Samir Amín
I. La región Mediterráneo-Golfo
- Para empezar, la geotopología induce a destacar la especificidad de la «región mediterránea».
A diferencia de los océanos abiertos (Atlántico, Pacífico, Indico), el Mediterráneo es un mar interior casi cerrado por los cerrojos de Gibraltar, los Dardanelos y Suez, y que, además, constituye la frontera moderna entre el Norte desarrollado (en este caso, europeo) y el Sur que no lo está (en este caso, árabe y turco).
La historia es la responsable del corte Norte-Sur que pasa a través del mar. Se trata de un corte relativamente reciente, que no se remonta más allá del siglo XVI. Como he intentado demostrar en escritos anteriores (La Méditerranée dans le monde, 1988; L’eurocentrisme, 1989), el corte centros avanzados/periferias retrasadas había sido, durante los milenios anteriores a 1500, el corte Este-Oeste, habiendo constituido la cuenca oriental del mar– con su prolongamiento en Asia occidental interior hasta las orillas del golfo Pérsico, del océano Indico, del Caspio y de los desiertos de Asia central–el «Oriente Próximo» avanzado (desde las antiguas civilizaciones de Egipto Mesopotamia, Irán, Fenicia, Anatolia y Grecia hasta los Estados imperiales bizantino y califal), mientras que su orilla occidental había permanecido mucho tiempo periférica. Sin duda, la romanización (a fondo en Italia, más somera en Galia, Iberia y África del Norte), y luego la islamización del Magreb y la conquista árabe de Andalucía habían hecho «recuperar el retraso» a las regiones ribereñas de esa cuenca occidental. Pero, más allá, la Europa continental seguía siendo ampliamente semibárbara y había de serlo aún más con las invasiones de los primeros siglos de la era cristiana. Habrá, pues; que esperar varios siglos antes de que, con el impulso del renacimiento de las ciudades italianas, las tierras adentro europeas entren, a su vez, en el desarrollo civilizatorio.
Pero fue sólo cuando, simultáneamente, el Oriente islámico se adormeció (incluso antes de ser conquistado por los otomanos, que reunifican el Oriente Próximo hasta Irán y se apoderan de Bizancio en el comienzo de la época moderna) y el Occidente cristiano dio el salto cualitativo que constituye el Renacimiento y partió a la conquista de las Américas cuando el corte Norte-Sur sustituyó al del Este-Oeste en la región mediterránea.
Sin embargo, esta sustitución no se manifestó en todos sus efectos más que mucho más tardíamente. Durante tres siglos y medio, desde 1500 hasta la apertura del canal de Suez (1869), el Mediterráneo perdió la importancia que había tenido hasta entonces, al ampliar el centro mundial europeo en formación y desarrollo sus conquistas en las Américas y tender antenas en dirección a Asia del Sur y del Este y a las costas de África a partir de las vías marítimas que habían sido abiertas. La región mediterránea cayó entonces en un largo sueño, que afectó tanto a sus orillas italianas y españolas como a la península balcánica y al mundo musulmán árabe-turco. La orilla norte del mar no reemprendió su marcha hacia adelante más que tardíamente, en el marco del nuevo equilibrio europeo del siglo XIX, reforzado por la unidad italiana, luego la liberación de los Balcanes y finalmente la revolución de Ataturk (que proclamará ostentatoriamente la «europeidad» de la nueva Turquía). Sin duda, la apertura del canal de Suez reanimó la vida económica en el Mediterráneo, convertido en «la ruta de las Indias» para los británicos. Pero esta reanimación dejó al mundo árabe (y turco) en un estado de subdesarrollo que ahondó su dependencia, tanto que los franceses en el Africa del Norte y después en Siria-Líbano, los italianos en Libia y los ingleses en Egipto y Sudán, y después en todo el Machreq, establecieron su dominación política en la región.
El descubrimiento de petróleo en Iraq, Irán y la península Arábiga (y más tarde en Libia y Argelia), y, sobre todo, su explotación masiva después de la segunda guerra mundial, dieron, sin duda, una nueva dimensión estratégica fundamental a la región, que fue convertida en un apéndice vital de la expansión europea y japonesa. Pero esta nueva dependencia no pudo sino acentuar el corte Norte-Sur y no atenuarlo, a pesar de sus consecuencias financieras locales (que no cobraron importancia más que a partir de 1973 y quizá por un tiempo limitado, que ahora toca a su fin). Tanto más cuanto que la integración europea al otro lado del mar permitió el milagro italiano y el despertar español de los años sesenta y setenta. Pero, al mismo tiempo, el petróleo indujo a las estrategias occidentales a considerar la región Mediterráneo-Asia occidental (incluidos Irán, el Golfo y la península Arábiga, y hasta el Cuerno de África) como una sola región. La geotopología de la guerra fría reforzó este punto de vista, pues la región constituyó una sola unidad, como prolongamiento de Europa occidental, en la perspectiva del cerco a la URSS. Además, la historia anterior–a través del Islam–había dado una cierta unidad a la región a pesar de su fragmentación política en Estados rivales, por lo demás no necesariamente «nacionales» en el sentido que toma el término en la ideología europea antes de convertirse en casi un dogma universal.
Nuestra reflexión se referirá, pues, a la «gran región» que engloba, en torno al Mediterráneo, a dos Nortes (el Occidente europeo y la URSS) y a un vasto Sur árabe, turco (a pesar de la proclamación de europeidad de los poderes de Ankara) e iraní. Porque no es posible separar–en las visiones estratégicas de los principales actores modernos (Estados Unidos, Europa Occidental y la URSS) así como en las respuestas y ajustes de los Estados del Sur aludido–a la Europa mediterránea de sus otros socios de la CEE, de los Estados constitutivos del mundo árabe y de los ribereños del Golfo.
- El análisis de las opciones político-estratégicas de todos estos interlocutores tiene que comenzar necesariamente con el debate de la estrategia de Estados Unidos [exclamdown]aunque no se trate de un país ribereño del Mediterráneo! La razón de ello es, simplemente, que Estados Unidos es el único Estado que tiene efectivamente una estrategia política y militar de dimensiones mundiales. Así fue durante todo el período de las guerras frías (1945-1989 ?) y así es todavía hoy, como lo demuestra la guerra del Golfo (enero/febrero de 1991), y, en mi opinión, lo seguirá siendo en el futuro visible. Para Estados Unidos, la región aludida es una región del mundo como las otras y como tal es tratada desde el punto de vista de los objetivos de su hegemonía mundial.
Este punto de vista singulariza el alcance de la región en el conflicto EsteOeste, que caracteriza, precisamente, al período de las guerras frías. Pues Estados Unidos fijó sus estrategias políticas y militares para esta región–como para todas las demás–situándose en este marco, definido, por lo demás, por él mismo. Lo cual no quiere decir, evidentemente, que este punto de vista tenga que inducirnos a descuidar los otros problemas de la región, así como no tiene que ofuscarnos la vista con respecto al futuro del enfrentamiento Estados Unidos-URSS, completamente puesto en tela de juicio por la aceleración de los acontecimientos en el Este a partir de 1989.
Aquí haré, pues, diez observaciones metodológicas preliminares.
