Por Eduardo Aliverti
Ciertos datos de estos días son simultáneos con otros de historia y aprietes permanentes.
La sanción de la emergencia alimentaria fue la buena noticia que jamás quisiera darse. El índice oficial de desempleo pasó los dos dígitos y fue la noticia esperada.
Ese 10,6 por ciento de población con pérdida de trabajo formal es el nivel más alto en los últimos catorce años. Más de dos millones de personas no tienen empleo. Es más infame cuando se segmenta la cifra en las franjas juveniles, mujeres en particular.
Salvo para este diario y otros pocos medios, la catástrofe fue observada cual si se tratara de algo a naturalizar.
La cantidad de subocupados es aún mayor, sin contemplar la pérdida de changas y los monotributistas que no son justamente emprendedores.
Casi 200 mil desocupados más que hace un año, casi 400 mil con ocupación pero buscando otro trabajo y más de 100 mil dispuestos a extender su jornada laboral.
Empalma con los últimos datos acerca del hambre. Más de cuatro de cada diez niños y adolescentes argentinos sufren carencias alimenticias.
De paso: qué asco cuando en medio de estas cifras, que son gente y con la niñez afectada como jamás se vio, debe escucharse frente al paro docente por la situación en Chubut que “las víctimas son los chicos”.
Se acuerdan de las víctimas cuando hay medidas de fuerza de los maestros.
De verdad, qué asco.
En una tertulia de periodistas -valga la aclaración de que no todos eran simpatizantes opositores, ni antimacristas furiosos ni mucho menos- uno de ellos preguntó si en los casi cuatro años de este Gobierno es probable encontrar momento o episodio, uno solo, capaz de ser rescatable.
No es buscar lo que pudiere haber favorecido aunque fuese en forma módica a las grandes mayorías, porque eso ni siquiera es pasible de ser sugerido.
No. Apenas descubrir un alguito que hubiera despertado cierta esperanza. Un hecho colectivamente emocionante. Una sensación pasajera de justicia distributiva. El registro de que podía haber no ya un proyecto sólido e inclusivo pero sí unos mínimos gestos, palabras, tendencia, superadores de los eslóganes de un manual de autoayuda.
Con honestidad intelectual, es imposible.
Salvo las muy relativas excepciones de que los números del Indec no son cuestionados y que muchos subrayan lo exitoso de la gestión porque se ejecutó un saqueo perfectamente orquestado, no puede rescatarse nada del gobierno de Macri. Absolutamente nada.
Es una salvedad básica pero significativa, porque remite a aquello del fondo del pozo del que no cabe, o no cabría, más que empezar a subir.
No se conoce ningún caso universal de pueblos que, aun habiendo atravesado experiencias terribles, terminales, muchísimo más graves que el macrismo, hayan salido de ellas con estados depresivos, expectativas favorables inexistentes, ánimo por el piso.
La parte “positiva” que deja Macri, leyendo al adjetivo infinitamente entrecomillado, es que algunas medidas imprescindibles deberán ser tomadas para reparar el daño inmenso que provocaron a la sociedad.
Va en plural porque, como lo advierte Luis Bruschtein en “Asesino modelo” (PáginaI12 del sábado), “los factores de poder económico están interesados en personificar en Macri la culpa de la tragedia”. Desde ya que no es así.
Se viven los momentos románticos y vibrantes del Frente de Todos.
Entre la efervescencia de los más politizados y la movida única de quienes no sucumben por amor, pero sí están convencidos de que hay que sacarse a Macri de encima a como fuere, es factible que la victoria de Fernández y Fernández sea de una masividad y distancia históricas.
Relevamientos de los que se publican y de los que no, incluyendo a los que manejan en Casa Rosada pero ahora sin comer vidrio, hablan de porcentajes de voto cercanos al 60 para la fórmula opositora. Y de alerta anaranjada para el alcalde Rodríguez Larreta.
Veraz, verosímil o exagerado, en todas las conjeturas es irremediable que en el corto plazo Macri se terminó sin dejar de prevenir que, a mediano y largo alcance, eso no implica el fin de lo que Macri representa.
