrar la imaginación creadora ante el pasmo que impone el miedo y sus nuevas significaciones (https://bit.ly/2HvyJW0) en medio de los rasgos inéditos de esta pandemia (https://bit.ly/2VvSGiF).