En primer lugar: la guerra fría está tal vez en vías de llegar a su desenlace definitivo. Por lo menos, la indumentaria ideológica del enfrentamiento– presentado como la cruzada de la libertad contra la diabólica potencia de los soviets–ya no tiene credibilidad de hoy en adelante. No obstante, la URSS sigue siendo, a corto plazo, la única potencia militar de la talla de Estados Unidos, y el futuro a más largo plazo de la URSS–o de Rusia–sigue siendo una incógnita. Si su deterioro, junto con la erosión de su poderío militar, no es de excluir, tampoco lo es la resurrección de una nueva potencia rusa, aunque fuere capitalista. También es verdad que Estados Unidos tiene que contar tanto con una potencial poderío europeo como con Japón, que son, en lo sucesivo, competidores económicos reales. Una nueva geometría variable de la geopolítica acabará esbozándose y, en esta perspectiva, veremos que Estados Unidos podría ser inducido a continuar una política hostil a Moscú a pesar del fin de la guerra fría. De todas formas, la dominación de Estados Unidos en la región sur aludida constituye, a medio plazo, un excelente y eficaz medio de presión sobre Europa y sobre la URSS. La guerra del Golfo tenía ese objetivo estratégico.
En segundo lugar: el Sur árabe-iraní constituye la «primera» región de la periferia del sistema capitalista. «Primera» en el sentido, primero, de que, geográficamente, es la única región en contacto directo con el Norte en el hemisferio oriental (sólo México y el Caribe están en una posición similar en el hemisferio occidental con respecto al bloque Estados Unidos-Canadá); Japón, insular, se sitúa, por lo contrario, como Australia, en una región en que es él el que está considerado como aislado. Nuestra región bordea Europa, a una distancia de menos de 20 kilómetros en Gibraltar, a menos de una hora de avión desde Túnez; se extiende a lo largo de la URSS (donde, por lo demás, se prolonga en el Cáucaso y en Asia central). «Primera» también en el sentido de que su petróleo es vital para Europa y Japón. «Primera», por último, en el sentido de que la hechura histórica ha hecho de ella el adversario de Occidente por excelencia. He desarrollado esta observación en otra parte ( «Le systeme capitaliste mondial et les systemes antérieurs»). La región árabeiranio-turca islamizada constituía, en efecto, no sólo uno de los tres centros del mundo precapitalista tributario (siendo los otros dos China e India), sino, además, la vía de paso obligado para la periferia europea. Para constituirse en un nuevo centro, Europa se vio obligada a rodear la región islámica, abriéndose a la dominación de los mares y a destruir el monopolio de tránsito de los musulmanes. La hostilidad–que califico de neurótica–que pone frente a frente a los europeos y a los árabes y musulmanes proviene de estas circunstancias, más que de supuestas incompatibilidades religiosas. En el permanente enfrentamiento Norte-Sur, la región ocupa la delantera del escenario.
En tercer lugar: los «intereses» europeos no son necesaria, automática e íntegramente los que Estados Unidos consideran suyos. Sin duda, en la época del enfrentamiento duro Este-Oeste, Europa Occidental compartió con Estados Unidos el temor a los soviéticos (y a su sistema social), aunque habría que matizar el alcance real que representaba ese «peligro». Pero incluso entonces, los intereses de Estados Unidos y los de Europa, en las relaciones Norte-Sur, podían no converger necesariamente. Hoy parece fácil hacer la larga lista de las divergencias de intereses que podrían calificarse de «objetivas», ya sea en el marco de las reglas del sistema vigente (el capitalismo, por supuesto), como, con mayor motivo, en una perspectiva de evolución social a más largo plazo. Con todo, las percepciones de estas convergencias y divergencias de intereses en las clases políticas y en las opiniones públicas pueden ser obstáculos para la expresión de una autonomía de las opciones políticas de los Estados europeos y de la Europa comunitaria como tal. Se tendrá que dedicar al análisis de estos problemas una atención no menor que la dedicada al análisis de las posiciones estadounidenses.
En cuarto lugar: los diferentes países europeos se enfrentan con problemas particulares de cada uno de ellos en sus relaciones mutuas y en las que los acercan a los diferentes Estados árabes o los separan de ellos. Por ejemplo: todavía existe para España un problema de Gibraltar, Ceuta y Melilla; para Grecia y Chipre, un conflicto con Turquía; como Francia y Gran Bretaña todavía tenían una activa presencia colonial hasta la aventura de Suez (1956), el fin de la guerra de Argelia (1962) y la descolonización de Adén y del Golfo (1968-1970), tal vez todavía tienen posiciones que defender (¿o reconquistar?). Es evidente que estos «intereses»–y su percepción–están integrados en las posturas políticas y militares de los interlocutores de que se trata.
En quinto lugar: si el mundo árabe e iraní está enfrentado con el Norte en su globalidad por su subdesarrollo y su dependencia económicas, lo que se juega socialmente en este enfrentamiento es evidentemente diferente para las diferentes clases sociales árabes e iraníes. Las opciones políticas de los poderes reflejarán evidentemente estos contrastes. La vulnerabilidad, y también la fragilidad, de los poderes en esta región del mundo, como en todo el Tercer Mundo, impiden razonar, tanto a estos Estados como a los de Occidente, en términos de «estabilidad». Las dificultades de la gestión de una sociedad compradorizada seguirán siendo, en mi opinión, insalvables (la caída del régimen del Shah en pleno auge del desarrollo capitalista iraní es ejemplar a este respecto).
En sexto lugar: el conflicto palestino es uno de los ejes centrales de cualquier reflexión seria sobre la región. Pues no se trata de un conflicto regional entre otros, sino de la amenaza de una colonización de asentamientos europea expansionista que pone en tela de juicio la existencia misma del pueblo árabe de Palestina y de las regiones vecinas «desde el Nilo hasta el Eufrates». En ello hay un aspecto del enfrentamiento Norte-Sur sin igual en otras partes.
En séptimo lugar: el mundo árabe se enfrenta con un reto histórico primordial: ¿será o no capaz de realizar su unidad? En el horizonte inmediato, los poderes establecidos en los diferentes Estados árabes no perciben esta unidad ni como una exigencia vital (más allá de la retórica, que siempre es unitaria), ni siquiera como deseable, como digna de sacrificarle ciertos intereses locales. Por lo contrario, éstos ocupan la delantera del escenario, hasta el punto de ocasionar frecuentes conflictos interárabes (Marruecos-Argelia a propósito de las fronteras y del Sahara occidental; Siria-lraq, teniendo como base las divergencias de punto de vista de las fracciones del Baaz; Yemen, Arabia Saudí; Iraq-Kuwait; etc.). A estos problemas se añaden los particulares de cada una de las sociedades árabes, algunos de los cuales tienen una amplitud tan dramática que es legítimo hablar de guerra civil (el ejemplo más evidente de ello es Líbano). Esto no quita que la unidad árabe es, sin duda, una exigencia objetiva a largo plazo que la evolución mundial impone, y que esta unidad, por las profundas raíces culturales e históricas que tiene, no es una «utopía»: incluso lo es menos, desde este punto de vista, que la construcción europea. La sociedad árabe, como todas las sociedades del mundo, está atravesada por corrientes de opinión y aspiraciones profundas divergentes, centrífugas unas (los «intereses locales» y específicos), centrípetas otras. Es necesario analizar estas corrientes, medir sus fuerzas y sus posibilidades, sobre todo en el seno de la corriente unitaria, dividida entre visiones «bismarckianas» y visiones respetuosas del acercamiento gradual y democrático. Como también es necesario analizar las razones de la hostilidad de las potencias, especialmente de Europa, con respecto a ellas.
