Si se observa como terminaron las recientes interpelaciones parlamentarias de las últimas semanas a dos ministros del gabinete de Mauricio Macri – Luis Caputo, ministro de Finanzas, que se levantó abruptamente de la conversación con los diputados tras un incidente con una diputada opositora y cuando ya era imposible dar más vueltas retóricas respecto de lo que es un escándalo: sus propios manejos y negocios de dinero en paraísos fiscales; y Oscar Aguad, Ministro de Defensa, cuya falta de preparación para el cargo es cada vez más manifiesta, cuestión que le hicieron saber a los gritos los familiares del desaparecido submarino ARA San Juan, un caso de extravío naval que suscita todo tipo de especulaciones, incluso geopolíticas-.Si a estas circunstancias se le suman los silbidos y abucheos hacia algunos funcionarios del Gobierno en ciertos eventos públicos, las manifestaciones de protesta social y las movilizaciones permanentes de los sindicatos, junto con los cánticos proferidos contra la madre de Mauricio Macri (no teniendo su madre, en rigor, responsabilidad por esos improperios) en los estadios de fútbol, los recitales de música y otras aglomeraciones masivas y no tan masivas en todo el país; las dudas respecto a qué tan sólido está políticamente el Gobierno se agrandan. Recordando que el Gobierno de Cambiemos controla propiamente tan sólo cinco Provincias de 24 y no cuenta con quorum propio en ninguna de las dos Cámaras (en la de Diputados, aun siendo la bancada más numerosa, debe buscar por lo menos veinte diputados para lograr un quorum simple; en el Senado, su márgenes son todavía más reducidos). A lo que hay que sumar que el plantel de dirigentes que acompaña a M. Macri no es un destello de prestigio y compromiso con la ética pública como para suponer que la figuración y ejemplaridad de esos hombres y mujeres generan una atracción y seguimiento tan intenso que se vuelve impermeable a cualquier humor político coyuntural: empezando por el propio presidente, la vicepresidenta G. Michetti, los ministros A. Ibarra, P. Bullrich, S. Bergman, G. Dietrich o J. J. Aranguren –ministro de Energía, cuya incompatibilidad con el carácter público de la gestión del Estado no tiene comparación– son más de 50 los funcionarios de Gobierno de Cambiemos que se encuentran imputados, investigados y/o procesados por delitos de diversos grado y cualidad.
Y así, con un elenco gubernamental que dista mucho de ser una referencia moral e intelectual; sin fuerza parlamentaria propia; sin hegemonía territorial -por lo que debe costurar permanentemente los apoyos en los distritos, cuyos planteos de tanto en tanto muestran su autonomía (como cualquier fuerza territorial)-; en retracción respecto del “humor ciudadano” y blanco de los malestares de las diversas clases y fracciones de clases afectadas por circunstancias varias; sin un escenario económico reluciente, más bien todo lo contrario; la pregunta que queda en suspenso es: ¿cuáles son los elementos en este 2018 de sustentación del Gobierno de Cambiemos? ¿qué lo convierte todavía en un Gobierno cuyo fin de mandato no parece estar en cuestión?
Reversión de metas internas, plan de metas regional
Antes de asumir el cargo, pero ya como presidente electo (diciembre del 2015), Mauricio Macri viajó a la ciudad de San Pablo para recibir una condecoración por parte de la Federación de Industriales del Estado de San Pablo (FIESP). En tiempos de reacomodamientos regionales, unos meses más tarde, la propia FIESP sería protagonista fundamental del clima social y político que posibilitó – pato gigante amarillo de plástico mediante – que prosperara el impeachment a Dilma Rousseff. La llegada de M. Macri al Gobierno era necesaria también para que, eventualmente, no hubiera frenos o demoras supranacionales – UNASUR o MERCOSUR – que impidieran la realización de los cambios capitalistas que la destitución presidencial venía a proponer para la principal economía de la región. Sin embargo, el (institucionalmente) traumático desplazamiento del Partido dos Trabalhadores del Gobierno abriría un impasse político en ese país que todavía continúa, donde nada se mantiene medianamente firme y donde todo puede cambiar en cuestión de semanas; de allí que el “punto de apoyo” previsible para la política estadounidense en la región pasó de Brasil a Argentina.
Así es como el Gobierno de M. Macri adquiere importancia estratégica para EE. UU. Bajo la inflexión lingüística que fuera, pero un presidente tenía que afirmar, por ejemplo, – y preparando el terreno para posiciones políticas futuras – que “las próximas elecciones presidenciales en Venezuela serán desconocidas”, un comentario completamente esdrújulo desde varios puntos de vista pero que es funcional al interés -cada vez más impaciente- de EE. UU. por generar un avance sobre la democracia venezolana. Es el papel que empieza a jugar M. Macri en la región, papel que no tenía asignado de antemano pero cuyo rol fue asumiendo (tras la defección en la tarea de M. Temer, S. Piñera o la no continuidad en el cargo del propio J. M. Santos) y que se verá con mayor claridad durante los próximos meses.
Su sustentabilidad política ya no se replegará sobre el “ensayo y error” de sus políticas o sobre una elástica “reversión de medidas” según las posibilidades y necesidades, como fue durante 2016/2017, sino que será a partir de un determinado perfil y modalidad de gestión, basada en: a) una cosmovisión de derecha cada vez más explícita en sus valores (poniendo a la “mano dura” como prioridad de agenda, con la exaltación emocional permanente del asunto – vía medios de comunicación- de forma tal que elimine del espacio público de la argumentación como elemento político en desmedro del “impacto sensacionalista de los hechos”), lo que supone también una reorganización consecuente de las fuerzas de seguridad y fuerzas armadas, tanto en sus funciones como en sus modelos operativos y de logística; b) incentivar la fragmentación política y judicial del peronismo (principal espacio de oposición), sea con el empoderamiento de los sectores “dialoguistas” con el Gobierno, sea a partir de la persecución de sus principales dirigentes, o bien a partir de la intervención institucional del propio Partido Justicialista – como sucedió hace dos semanas-, todas acciones en las que se torna fundamental contar con acceso a informaciones claves y datos de chantaje; c) elaborando permanente los escenarios electorales, buscando nuevos aliados, nuevos votantes y, cuando no, “administrando” resultados (como ha sido denunciado, tanto en las elecciones locales de la Ciudad de Buenos Aires, en 2015, como las primarias en la Provincia de Buenos Aires, en el 2017).
Siendo débil en sus fundamentos actuales, el Gobierno pasa a recurrir a estos métodos para sostenerse, con los costos que éstos suponen desde el punto de vista de los atributos democráticos de un régimen político. La ejecución de estos caminos está en el (nuevo) diálogo que ofrece la siempre filantrópica contraparte estadounidense: logística y recursos pretorianos; Lawfare y Cambridge Analytica; elecciones y Big Data. Intercambios del presente entre las “naciones libres” del continente, entre recursos para la sustentabilidad política de un Gobierno que debería estar seriamente cuestionado en su legitimidad – por mostrar índices regresivos en todas las dimensiones posibles, desde la deuda externa a la desnutrición infantil, desde el poder de compra de los jubilados a la matriculación universitaria, etc.- por un lado, y una voz regional alineada con los intereses geopolíticos estadounidenses, por el otro. Con algunas retribuciones laterales, compatibles con este escenario, como la selección de D. Trump de Argentina y no Brasil para la OCDE.
Amílcar Salas Oroño es investigador del Centro Estratégico Latinoamericano de Geopolítica (CELAG)