Las dificultades con las que los familiares se encuentran para recuperar a sus seres queridos no son pocas. El tope de las subvenciones es de 60.000 euros, pero gran parte de este dinero va destinado a la identificación de los restos en laboratorio. Así lo explica el antropólogo Luis Ríos de la Universidad Autónoma de Madrid, que lleva desde 2005 colaborando en la exhumación de restos en España después de pasar dos años en Guatemala donde también trabajó en exhumaciones. Licenciado en biología y especializado en antropología física participa este sábado en el acto de entrega de los restos de la fosa de Aranda de Duero, en el monte de Andaya, en Burgos, junto a Silva y a Francisco Etxebarría, el forense que más fosas comunes ha exhumado en España.
El equipo con el que trabaja Luis Ríos en la Autónoma (por esa universidad han pasado 350 restos) se pone en marcha cuando recibe la petición de una agrupación de familiares o de algunas de las asociaciones de la memoria. “Cuando nos avisan desplazamos un equipo de arqueólogos y antropólogos para hacer la exhumación. Luego se envían los restos a la universidad para el estudio osteológico. En paralelo, se investigan los archivos (expedientes militares, penitenciarios y partidas de nacimiento) y una vez que se tiene la información arqueológica, documental y la osteológica se intenta ver que la información de los restos es compatible con lo que dicen los testimonios y los documentos. A partir de ahí proponemos alguna identificación con la prueba genética que es la ultima parte del estudio”.
Según Luis Ríos, los testimonios de los familiares vivos son muy importantes para localizar dónde esta la fosa y saber quiénes están allí. “Los familiares pueden aportar datos como características morfológicas de la persona, alguna cojera, etc. que pueden ser muy útiles”. En la mayoría de los casos se trata de gente muy mayor. Se ha llegado a encontrar a una viuda viva de una persona asesinada en la Guerra Civil, pero la mayoría de los casos son hijos, que aunque no recuerden mucho lo que pasó, dado que eran pequeños, pueden aportar fotografías u otros datos de interés.
Algunos de los asesinados eran enterrados con una botella de cristal que contenía un papel con su nombre o su número de afiliación como preso lo que facilita mucho la identificación, como el caso de dos hermanos encarcelados en que el que sobrevivió uno y enterró junto al cuerpo del hermano muerto un bote de cristal con su nombre. “En el frente de batalla esto era muy común, se enterraban con alguna identificación pensando que les vendrían a buscar después de la guerra para llevárselos a los familiares”, dice.
En ocasiones es muy difícil la identificación genética e incluso imposible porque aunque el resto esquelético tenga buen aspecto resulta sumamente complicado sacar el ADN porque está degradado. No obstante, el hecho en sí de la exhumación de la fosa es muy significativo para los familiares, cuenta Luis Ríos.
“En la mayoría de los casos (entre el 80-85%) presentan signos de lesiones por arma de fuego en la zona del cráneo. Hay que dejar registro de todas esas cuestiones y que después lo valore un médico forense, pero queda claro que es gente asesinada y en muchos casos con patrón de disparos en la cabeza”. La franja de edad oscila entre los 16-17 años y los 70 años de edad de las personas encontradas.
“Cuando culmina el proceso, la reacción de los familiares es muy emotiva, afirma Luis Ríos: “Para los familiares es emocionante, un poco triste pero de bastante tranquilidad y alegría. Es volver a hacer muy presente un acto brutal pero también hay una sensación de alivio porque es una historia que se cierra, una vez que pasa el momento puntual queda la sensación de calma”.