En octavo lugar: el mundo árabe no está enfrentado sólo con su vecino europeo. También mantiene relaciones con sus vecinos del Tercer Mundo, que los actores (potencias exteriores, Estados árabes, Estados africanos, Turquía, Irán, Afganistán, Pakistán) integran, naturalmente, en su visión estratégica global. Relaciones de «cooperación Sur-Sur» (a este respecto, la cooperación árabe-africana es ejemplar); relaciones conflictivas (Mauritania-Senegal, problemas de los tuaregs, Libia-Chad); relaciones históricas vitales del valle del Nilo (Egipto-Sudán-Etiopía-Uganda); relaciones árabe-iraníes fluctuantes y conflictos en tomo al Golfo; problemas a la vez internos y externos en relación con la cuestión de ciertas minorías (sur de Sudán, kurdos): el cuadro es complejo en sumo grado. Lo es tanto más cuanto que el mundo árabe forma parte del conjunto islámico más amplio y por eso mismo está atravesado por las percepciones de estos problemas propias de las corrientes islámicas contemporáneas.
En noveno lugar: el análisis de la geopolítica tiene que situarse necesariamente en la perspectiva dinámica de un mundo en evolución acelerada tanto desde el punto de vista de sus estructuras económicas (tránsito de la economía internacional a una economía mundial–ver L’empire du chaos–, nuevos retos tecnológicos, etc.), como desde el punto de vista de la conciencia emergente de los nuevos problemas de una dimensión ecológica planetaria. También la evolución acelerada de los armamentos constituye para todos los actores del escenario mundial un dato ineludible.
En décimo lugar: como ya se dijo, no basta el eventual descubrimiento de los intereses en juego. Es igualmente importante distinguir cómo son percibidos estos intereses por los actores políticos, sociales y militares, cómo ven estos actores a «el otro» o «los otros». ¿Los perciben como «enemigos fundamentales» (o potencialmente tales) o como «adversarios coyunturales»? Evidentemente, entre estos actores habría que distinguir aquí a los representantes de los poderes (la clase política en el gobierno o en la oposición coyuntural) y, entre éstos, dar un lugar particular al «establishment» militar que, en ciertos casos, tiene un peso específico, no sólo en los Estados dei Tercer Mundo gobernados por militares, sino también en los países de «tradición militar»–por ejemplo, España–y hasta en las democracias parlamentarias, donde el «establishment» militar puede estar en colusión con intereses económicos particulares y poderosos, como es el caso del complejo militar-industrial de Estados Unidos. Y también habría que conocer mejor las corrientes de la opinión pública, aun cuando ésta pueda ser moldeada a través de los medios de comunicación controlados por los poderes (en Occidente lo mismo que en otras partes y quizá incluso más, pues con más eficacia).
II. La estrategia política y militar de hegemonía de Estados Unidos
Como se dijo, el análisis de la geopolítica de la región Mediterráneo Golfo impone un examen previo y privilegiado de las concepciones estratégicas de Estados Unidos con respecto a esta parte del mundo. La razón de ello es que la hegemonía estadounidense es la primera en la historia en haber desarrollado una ambición planetaria total y en haber instalado sistemáticamente los medios para ello.
- Sin duda, en la historia se han conocido otras hegemonías antes de la de Estados Unidos. Habría que precisar que el concepto mismo de hegemonía tendría que ser definido de manera más rigurosa de lo que suele hacerse. Sistematizado, entre otros, en los análisis que se inspiran en el paradigma del «sistema mundial», el uso del término, como todo lo que sufre la ley del éxito de moda, corre peligro de perder cualquier sentido preciso para convertirse en el equivalente banal de «potencia».
Por mi parte creo que hay que distinguir las épocas anteriores al capitalismo de la de nuestro mundo capitalista moderno y, en consecuencia, evitar la generalización transhistórica que, por definición, se sitúa necesariamente en un nivel de abstracción tan elevado que borra las especificidades esenciales y, de ese modo, su vuelve incapaz de explicar los acontecimientos reales. En las épocas anteriores al capitalismo no hay sistema económico (o político, o cultural) mundial. Lo que denomino sociedades tributarias, que constituyen la forma general de las sociedades avanzadas durante los dos mil años anteriores al Renacimiento europeo (el año 1500), son sociedades administradas de otro modo que por los principios de la alienación económica propia del capitalismo. Las sociedades tributarias constituyen, por eso, conjuntos regionales, cuya unidad tiene su base principal en la organización del poder político y en la forma de su legitimación ideológica. En esas constelaciones se reconocen, desde luego, núcleos de poderío señalado y regiones más débiles, que se pueden denominar «centros» y «periferias». Por ejemplo, Bizancio, el Califato musulmán, la China imperial, el Estado Gupta constituyen evidentes potencias «centrales», y la Europa feudal, el Asia central, el Asia sudoriental y el África subsahariana, áreas «periféricas» a la vez menos avanzadas, menos poderosas y, sobre todo, más desagregadas desde el punto de vista del ejercicio de los poderes. En las primeras, la centralización del poder posibilita la del excedente tributario, que, por eso mismo, cobra una rica variedad de formas, se convierte en objeto de intercambios mercantiles desarrollados y extensos, y sostiene un desarrollo civilizatorio más avanzado. Entre las otras–en las periferias–, el excedente tributario sigue siendo fragmentado y, por eso mismo, relativamente pobre. Pero las relaciones entre los centros tributarios y sus periferias no son ante todo relaciones de explotación económica, como lo será en el mundo capitalista moderno (aun cuando elementos de explotación económica hayan existido aquí y allí en las épocas anteriores). He definido los conceptos de centro y de periferia para estas épocas por el grado de centralización estatal y la forma–acabada o no–de la expresión ideológica tributaria. Por eso, las «potencias» de ese mundo antiguo buscan extender el área de su dominación política en forma de aspiración a crear imperios. En este sentido se puede calificar al centro califal o al de las dinastías imperiales chinas de «hegemónico». Pero se trata de hegemonías políticas y culturales regionales, no de una hegemonía económica mundial. Que los centros de que se trata hayan estado en relación más estrecha de lo que se suele creer, por medio del comercio a larga distancia, y que, por esto, se pueda proponer ver la existencia de un «sistema mundial», al menos en ciertos aspectos, no modifica nuestra tesis.
La hegemonía ejercida en el moderno sistema capitalista mundial es completamente distinta. Pero también aquí hay que matizar y precisar los conceptos. Desde su origen, el capitalismo tiene una vocación de conquistar el mundo. La razón de ello es, muy simplemente, que el traslado de la dominación de la instancia político-ideológica propia del sistema tributario a la dominación económica característica del capitalismo inicia un desarrollo prodigioso–y prodigiosamente rápido–de las fuerzas productivas (y, por lo tanto, de los medios militares), sin medida común con el de las épocas anteriores. Aquí se observa que la explosión exponencial del «crecimiento económico» es obra del capitalismo; pero también es su cáncer, en el sentido de
que si la civilización humana no sabe liberarse de este totalitarismo economicista (que se despliega a través del consenso monolítico de la opinión pública en Occidente y, de ese modo, desvía a la democracia de su sentido humano), el capitalismo no puede conducir más que a la barbarie, incluso al suicidio planetario. La conciencia de esta «superioridad» del nuevo sistema da a los europeos la seguridad de que van a poder conquistar el mundo; y es por eso que doy a esta conciencia el carácter de un cambio cualitativo en la historia universal.
