Raúl Zibechi

Las negociaciones en curso entre la Unión Europea y el Mercosur pueden concluir en un acuerdo comercial de libre comercio, que remachará el papel de proveedores de materias primas de los países latinoamericanos, que verían alejarse la posibilidad de un desarrollo industrial a largo plazo. Las negociaciones comenzaron hace 18 años, languidecieron bajo los gobiernos Kirchner y Lula y recién se revitalizaron con los cambios políticos en los dos países más interesados en llegar a un acuerdo, Argentina y Brasil. El principal obstáculo son las exportaciones agropecuarias, las de carne en particular. Los negociadores europeos aceptaron el ingreso de 70 mil toneladas anuales de carne del Mercosur (que luego elevaron a 99 mil), que representa apenas el 1% del consumo europeo.

La firma del acuerdo, que las partes consideran inminente, tendrá efectos muy negativos en la región latinoamericana, en por lo menos tres aspectos.

El primero es que consolida la tendencia a la desindustrialización y confirma un patrón de relaciones internacionales asentado en una sólida división del trabajo: el Sur exporta commodities e importa bienes manufacturados. La apertura de una pequeña ventana para exportar carne, productos agropecuarios y etanol a Europa, tiene el precio de la libre importación de productos industriales que destruirán la ya debilitada industria local.

Días atrás la Unión Industrial Argentina y la Confederación Nacional de la Industria de Brasil, redactaron una declaración que fue acompañada por las cámaras empresariales de Paraguay y Uruguay, en la que aseguran que la propuesta de la Unión Europea de octubre de 2017, «es mucho peor a la del año 2004 que se rechazó; la actual es un certificado de defunción para muchos sectores industriales» (“Página 12”, 25 de febrero de 2018).

El economista Raúl Delatorre sostiene que estamos ante una inusual manifestación unitaria de los empresarios, que luego de deliberaciones en Asunción (Paraguay), exigen «transparencia en las negociaciones, plazos y condiciones para que los sectores afectados negativamente por el tratado de libre comercio puedan transformarse y continuar activos en el nuevo escenario, y un acuerdo equilibrado reconociendo las diferencias en el nivel de desarrollo entre las partes».

Los industriales que apoyaron el ascenso de Mauricio Macri al gobierno y la destitución ilegítima de Dilma Rousseff, reclaman ahora una «cláusula de desarrollo industrial» y la preservación de diversos instrumentos de protección a la producción y el empleo «fundamentales para el funcionamiento actual y futuro del Mercosur». Resulta interesante constatar que estos sectores, que no están alineados con el progresismo, estén alarmados por la firma de un acuerdo que los perjudica y que, en paralelo, destruirá al único sector capaz de generar empleo genuino, con contratos de larga duración y acceso a la seguridad social.

Por eso Delatorre considera que el acuerdo en ciernes «es firmar el destino de reprimarización» de las industrias de los cuatro países, «ya que cede todas las ventajas en el intercambio comercial a la más poderosa industria europea, a cambio de un grado mínimo de participación de los productos agroganaderos propios en el mercado europeo» (“Página 12”, 25 de febrero de 2018).

Argentina y Brasil fueron grandes países industriales y ahora el sector manufacturero cayó por debajo del 10% del PIB. En paralelo, la UE exige arancel cero a sus exportaciones, pero subvenciona industrias como la láctea y no abre sus mercados, consolidando asimetrías.

La segunda es que las posibilidades de integración regional se alejan a tal punto que, a mediano plazo, se tornan imposibles. Como sucede con la industria, los procesos de integración regional están seriamente dañados. Desde que se produjo el viraje a la derecha, en 2013-2014 en toda la región, las instituciones que se crearon en la primera década del siglo (la UNASUR y la CELAC), que no incluían a Estados Unidos y Canadá, están completamente paralizadas.

En América Latina la integración tiene una traba fundamental: las economías no son complementarias. Mientras los países que integran la Unión Europea tienen un potente comercio intrazona (que en ocasiones supera el 60% de las exportaciones de varios países), en este continente el grueso de las exportaciones (por encima del 90%) se dirigen al Norte y a China. Sudamérica exporta minerales y productos agropecuarios (sobre todo soja), sin procesar. Peor aún, los cuatro países del Mercosur (Argentina, Brasil, Paraguay y Uruguay) compiten entre sí por los mismos mercados.

Con esta realidad estructural, la integración es una quimera. El caso de Brasil es el más grave. La caída de la industria argentina comenzó en la década neoliberal de 1990 y el resto de los países (salvo México) siempre tuvieron industrias raquíticas. Brasil es el único país de la región que realizaba importaciones de productos industrializados de sus vecinos. Buena parte de la industria automotriz argentina exporta vehículos y autopartes a Brasil, así como las industrias alimentarias de Uruguay.

El viraje que está produciendo el gobierno de Michel Temer, entierra la proyección de Brasil como imán de importaciones semi-industrializadas y, por lo tanto, compromete su papel como promotor de la integración.

Por último, las consecuencias ambientales y sociales del modelo extractivo, que ya son enormemente destructivas, escalarían varios peldaños. Una reciente declaración de organizaciones ecologistas y sociales de América Latina y del Estado Español, redactado por Alianza Biodiversidad y apoyado por decenas de colectivos, describe doce razones para oponerse al acuerdo.

Entre los más importantes problemas que generará, figuran: «deforestación, expulsión de campesinos, contaminación por agrotóxicos, destrucción de las economías regionales, pérdida de soberanía alimentaria y creciente vulnerabilidad alimentaria» (goo.gl/2f8bKZ). El texto agrega que «el modelo impuesto por el Acuerdo impulsa el control territorial por parte del agronegocio y profundizará la violencia, criminalización y persecución que hoy sufren las comunidades campesinas en toda la región».

Los capítulos dedicados a propiedad intelectual impiden el intercambio y libre circulación de las semillas de los campesinos, que ya están siendo criminalizados en los países que firmaron TLCs con Estados Unidos, como es el caso de Colombia. En cuanto a las patentes, la industria farmacéutica global es la gran beneficiada, mientras las empresas europeas podrán acceder a las licitaciones públicas con lo que desplazarán a las empresas privadas y estatales locales.

El problema de fondo es que se actualizan las relaciones coloniales establecidas cinco siglos atrás. Este neocolonialismo se agrietó parcialmente en las décadas de 1940 a 1960, cuando se desarrolló una industria local de sustitución de importaciones, que fue de la mano del desplazamiento de las viejas oligarquías agroexportadoras que encarnaban la alianza de la tierra, la iglesia y los militares.

Con el triunfo del neoliberalismo en todo el mundo, la producción agropecuaria retornó a caballo de empresas como Monsanto. Si las consecuencias ambientales son muy graves, las sociales no son menores y se concretan en la exclusión de la mitad de la población de sus derechos básicos: empleo digno, salud, vivienda, educación. Como sucede desde la Conquista, negros, indios y mestizos, mujeres y jóvenes, sufren las peores consecuencias.