Hasta el british de Roberto Lavagna dijo que el Presidente está en retiro efectivo.
Hasta pasa que a quien ya no conduce nada le suena el celular en un acto público mientras pide que lo escuchen.
Hasta ocurre que lo abandonan explícitamente quienes le guardaron un respeto no político, ni privado, ni de investidura, sino de negocios que, en lo corporativo, Macri no supo ni tan sólo garantizar.
Zafaron como los dioses el sector financiero y el agro, pero muchas de las grandes empresas terminan añorando el “populismo” que las ponía gorilamente nerviosas sin dejar de ganar plata a lo pavote.
A poco de andar, sin embargo, el romanticismo y la movida única se toparán contra las restricciones de una herencia inédita. Repetirlo sigue siendo tan agotador como certero, del mismo modo en que lo es la necesidad de recrear un mito refundacional.
Ahí es cuando cobrará cuantía acordarse de que se estuvo peor. No será lo mismo que en 2015, al retirarse el kirchnerismo, porque entonces nadie votó a Macri por estar mal la economía. O su economía.
Se lo votó porque una tan potente como estrecha mayoría sucumbió ante el infernal aparato de propaganda que hizo mirar a la corrupción estatal como elemento decisorio de los males argentinos. Hizo confiar en un bandido como el salvavidas, en el odio de clase como motor y en el egoísmo del esfuerzo personal como solución colectiva.
Todo nutrido por las características sociales, porque lo propagandístico puede crearse en un laboratorio pero después le sirve un pito si no se monta sobre cuestiones estructurales y coyunturas preexistentes.
Cabe suponer que ese estigma de apoyar o aplaudir a quienes prepararon la soga para ahorcarse es una lección temporal, aunque lección al fin. Que algo se aprendió, siempre y sólo por ahora, de a dónde conduce el zorro cuidando de las gallinas.
No se sabe demasiado sobre los primeros pasos que darán los Fernández, a no ser por unos nombres al parecer precisos que integrarán el gabinete, por la renegociación inevitable de la deuda y por la búsqueda de consensos practicables de inmediato.
Acerca del último ítem: la amplitud será tan ineludible como la puesta de límites.
El establishment abandona al Titanic macrista en forma desembozada, pero ya le pone igual intensidad al pliego de condiciones que debería respetar el nuevo Gobierno. Entre ellas, mantener estrechas relaciones con Washington como elemento estratégico, reforma laboral y baja de impuestos a los sectores más concentrados.
Nada nuevo bajo el sol histórico.
Requiere lo elemental de que Alberto y Cristina, quienes vienen siendo una magnífica unidad conceptual de campaña, sostengan su fortaleza una vez asumidos.
Lo que se lee y escucha sobre realidades o fantasmas de enconos “camporistas”, piqueteros y movimientos sociales que serán una amenaza constante, disidencias acerca del rumbo general, son operaciones y productos de opineitors desconcertados.
Varias espadas de la militancia oficialista descubrieron, de repente, que Macri y su equipazo carecían de todo mérito político para conducir la derecha lúcida que no existe.
No hay encontronazo entre la líder de los votos, el presidente entrante y, claro, el futuro gobernador bonaerense. Reacción contra el hambre popular. Reactivación del mercado interno. Tejido con el conjunto de los mandatarios provinciales. Y que ese pacto a limitar con la crema del poder establecido se extienda a los actores populares.
Ni milagro, ni desmesuras retóricas, ni adelanto de especificaciones técnicas -continúan estudiándose, además- que servirían a la pretensión de comérselos crudos.
No será seguro cómo seguirá, pero sí que deberá empezar de esa manera porque no hay otra receta, eventualmente eficaz, según las condiciones objetivas y subjetivas de correlación de fuerzas.
¿Qué, si no, cabría pretender de los Fernández?
¿El liderazgo ecuménico contra el neoliberalismo?
¿O mejorarle un poco la vida y las perspectivas a la gente, a una mayoría de la gente, tal como lo hizo una administración de 12 años ante la que nunca se acabará el arrepentimiento por haberla abandonado?