Pero la conquista del mundo por el capitalismo no se hará en un día. La unificación efectiva del planeta bajo su cayado es reciente y, apenas realizada, está inmediatamente en peligro. En efecto, casi no es posible hablar de un sistema capitalista mundial antes de la segunda mitad del siglo XIX, es decir, antes de que la apertura de China por la guerra del opio (1840) y la del Imperio Otomano en la misma fecha, el control de India después del aplastamiento de la rebelión de los cipayos (1857) e incluso, más tardíamente todavía, la conquista del África subsahariana (después de la Conferencia de Berlín de 1885) hubieren garantizado efectivamente un campo planetario a la acción de la ley del valor mundializado. Ahora bien, apenas constituido, el sistema capitalista mundial estalla con la revolución rusa de 1917, que se desconecta. Aunque esta desconexión, extendida a Europa oriental y a China después de la segunda guerra mundial, esté en vías de ser abandonada, habrá durado, con todo, ochenta años, más que la unificación del mercado mundial, que sólo duró unos treinta años, atravesados por el conflicto de las potencias imperialistas (Gran Bretaña, Alemania, Francia, Estados Unidos). Y si la perestroika y la política de Deng han de conducir a reconstruir un sistema mundial relativamente integrado, eso no quiere decir que éste no esté de nuevo inmediatamente en peligro de explosión, ni que no esté de nuevo atravesado por el conflicto entre sus centros económicos rivales.
El tema de las hegemonías debe, pues, ser repuesto en este marco que matiza su alcance. La economía ‘ mundial’ (capitalista) de los tres siglos del mercantilismo (siglos XVI, XVII y XVIII) no integra las vastas regiones de Asia y de África, que le son todavía exteriores. Las hegemonías cuya sucesión se señala sólo tienen sentido en el área de la economía «mundial» y no tienen alcance planetario. Pero incluso en este marco matizo fuertemente el sentido de esas «hegemonías». La de las Provincias Unidas (Holanda), a la que se refieren numerosos escritos inspirados en el paradigma del sistema «mundial», no tiene el alcance que se le atribuye. Se trata de una ventaja cierta, pero modesta, de la que Holanda saca provecho desde el punto de vista marítimo y financiero. El tratado de Westfalia (1648) recuerda rápidamente que las principales potencias europeas siguen siendo Inglaterra, Francia, los Habsburgo (España-Alemania), junto con las potencias decadentes (las ciudades italianas) y las nuevas fuerzas ascendentes (Suecia, Prusia, Rusia). La primera hegemonía inglesa–la del siglo XVIII–es más seria, pero todavía limitada, en realidad, a la dominación, con medios marítimos, de las relaciones con las periferias de entonces (América y el comercio levantino e indio). Europa permanece fuera del campo de esta hegemonía. Incluso después de la derrota napoleónica, el Congreso de Viena (1815) recuerda que el orden europeo está basado en el equilibrio de las potencias continentales (Francia, Prusia, Austria, Rusia). E incluso después de que Inglaterra hubiese demostrado su nueva superioridad industrial y financiera y se hubiese constituido efectivamente en dueña de los mares, dominando de ese modo el conjunto del sistema que comienza sólo a volverse mundial, es, no obstante, verdad que esta potencia está limitada en el continente europeo por la autonomía de los capitalismos nacionales y su poderío militar, limitada incluso en ultramar por la formación de otros imperios o zonas de influencia y rápidamente impugnada en el mar mismo por la constitución de otras flotas modernas. La segunda hegemonía británica, que se suele extender a lo largo del siglo XIX (1815-1914, prolongado hasta 1945), no tiene el carácter que se le atribuye. Pues no sobrepasa lo que los especialistas de temas militares llaman en su jerga el «Sea Power» (poder sobre los mares). Inglaterra no dispone de un ejército capaz de intervenir en el continente europeo; sólo puede prolongar su «Sea Power» en las regiones de ultramar débiles (no capitalistas centrales), donde basta el cuerpo expedicionario colonial (compuesto por indios, por lo demás) (un poco como la «Rapid Deployment Force» de hoy). Huelga añadir que, a partir de 1880 y durante todo el período de las dos guerras mundiales (1914-1945), Inglaterra no ejerce ninguna hegemonía política y militar, y pierde gradualmente su ventaja industrial y financiera.
Para la época misma del capitalismo moderno, pues, en mi opinión, las hegemonías siguen siendo la excepción–siendo la regla la rivalidad entre los centros–y permanecen frágiles e imperfectas, del mismo modo que también la unidad del sistema económico mundial sigue siendo la excepción, y su fragmentación, la regla. La razón de ello es el carácter polarizante del capitalismo, que éste no puede superar. Esta tesis, esencial en mis propuestas teóricas relativas al capitalismo, explica la fragmentación que se manifestó con las «revoluciones socialistas»–a partir del rechazo de los pueblos periferizados de someterse a la lógica de la expansión capitalista–y que, mañana–si el sistema mundial llegara a ser reconstituido–, no dejará de manifestarse de nuevo (en el Sur y en el Este).
- ¿Es diferente la nueva hegemonía de Estados Unidos a partir de 1945? Hago notar, en primer lugar, que ésta no es planetaria: cercaba al bloque euroasiático «comunista», el cual, por otra parte, se había proclamado sistema alternativo («socialismo»), y (aún) no ha reconquistado la URSS y China. Si lo consiguiese (lo que de ningún modo me parece seguro), chocaría inmediatamente con una nueva ola de fuerzas centrífugas (nuevas rebeliones de la periferia Sur y Este) y con una competencia intercentros intensificada. Con todo, es verdad que a escala del reducido mundo que dominaba Estados Unidos («el mundo libre» en la jerga ideológica de la guerra fría), su hegemonía era (y lo es todavía) considerablemente más real que la de su (único) predecesor británico.
Esta superioridad no tiene su fuente principal en la economía. Sin duda alguna, la superioridad estadounidense en 1945 era aplastante por el hecho mismo de que la guerra que había asolado Europa, la URSS, China y Japón había sido, por lo contrario, motivo de un prodigioso desarrollo tecnológico en Estados Unidos. Pero, en dos décadas, el Japón y la Europa restablecidos se han convertido de nuevo en serios rivales económicos y financieros. La superioridad de Estados Unidos en estos campos sólo ha durado menos tiempo que la de Inglaterra en el siglo XIX. El elemento verdaderamente nuevo en el ejercicio de la hegemonía se sitúa en el terreno militar. Desde el arma atómica y el desarrollo de la aviación, y luego de los misiles, la capacidad destructora de la intervención militar para quienquiera que disponga de una ventaja sobre su enemigo en estos campos ya no es en modo alguno la –limitada–de las flotas (incluso dominantes de los mares) y de los cañones, que han dado forma a la guerra hasta 1945. Ya no hay lugar en el planeta que esté al abrigo de esta potencia destructora. Ahora bien, en este terreno, Estados Unidos sólo tiene un competidor–por lo menos hasta ahora–, la URSS, y tal vez esté en vías de convertirse en la única potencia militar planetaria. Algunos otros no tienen, en el mejor de los casos, más que una capacidad de respuesta limitada, que no llega al nivel de la disuasión más que para la URSS. Pero hay más. A la inversa de Inglaterra, Estados Unidos dispone de fuerzas armadas que prolongan su intervención «de lejos» con una ocupación efectiva del terreno en caso necesario. Sin duda hay que matizar esta observación: en el terreno europeo, sus capacidades están reforzadas (sin duda suficientemente) por los ejércitos europeos (Gran Bretaña, Francia, Alemania, y también España, Italia, etc.), hasta el punto, sin duda, de poder «contener» a la URSS (o invadirla), si eso estuviese en el orden del día (pero no lo está, nunca lo estuvo, y la URSS nunca tuvo la intención de invadir Europa occidental); en Extremo Oriente, el ejército japonés podría ser reconstituido rápidamente para hacer frente al de China, al de Vietnam y al de Corea. ¿Y en otras partes? ¿Es imaginable que los ejércitos estadounidenses puedan enredarse en una larga ocupación (más allá de «bases» aceptadas por los poderes locales) en el Tercer Mundo? La hegemonía de Estados Unidos, incluso en su dimensión militar, tiene límites.
