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Rafael Villegas
Rebelión

 

 

Es lícito igualar el efecto de los consuelos religiosos a los de un narcótico

 Sigmund Freud

 

Neoevangelismo, éxtasis y drogas peligrosas

La toxicomanía que anida en el fundamentalista religioso representa una de las peores adicciones. Se comporta como una droga de alto poder destructivo.

Mayormente, estos grupos religiosos se apuntalan sobre la creencia de que la Biblia fue dictada por dios, sin mediaciones, como palabra que descendió del cielo. El proceso de de-cognicion es ineludible; ellos miran desde el cielo la tierra. El empobrecimiento subjetivo de este tipo de experiencias conlleva la pérdida en grandes dosis del juicio de realidad sobre el entorno y los otros. No hay vacilación en los pensamientos porque tales son irreductibles. Dios lo dijo, está escrito y punto.

La alteración sobre la percepción de la realidad se pone de manifiesto en el pensamiento mágico. Se abraza la certeza que mediante ciertos actos rituales pueden alterar el curso sobre determinados asuntos humanos de modo sobrenatural, cuestión que Freud observó en la similitud de este mecanismo en la neurosis obsesiva.

De este modo, el fundamentalista va horadando sus mecanismos de autoconservacion deslizándose hacia la construcción de un tejido de alianzas en torno a la obsesión por una causa, que implica -entre otras cuestiones- la destrucción del orden de cosas para instaurar el nuevo mundo al que creen haber sido llamados. Se autoinducen en sus cultos (muchos de ellos diarios) mediante la música y el martilleo repetitivo de frases y oraciones del tipo mantricas hasta alcanzar no pocas veces estados alterados de conciencia e hipnosis colectivas.

El aislamiento de sus vínculos de origen, amigos y la comunidad va afianzándose en tanto comienza a perseguirlos el miedo al contagio de aquellos que no piensan como dios manda y la xenofobia entonces no tarda en aparecer hacia los que no piensan igual que ellos. La manipulación de la afectividad –culpa mediante- es parte de esta compleja y desquiciante operación psicológica por parte de los líderes religiosos. Hablan de conversión, pero es lisa y llanamente lavado de cerebro.

Con la autoestima ya decapitada, queda allanado el camino hacia el deseo de fin del mundo. Hablan de las señales antes del fin. El mundo está perdido. Las catástrofes se convierten para ellos en signos de esperanza. Es la cocaína de la fe.

La experiencia clínica demuestra a las claras que por detrás de esa fachada entusiasta y eufórica que exhiben muchos de ellos, se esconden profundas heridas narcisistas retroalimentadas desde el agobio y el tormento de la culpa. Culpa porque son pecadores, culpa porque aman, y paradójicamente al mismo tiempo –pero de modo inconfeso- culpa porque odian al dios que reverencian.

Este proceso paulatinamente va cronificándose hasta que el fanatismo exultante los empuja a librar una cruzada contra los poderes del demonio que ven encarnado predominantemente sobre toda política pública y movimientos sociales de diferente signo que procuran la justicia social y los derechos sobre la libre sexualidad de todes.

Se erigen así, como los portadores de la ira de dios en nombre de un esencialismo heteronormativo. Es extremadamente importante observar que en este punto las fronteras entre los credos católico y protestante quedan borradas. El menosprecio al cuerpo y la represión de la sexualidad los contiene a ambos en las mismas proporciones.

Vale aclarar que determinadas experiencias religiosas son agentes de salud en tanto se orienten hacia una fe como una expresión de fidelidad a la vida. La experiencia de Jesús y los primeros cristianos, así como las diversas teologías de liberación dan cuenta de ello. Pero cuando esta orientación va en sentido contrario, asoma el pensamiento único. Conductas escapistas y regresivas a niveles que pueden derivar en cuadros clínicos graves como el delirio psicótico, y perversiones de todo pelaje. Cuando la fe se organiza en torno a una construcción delirante del tipo “dios me habla” “soy el elegido” etc., estamos ante un fenómeno de suma peligrosidad, y ejemplos sobran en la historia.

El componente adictivo o farmacodinamia de esta narco-teología reposa sobre un fundamento cruel y siniestro: el Sacrificialismo. Me refiero concretamente al mito de la expiación, una antigua interpretación medieval que atribuye cualidades salvíficas a la tortura y el asesinato de Jesús por parte de un dios vengativo y sediento de sangre.