Esto no impide que Estados Unidos tenga una concepción planetaria de su hegemonía global, económica, política y militar. Es la única potencia que ha organizado su mando militar a escala planetaria (cercando al bloque URSS-China). La URSS no tiene–nunca tuvo–ambición paralela, sino sólo, como se verá, contraplanes defensivos que han desarrollado antenas más allá de su explanada.
La geopolítica del mando militar planetario de Estados Unidos es una verdadera geopolítica y no sólo una geoestrategia. Con eso quiero decir que las tareas asignadas a los diferentes mandos regionales son definidas en función de concepciones específicas del carácter político de la amenaza, diversas de una a otra región.
El Mando «Home» (Estados Unidos-Canadá-México), con su prolongamiento hacia el Caribe y Centroamérica, debe ser capaz de intervenir, masivamente si es necesario, porque el traspatio de Estados Unidos (México, Centroamérica y el Caribe) tiene que permanecer bajo la absoluta dependencia política respecto a Washington. En este espíritu, Cuba sólo es tolerada provisionalmente, por la circunstancia del equilibrio soviético-estadounidense (capaz, pues, de evolucionar en un sentido favorable a Estados Unidos). Las intervenciones en Granada, Panamá, Nicaragua demuestran la realidad del concepto estadounidense de «seguridad» en esta región, aunque, evidentemente, los medios de intervención exigidos en los casos mencionados siguieron siendo modestos. Pero ¿qué pasaría si el pueblo mexicano llegara a poner en entredicho el orden social en su país? El caso no está.previsto. Tanto para México como para el conjunto de América Latina, la estrategia de Estados Unidos se basa en la hipótesis de que su alianza con las clases en el poder es sólida y durable: no se prevé ninguna «revolución» en la región. Los medios de intervención del Mando Sur (South Command), que tiene la responsabilidad de Sudamérica, son, por esto, mínimos. Eso no significa que Estados Unidos no tenga presente ninguna intervención en el continente que, desde la proclamación de la doctrina Monroe (1823), es «suyo». Al contrario, se permite inmiscuirse permanentemente en las políticas locales. Pero los medios «políticos»–organización de golpes de Estado, asesinatos políticos, etc.–le parecen suficientes. Incluso en la época de las guerrillas guevaristas en los años sesenta y setenta (que se prolonga en Perú hasta el día de hoy), Estados Unidos no ha parecido estar demasiado preocupado. En cuanto a la forma de los poderes más adecuada para el ejercicio de su dominación, no es objeto de ninguna sistematización a priori. A pesar del discurso actual (y tal vez sólo coyuntural) favorable a la «democracia», Estados Unidos no ha expresado pesar por su anterior apoyo a las dictaduras militares (el propio presidente Bush, hoy apóstol de la democracia, desempeñaba importantes responsabilidades cuando la CIA derrocó y asesinó a Allende en Chile, en 1973). Se prefiere la democracia o la dictadura según que una u otra forma sea capaz de servir mejor, en la coyuntura, a los intereses de la expansión del capital norteamericano en el sur del Río Grande. Además, Estados Unidos se arroga el «derecho» de intervenir militarmente, si llega el caso, pero sólo proyecta intervenciones breves (tipo Panamá) por medio de las fuerzas de intervención rápida. El nuevo pretexto inventado para la futura legitimación de eventuales intervenciones es la «lucha contra el narcotráfico» (como si este tráfico no estuviese alimentado por la demanda interna de Estados Unidos y como si la lucha contra la droga pudiese ser llevada a cabo eficazmente de otro modo que con una lucha interior contra este mal).
El Mando Atlántico está dividido entre el Atlántico Norte y el Atlántico Sur. En la primera región está la máxima concentración militar de Estados Unidos. Protege, en efecto, Europa occidental, con sus dos prolongamientos: el Magreb y la región Turquía-lsrael-Siria/Líbano. Aquí, Estados Unidos ha afrontado la concentración soviética reforzada con el Pacto de Varsovia hasta su disolución en abril de 1991. Su instrumento es la OTAN, que pone bajo el mando estadounidense integrado al conjunto de los ejércitos aliados, incluida España desde su ingreso en la OTAN en 1982. Francia, que salió formalmente de este mando en la época de De Gaulle, sigue estando de facto, evidentemente, en una situación poco diferente, tanto que, desde la guerra del Golfo (en la que el contingente francés fue puesto bajo el mando estadounidense), se habla de que Francia se reintegre en todas las estructuras de la OTAN. La alianza militar que representa la OTAN ha sido legitimada, como se sabe, por el «fantasma» del comunismo. La estrategia ideológica de la guerra fría había sido movilizada con este fin. Pero aquí hay que recordar que la guerra fría fue iniciada por Estados Unidos y no por Stalin, como ha hecho creer mucho tiempo (y lo sigue haciendo) la propaganda occidental. ¿Qué ocurre hoy? Es difícil seguir creyendo que la URSS persigue intenciones agresivas con respecto a Europa. Sin embargo, ni hablar de liquidar la OTAN, sino, al contrario, se tiene intención de darle nuevas «funciones» militares (intervenciones en el Tercer Mundo árabe, iraní y africano) y políticas. Luego se verán las razones por las que Estados Unidos ha elegido esta opción y por las que Europa parece haberse sumado a ello. La inclusión del Magreb y del Oriente Próximo mediterráneo (Israel y Líbano) en la zona de competencia de este mando recuerda esta otra función de la OTAN, sobre la que reinaba tanto silencio que parecía posible justificar la organización sólo con la «amenaza» soviética. Aquí, la presencia de Estados Unidos, en el marco de la OTAN, está reforzada con impresionantes bases continentales, de cuyo destino se volverá a hablar con motivo del debate sobre el famoso tema del «sharing» (el reparto de la carga). También en este marco cobra toda su importancia el debate sobre el prolongamiento del «Sea Power» por una fuerza militar continental.
No hay un debate análogo referente al área del Atlántico Sur, que depende del «Atlantic Command»y cuyos medios competen exclusivamente a las técnicas del «Sea Power». El África subsahariana (excepto el Cuerno de África) cae dentro de la competencia de este mando. Al igual que de Sudamérica, no se considera que de esta región pueda provenir ningún «peligro». Estados Unidos ni siquiera ha desarrollado una fuerza de intervención rápida específica para esta región. Cuenta con que dos aliados pueden encargarse de esta función: Francia y Sudáfrica. Las intervenciones de los paracaidistas franceses para volver a poner en su puesto a algún dictador en apuros aquí o allí (por ejemplo, Mobutu) o para hacer frente al «expansionismo árabe» (libio en Chad) deben ser clasificadas en esta rúbrica. Aparentemente más peligrosa fue, a lo largo de los últimos quince años (1975-1990), la radicalización de los regímenes de Angola y de Mozambique (y, más moderadamente, de los de Zimbabwue y de Madagascar) y el apoyo militar que les daban la URSS y Cuba. Pero, en esa época, Estados Unidos se contentaba con la intervención de Sudáfrica. La desestabilización emprendida por este medio ha dado sus frutos, y la probable evolución de los regímenes en los países aludidos, después del acuerdo de Nkomati para Mozambique (1983) y de la salida de las tropas cubanas de Angola (acabada en 1991), ya no preocupa. Por eso, esta victoria permitía a Estados Unidos tener en perspectiva «abandonar» a los extremistas del «apartheid» en Sudáfrica para apoyar una solución de compromiso neocolonial capaz de estabilizar toda la región. La clarividencia de los «nacionalistas» blancos de Sudáfrica (De Klerk) ha sido comprender que corrían peligro de pagar la factura del nuevo compromiso y adelantarse, ganando por la mano a sus asociados, los «liberales» anglófonos del país. Aquí viene inmediatamente a la mente un paralelo con lo que podría ocurrir a propósito de la cuestión palestina, del que volveremos a hablar.
El Mando del Pacífico cubre el más considerable de los espacios geográficos y humanos: no sólo la totalidad de los océanos Pacífico e Indico, sino también, en torno a ellos, las concentraciones humanas e industriales de Japón, Corea, Taiwan, del Asia sudoriental, de Australia y del subcontinente indio. Aquí volvemos a encontrar el debate referente al eventual prolongamiento del «Sea Power» por fuerzas continentales. Aquí, Estados Unidos puede contar con la Inglaterra de las antípodas (Australia y Nueva Zelanda), tan incondicionalmente alineada con Washington ([exclamdown]a pesar del hecho de que estos países no están realmente amenazados por nadie!) como la vieja madre patria. Así como puede contar con la fidelidad de Japón (¿hasta cuándo?), de Corea y de Taiwan (con los problemas que ha traído aparejado el reconocimiento de Pekín), de la ASEAN [Asociación de Naciones del Asia sudoriental], cuyos miembros (Filipinas, Tailandia, Malasia, Indonesia) comparten el credo estadounidense, todo reforzado por poderosas bases norteamericanas (Okinawa, Filipinas, Diego García), apoyo logístico de posibles intervenciones, sea por despliegue rápido, o en una estrategia militar más larga. En estas circunstancias, el neutralismo indio no es un «agujero» molesto en la red de los medios de acción de Estados Unidos. Por supuesto, la geopolítica de la región no es menos compleja que la de Europa y no puede ser reducida a una visión unidimensional, como para Sudamérica y el África negra. Japón es el primer competidor económico y financiero de Estados Unidos; es capaz de reconstituirse como fuerza militar en un abrir y cerrar de ojos; y ha desarrollado su propia área de influencia en Asia sudoriental. Pero la estrategia política de Estados Unidos está basada en la hipótesis, plausible, de que Japón no tiene una opción alternativa a su subordinación a la alianza con Estados Unidos, pues está arrinconado entre la URSS–aunque ésta ya no sea sentida como un peligro real (por esto, la cuestión de las Kuriles cobra cierta importancia)–, Corea (que no tiene simpatía por Japón y además es un competidor potencial, aunque se quede segundo) y China (de la que uno difícilmente se imagina que acepte un liderazgo japonés en la región y que siempre se puede acercar a Moscú). En estas condiciones, Estados Unidos piensa que, en caso de «necesidad»–es decir, de desarrollo de una situación revolucionaria en el Asia sudoriental–, podrá intervenir y contar con el apoyo de Japón. Con todo, aquí, la estrategia estadounidense es ciertamente más vulnerable que en otras partes por el solo hecho de la masa demográfica que un movimiento revolucionario podría movilizar en el sudeste asiático. En Filipinas, donde, sin embargo, se ha arrogado un «derecho» de intervención permanente, Estados Unidos se ha contentado hasta ahora con apoyar a los regímenes sucesivos de Marcos y de Aquino. Pero ¿qué pasaría si pueblos como los de Indonesia, Thailandia o India se levantaran contra el sistema?
El Mando Central cubre una región extremadamente sensible: Oriente Próximo [o Medio], hasta Pakistán, el valle del Nilo y el Cuerno de África. Sin duda, la concepción misma de este mando es producto de una visión marítima (el Mar Rojo y el Golfo, espacios encerrados por Suez, Adén y Ormuz), y la imbricación de los problemas en la región implica una estrecha cooperación con el mando europeo (y, por lo tanto, con la OTAN), puesto que Israel depende de este último. Con sus vitales riquezas petroleras, la inestabilidad de los regímenes y la potencial virulencia de los nacionalismos árabe e iraní la región es declarada (como Centroamérica y el Caribe, y como Europa misma) de importancia «vital» para Estados Unidos. Aquí, el aliado considerado como incondicional es Israel, al que Estados Unidos está ligado desde el principio de la década de los ochenta por una alianza-integración multidimensional; los demás, incluso los tradicionalmente más sometidos (Arabia Saudí), no son más que aliados coyunturales (en Washington se acordarán durante mucho tiempo cómo el Shah de Irán, considerado como inquebrantable, perdió su trono). La guerra del Golfo ha demostrado que, en esta región, Estados Unidos estaba dispuesto a considerar el uso de grandes medios. Examinaremos, evidentemente, de más cerca los problemas que esta región plantea a Estados Unidos y al conjunto de potencias occidentales, así como a la URSS.
- La estrategia militar estadounidense está, por supuesto, al servicio de una política. Por lo tanto es importante definir el carácter exacto de sus objetivos, cuya dimensión dinámica habrá que integrar, puesto que el «mundo» cambia y, en este marco, los «intereses estadounidenses» también evolucionan. Por otro lado, la propia percepción de estos intereses es diversa según los círculos y las corrientes de pensamiento en el seno mismo del «establishment» dirigente.
Como toda potencia hegemónica, Estados Unidos es favorable al statu quo. Aunque todavía hay que definir el contenido de éste y adaptarlo, a pesar de todo, a las evoluciones mundiales. Desde este punto de vista, el «estahlishment» estadounidense está ganado en su conjunto a la idea de que lo esencial en este statu quo consiste en garantizar un «ambiente favorable para la libre empresa» (leer, por supuesto, extranjera). Así como Gran Bretaña definía no hace mucho el orden «natural» por la libertad de comercio (free trade), Estados Unidos lo define por la libertad de empresa (free enterprise). Esta libertad no existía hasta ahora, por definición, en los países del Este; de ahí su calificación de «satánicos», pues violaban–por su desconexión efectiva–ese orden «natural». En el Occidente europeo, esa libertad podía ser amenazada por los partidos comunistas, y, por este motivo, Estados Unidos rechazaba la idea de su asociación al gobierno. Por esto, Washington desempeñó un papel decisivo en su eliminación de las coaliciones gubernamentales en Francia e Italia en 1947, a pesar del hecho de que estas coaliciones no ponían en tela de juicio el principio de la libertad de empresa. Hoy se sabe que ese temor–verdadero o fingido–duró poco y que la OTAN encubrió una organización de tipo terrorista encargada de organizar golpes de Estado (al estilo latinoamericano) en caso de que se hubiera «violado» ese principio, aunque fuese por el sistema electoral y parlamentario y en el marco de éste. Se sabe incluso que hoy, a pesar de los esfuerzos del PC italiano para «hacerse admitir», persiste el anatema contra él y que, por esto, el «compromiso histórico» que propuso es rechazado por Washington y, por consiguiente, por la Democracia Cristiana y el Partido Socialista Italiano, por lo menos hasta hoy. En el Tercer Mundo, el concepto excluye, de oficio, cualquier desviación nacionalista radical, aun cuando estuviera muy poco teñida de «marxismo», puesto que amenaza «el ambiente regional (y no sólo nacional) de inversión».
La diversidad de opiniones en el seno del «establishment» estadounidense se sitúa en el haz definido por esta base de consenso común. En la literatura vulgar, popularizada por los medios de comunicación, se opone fácil y frecuentemente la tendencia «aislacionista» de Estados Unidos, llamada tradicional, a la que se alimenta de la idea de una «vocación universal», casi religiosa, del papel de Estados Unidos. Esas son pamplinas. Estados Unidos ya no es aislacionista y no está dispuesto a volver a serlo. Al contrario, es la única potencia que proclama, desde 1945, que tiene intereses que defender en el mundo entero. La nueva conciencia de la dimensión ecológica planetaria de ciertos problemas le sirve incluso de pretexto adicional para proclamar su vocación de desempeñar un papel del tamaño de sus capacidades tecnológicas (y militares), que, efectivamente, tienen un alcance mundial. Con esta intención, el «establishment»estadounidense no ve un inconveniente estratégico en el desarrollo de una «conciencia verde». Claro está que no se trata de considerar que la polarización mundial–es decir, la miseria material que el capitalismo entraña necesariamente para las tres cuartas partes de la humanidad–pueda constituir «el» problema principal de nuestra época. No se trata de imaginar que a estas tres cuartas partes de seres humanos les esté permitido consumir (o derrochar) lo que le está permitido a la cuarta parte superior, constituida por occidentales. ¿A dónde iríamos? ¿A dónde iría el planeta Tierra?