Esta lectura esotérica que se ha hecho sobre la muerte de Jesús, necesariamente tiene que obviar las causas políticas de su asesinato. Pero una lectura atenta y contextuada de la Biblia, y otras fuentes históricas, desarman por completo tal interpretación redentorista. Jesús experimento la muerte de los desobedientes, no la de los obedientes. Fue fiel a un proyecto de liberación hasta las últimas consecuencias y por eso lo asesinaron. Por enfrentar a la meritocracia del Imperio Romano. Su crucifixión no justifica el sufrimiento, ni lo propicia en absoluto –como así lo promueve el fundamentalismo neoliberal- sino que lo denuncia y desenmascara en todas sus formas.

De nuevo, la culpa juega aquí un papel primordial en la construcción de este mito de consolación y motor de la violencia. Ella se incrusta el psiquismo como aduana de la razón destruyendo la autoestima, precipitando conductas paranoides de autoacusación y reproche. La justificación teológica de la culpa deja al fundamentalista arrojado ante su propia autoobservación policíaca que disocia de sí, atribuyéndola a la mirada de un dios que lo controla. Pero es él mismo vigilado por dentro y por fuera. Flota en las nubes sobre una ambivalencia que lo estrangula. Son presas del terror a quedar atrapados para siempre en la religión y al mismo tiempo pánico de salirse de ella por temor a la condena eterna. No hay escapatoria. La trampa es perfecta.

Como si fuera poco, hay otra dimensión siniestra a considerar en cuanto a las derivaciones de toda esta maquinaria de triturar sujetos. Un factor que debe ser investigado seriamente en algunas de estas estructuras religiosas, y que son, los presuntos lazos que establecen con los carteles de la droga, convirtiendo a los templos en fachadas para el lavado de activos provenientes del narcotráfico y el crimen organizado.

El efecto Bolsonaro

Los fenómenos de masas no tienen pasaporte ni visa para entrar a ningún país. Nada viene como una avalancha de allí para acá. Jair Bolsonaro es la expresión de un tipo de subjetividad que asoma por arriba pero que se viene vertebrando desde hace décadas en las entrañas de la región. Tiene que ver con la economía, con el consumismo, el pensamiento mágico y la religión. Ella es el chasis que sostiene la locomotora del capitalismo. La ilusión del progreso infinito, la utopía de la felicidad privada y el desarrollo capitalista, no tienen apoyo más que en premisas teológicas que operan como el fuselaje invisible de la política. No podemos entonces esperar otra cosa que el surgimiento de este tipo de líderes mesiánicos. No son una saliencia, sino que guarda coherencia y consistencia con un modo de producción de sujetos. No es una anomalía, sino la consumación de un largo periodo de siembra sobre las ilusiones religiosas que respaldan a la economía del mercado.

El capitalismo vive una crisis de magnitudes profundas y cuando el capitalismo entra en crisis siempre va en auxilio de la religión

Ya lo vivimos en la década de 1980 con la llamada Santa Alianza, cuando por esos días el presidente Reagan y Juan Pablo II colaboraron estrechamente para el reordenamiento geopolítico del mundo llenando de muerte y terror a toda América latina. Hoy nuevamente nos encontramos con un escenario de similares características. La voracidad del capitalismo en su fase neocolonial coengrana con las premisas teológicas radicales del movimiento neo-evangélico.

Son tiempos de mucha incertidumbre. Debemos pensar seriamente cual es la Argentina queremos construir de cara al futuro. No sea cosa que -por ignorar las bases y razones por las que hemos llegado a esta crisis- el neoliberalismo del que muchos se escandalizan y proponen echar por la puerta, se nos vuelva a meter por la ventana.

Como pueblo estamos en grave riesgo de ser arrastrados por ese optimismo desenfrenado y banal –de aliento religioso- que nos ha llevado una y otra vez a subestimar la naturaleza del enemigo que enfrentamos. Es una religión peligrosa. Se llama Capitalismo.

Rafael Villegas. Psicólogo y miembro del Colectivo Teología de la liberación Pichi Meiseggeier. Buenos Aires. Argentina