El debate estadounidense es, pues, más modesto. Todos son «intervencionistas» (a escala planetaria), unos «unilateralistas» y otros «coalicionistas», para repetir la jerga de los propios politólogos estadounidenses. Unos y otros comparten el mismo punto de vista de que el único peligro verdadero que amenaza a Estados Unidos proviene del hecho de que no está fuera del alcance de las armas soviéticas. Pero los primeros piensan, tal vez con alguna arrogancia, que Estados Unidos puede y debe afrontar solo el desafío, que la «protección» de los europeos (y todavía menos la de los japoneses) no es su problema y que, si es preciso, la supervivencia de Europa debería ser sacrificada, si fuera necesario, para evitar el desastre a Norteamérica. Los otros piensan que el enfrentamiento exige la movilización positiva de Europa (y accesoriamente la de Japón) junto a ellos. Es a partir de ahí que las cosas pueden comenzar a tornarse confusas. Pues si los europeos tienen algo que ofrecer–en la defensa de Occidente–, entonces ¿no deberían compartir con Estados Unidos la hegemonía–común, por supuesto–en el planeta, sobre todo sobre esos «salvajes» del Tercer Mundo? Aquí vuelve a encontrar entonces un lugar el discurso universalista estadounidense.
Pero desde el momento en que los socios de la OCDE son considerados como asociados y ya no como aliados subalternos, desde el momento en que sus intereses propios son reconocidos como legítimos, se pasa de una visión maniquea estática a la de una estrategia dinámica que es menester adaptar a la evolución del mundo. Si los aliados subalternos se han convertido entretanto en adultos capaces de competir con Estados Unidos en el terreno mismo de la libre empresa ¿no ha llegado el momento de revisar las modalidades de la alianza y los objetivos del statu quo que hay que defender? Ahora bien, paralelamente a esta evolución continua desde 1945, por la que Europa y Japón volvieron a subir la cuesta, el desafío militar soviético parece haber seguido una curva en U invertida. Inferior a Estados Unidos en 1945, la URSS acelera primero su reconversión a lo nuclear y luego se lanza a una carrera de recuperación militar (lo digo bien claro: recuperación, y no demostración de una superioridad), que gana en las décadas de los cincuenta y sesenta. Sucediendo al artífice de esa recuperación–Stalin–, Jruschov, lleno de suficiencia, da paso a las ambiciones «socialimperialistas» de Bréchnev (de las que volveremos a hablar más tarde), antes de que los hechos probaran que la URSS iba a perder el aliento en esta carrera antes que Estados Unidos. Hoy hemos llegado a este extremo, que resplandece en evidencia. Entonces, en estas circunstancias, en que Europa y Japón se han fortalecido por lo menos económicamente y la amenaza militar de la URSS ha perdido cualquier credibilidad, ¿por qué no podría el conflicto de intereses entre Estados Unidos, Europa y Japón recobrar la importancia que no podía tener en la segunda posguerra mundial?
- La estrategia de Estados Unidos se ha fijado un objetivo capital primordial: impedir la unificación de Eurasia–es decir, concretamente hoy, un acercamiento posible entre Europa Occidental, la URSS y China–, vivida como una pesadilla. ¿Cómo? Es el objetivo principal de la estrategia de Estados Unidos para los años venideros.
Aquí, Estados Unidos es heredero de una antigua concepción de la geopolítica: la de la Inglaterra que se concibía a sí misma protegida por su carácter insular en tanto, en el continente europeo, el equilibrio de las potencias neutralizara cualquier pretensión a la dominación. Trasladando el modelo a escala del planeta, Estados Unidos piensa que «la isla» estadounidense no es defendible más que si Eurasia permanece, a su vez, dividida en poderes rivales. El peligro de un bloque eurasiático estaba descartado de oficio en tanto los sistemas sociales de la Europa capitalista, por una parte, y de la URSS y de China, por la otra, se concibieran a sí mismos como excluyentes uno de otro. La ruptura chino-soviética de los años sesenta incluso había alejado todavía más ese peligro. Por lo tanto, en esa época, la estrategia política (y militar) de Estados Unidos se había fijado el objetivo de impedir la eventual conquista de Europa del Oeste por los ejércitos soviéticos. Con todo, es difícil creer que los poderes establecidos en Norteamérica y en Europa Occidental temieran verdaderamente una agresión soviética. La prueba de que no creían en ello–más allá de los primeros meses que siguieron al hundimiento del hitlerismo y durante los cuales las burguesías locales, al menos en Francia e Italia, pudieron haber estado verdaderamente llenas de pánico– es que la opción de la guerra fría fue decidida por Washington (aunque la idea de ésta había sido concebida primero por Winston Churchill). Por esto, los objetivos de esta estrategia nunca fueron expresados claramente: ¿se trataba sólo de «contener» a la URSS, o, bien, se tenía en perspectiva una estrategia ofensiva de «roll back», que se señalaba como objetivo «liberar» la explanada europea del control de Moscú o incluso «restaurar» el capitalismo en la URSS? Lo cierto es que, en los hechos, prevaleció la primera opción cada vez que la situación, que se había puesto crítica, amenazaba la paz en Europa. Estados Unidos y su aliado europeo no pretendieron prestar auxilio a las insurrecciones en Berlín, en Polonia y en Hungría en los años cincuenta y en Checoslovaquia en 1968.
La estrategia estadounidense debe su éxito a las ambigüedades que alimentaba, vista desde el lado europeo. No está excluido imaginar aquí que los europeos, más que los norteamericanos, tenían (y siguen teniendo) nostalgia de la antigua Europa de naciones (aunque éstas fuesen adversarias unas de otras), muy integrada por una economía común (capitalista) y por el sistema de Estados vigente desde 1648, renovado en 1815 y luego en 1919 (entonces aceptando a disgusto la salida de Rusia del sistema). Por otro lado, las clases dirigentes europeas tenían necesidad del apoyo de Estados Unidos para reconstituir sus economías destruidas por la guerra, razón por la cual el Plan Marshall fue acogido positivamente en todas partes. Observemos que, con este motivo, fue Washington quien impuso, en esa época, un «acercamiento» europeo–de donde salieron el Mercado Común del Acero y del Carbón y después la CEE, con el Tratado de Roma de 1957–que todavía no estaba maduro en todas las conciencias. El alineamiento con la estrategia estadounidense hubo de permitir, entre otras cosas, la reconstitución de los ejércitos europeos y su modernización, que eran objetivos naturales para países que hasta entonces habían sido potencias mundiales. La ambigüedad iba más allá. Las viejas potencias coloniales (Inglaterra, Francia y, en menor medida, Bélgica, Holanda y Portugal) quisieron primero aprovechar la alianza con Estados Unidos para conseguir su apoyo en sus intentos de reconquista de los imperios en peligro de naufragio. Pero la actitud de Washington permaneció ambigua en este terreno, negándose a hacer completamente suyas las guerras coloniales que se juzgaban perdidas (en Indonesia, Indochina, incluso en Malasia, después en Argelia y Congo belga, y por último, todavía más tarde, en las colonias portuguesas de África). La firme posición con respecto a la coalición tripartita Francia-lnglaterra-Israel adoptada por Eisenhower en 1956 con motivo de la guerra de Suez, aceptando hasta el riesgo de facilitar a los soviéticos su penetración en Oriente Próximo (lo que Jruschov aprovechó con habilidad), da prueba de los límites de la solidaridad occidental. Estados Unidos quería que se reconstruyera un mundo capitalista integrado, que incorporara a las antiguas colonias de Europa, pero quería que su hegemonía sobre todo este mundo fuera ilimitada y no compartida con europeos que habrían conservado, aquí o allí, medios de dominación propios.
La OTAN, que fue el vehículo de la alianza Estados Unidos-Europa, siguió siendo el teatro de un conflicto interno de las concepciones estadounidenses, nunca verdaderamente zanjado. Por una parte, en los hechos, la reconstitución de ejércitos europeos considerables (incluido el alemán) y la presencia de importantes tropas estadounidenses en el continente implicaban, defacto, una concepción «coalicionista» de la estrategia militar de apoyo a la estrategia política de hegemonía estadounidense. El control de los océanos se prolongaba aquí con un poderoso brazo terrestre. Pero cada vez que se presentó la ocasión–como con motivo de los debates sobre el «sbaring» y sobre los misiles en Europa–, el «establishment» estadounidense se negó a pronunciarse por unanimidad y sin reservas en favor de esta opción. Los partidarios de una aplicación más estricta del método del «Sea Power» nunca dejaron de proclamar que la defensa de Europa incumbía a los europeos … y nunca dejaron de ser entendidos. En cuanto a Estados Unidos, en el marco de este método, tenía que dedicar sus fuerzas a la estricta protección de «la isla» norteamericana, lo cual significaba, implícitamente, que, en caso de conflicto, la destrucción de Europa era admisible. El conflicto de estas dos concepciones habría podido ser fatal para la supervivencia de la OTAN si la amenaza de una guerra con la URSS hubiese sido real. Pero como ésta no existía, el conflicto podía permanecer circunscrito al debate teórico de los estados mayores. Su dimensión financiera (el problema del reparto de la carga, del que volveremos a hablar) es tal vez más frágil.
El éxito mismo de la reconstrucción económica y social de Europa, convertida de nuevo en un competidor real en el mercado mundial, esbozó, en los años sesenta y setenta, un cierto acercamiento entre Europa Occidental y la del Este, incluida la URSS. Un acercamiento que muestra lo que decíamos, a saber, que no se temía verdaderamente el «expansionismo» comunista, pregonado oficialmente como un peligro en los medios de comunicación occidentales. Pero un acercamiento veleidoso solamente y siempre prudente. Sólo De Gaulle parecía convencido, desde este punto de vista, de que se podía ir más lejos. El colapso del sistema económico y social de la URSS en la segunda mitad de la década de los ochenta y la aceleración de los acontecimientos en este sentido en Europa Oriental en 1989 suprimieron teóricamente (o están suprimiéndolos) los últimos obstáculos para la constitución de un «bloque europeo» desde el Atlántico hasta Vladivostok. Es evidente que la eventual constitución de ese bloque, cualquiera que sea su forma, significaría la emergencia de un conjunto industrial, financiero y militar, dotado además de abundantes recursos naturales, tal que sería inconcebible que la hegemonía de Estados Unidos pudiera seguir funcionando. Esta pesadilla atormenta a todas las cabezas en Washington.
Yo creo que la decisión de hacer la guerra en el Golfo fue tomada de una manera completamente deliberada por Washington como uno de los medios utilizables para impedir ese «bloque europeo»: debilitando a Europa (con el control del petróleo, garantizado en lo sucesivo unilateralmente por Estados Unidos), revelando la fragilidad de la construcción política europea misma (con la visualización de sus divergencias de opinión), neutralizando a Moscú (forzado, ante la debilidad europea, a unirse a Washington, mientras que en la alternativa de una actitud autónoma de Europa es probable–casi seguro–que la URSS se habría puesto de su lado) y reemplazando el viejo espantajo gastado del «peligro comunista» por el del nuevo peligro «que viene del Sur».
A corto plazo, la contraofensiva estadounidense ha dado los resultados que Washington esperaba de ella. El peligro de un bloque euro-soviético está descartado y Europa misma pregona más que nunca sus divisiones internas. En efecto, la guerra del Golfo ha sido la ocasión para Gran Bretaña de recordar su opción fundamental de principio, hecha en 1945: la de comportarse como aliado fiel e incondicional de Estados Unidos en cualquier circunstancia. Que Gran Bretaña acepte ser el Estado norteamericano «número 51» no debería sorprender. De todas formas, en esta alianza, Inglaterra no es tratada por Estados Unidos como lo sería cualquier otro país, sino como la madre patria de origen de la cultura de lengua inglesa. Esta dimensión–por más cultural que sea–, olvidada con demasiada frecuencia en el análisis político, tiene que ser tomada en cuenta seriamente. Por mi parte creo que su fuerza es tal que existe de hecho un «bloque inglés», cuyo núcleo está constituido evidentemente por Estados Unidos, pero cuya constelación incluye a Gran Bretaña, Canadá (menos Quebec), Australia y Nueva Zelanda, que será inducido a comportarse cada vez más del modo que se ha demostrado en cada ocasión de crisis de la segunda posguerra mundial: dando la preferencia al alineamiento con Washington con relación a cualquier otra consideración. Alemania, por su parte, se ha despertado de la somnolencia política en la que la había encerrado el hundimiento del sueño hitleriano. Reunificada desde 1989, ha recuperado su vocación de «Mitteleuropa» [Europa Central, en alemán]. El bajo perfil que adoptó en la crisis del Golfo no es, pues, un signo de debilidad, sino, al contrario, de fuerza. Parece alinearse con Washington, pero, en realidad, sólo lo hace porque está completamente ocupada en cimentar su propia expansión en Europa central, comenzando por digerir la ex-RDA, con el ojo clavado en Polonia, Checoslovaquia y Hungría (Austria ya está en su órbita y detrás de ésta se perfilan Croacia y Eslovenia). Esta opción significa que ya no tiene gran interés en jugar una «carta europea»; no lo proclamará, desde luego, y menos aún saldrá de la CEE, por ejemplo. Pero le trae sin cuidado; con o sin «Europa», prosigue su camino. A causa de esto, Francia se encuentra aislada, queriendo «construir Europa» sola. Al haber abandonado la concepción gaullista de una «Europa desde el Atlántico hasta los Urales» para adscribirse, a partir de la presidencia de Giscard D’Estaing y de la de Mitterrand, al atlantismo puro, ya no tiene medios para pesar en la estrategia mundial.
«Eurasia»–que en nuestra coyuntura se llama la «casa común europea» propuesta por Gorbachov–no figura en el orden del día. La hegemonía de Estados Unidos tiene, pues, todavía un buen tiempo por delante. Tanto más cuanto que los otros «bloques» continentales que podrían amenazarla tampoco están en el orden del día. ¿Un bloque URSS-China reconstituido, un bloque Japón-China-Asia oriental y sudoriental (la esfera de coprosperidad del Japón imperialista) eventualmente ampliado a India? Uno puede imaginarse todo por escrito y dedicarse al–fútil–ejercicio de los guiones. En la realidad, los obstáculos para la constitución de estos bloques son tales que éstos no suponen todavía ninguna probabilidad real. La «isla» norteamericana sigue sacando provecho del equilibrio de las potencias en el hemisferio oriental (las Europas, la URSS, China, Japón, India).