Étienne Balibar
Para reflexión y debate, ofrezco aquí algunas tesis sobre la situación europea inspiradas por los acontecimientos del mes pasado -hasta el 21 de mayo de 2010.
1. La crisis no ha hecho más que empezar
En pocas semanas hemos visto la revelación de la deuda griega que el Gobierno había ocultado con la ayuda de Goldmann Sachs, el anuncio del Gobierno de Papandreu de la posibilidad de un fallo en el pago de los nuevos intereses sobre su deuda, brutalmente multiplicados, la imposición a Grecia de un plan de austeridad salvaje en contrapartida del préstamo europeo; después la «rebaja de la calificación» de España y Portugal, la amenaza del estallido del euro, la creación del fondo de ayuda europeo de 750.000 millones de dólares (a petición, especialmente, de Estados Unidos), la decisión del Banco Central Europeo (contraria a sus estatutos) de rescatar las deudas soberanas, y la adopción de políticas rigurosas en una decena de países. Esto no es más que el principio, ya que estos nuevos episodios de una crisis que se abrió hace dos años por el hundimiento del crédito inmobiliario estadounidense, anuncian otros. Se demuestra que el riesgo de crac persiste, e incluso aumenta, alimentado por la existencia de una enorme masa de bonos «basura» acumulada durante el decenio anterior por el consumo a crédito, la titulización de los seguros y la conversión de los credit default swaps en productos financieros objetos de especulación a corto plazo. La «mona» (1) de los créditos dudosos sigue circulando y los Estados corren tras ella. La especulación se dirige ahora a las monedas y a las deudas públicas. Pero el euro constituye actualmente el eslabón débil de la cadena, y con él Europa. Las consecuencias serán devastadoras.
2. Los griegos tienen razón para rebelarse
El primer efecto de la crisis y del «remedio» que se ha aplicado es la cólera de la población griega. ¿Ésta tiene razón al rechazar sus «responsabilidades»? ¿Tiene razón cuando denuncia un «castigo colectivo»? Independientemente las provocaciones criminales que la han empañado, esa cólera está justificada al menos por tres razones: La imposición de la austeridad viene acompañada de una estigmatización delirante del pueblo griego, considerado culpable de la corrupción y las mentiras de su clase política la cual (como en otras partes) beneficia ampliamente a los más ricos (en especial en forma de evasión fiscal). Ha pasado otra vez (¡Una vez más!) por la revocación de los compromisos electorales del Gobierno al margen de cualquier debate democrático. Finalmente ha visto que Europa aplica, en su propio seno, no los procedimientos solidarios, sino las reglas leoninas del FMI cuyo objetivo es proteger los créditos de los bancos pero anuncia una recesión en el país sin un final previsible. Los economistas se ponen de acuerdo en pronosticar, sobre esas bases, un «fallo» seguro del tesoro griego, el contagio de la crisis y una explosión de la tasa de desempleo, sobre todo si se aplican las mismas reglas a los demás países virtualmente en quiebra según las «calificaciones» del mercado, como reclaman escandalosamente los partidarios de «la ortodoxia».
3. La política que no dice su nombre
En el «salvamento» de la moneda común del que los griegos han sido las primeras víctimas (pero no serán las últimas), las modalidades que prevalecen hasta hoy (impuestas especialmente por Alemania) ponen «en primer lugar» la generalización del rigor presupuestario (inscrito en los tratados, pero nunca realmente aplicado) y «secundariamente» la necesidad de una regulación –muy moderada- de la especulación y la libertad de los edge funds (que ya se evocó tras la crisis de las subprimes y las bancarrotas bancarias de 2008). Los economistas neokeynesianos añaden a esas exigencias la de un avance hacia el «gobierno económico» europeo (especialmente la unificación de las políticas fiscales) e incluso planes de inversión elaborados en común, sin los cuales el mantenimiento de una moneda única será imposible.
Éstas son, obviamente, propuestas íntegramente políticas (no técnicas). Se inscriben en las alternativas a debatir por los ciudadanos, ya que sus consecuencias serán irreversibles para la colectividad. Pero el debate está sesgado por la ocultación de tres datos esenciales:
– La defensa de una moneda y su utilización coyuntural (apoyo, devaluación) conllevan bien un sometimiento de las políticas económicas y sociales a la omnipotencia de los mercados financieros (con sus «calificaciones» autorrealizadoras y sus «veredictos» presuntamente inapelables), o bien un aumento de la capacidad de los Estados (y más generalmente del poder público) para limitar su inestabilidad y privilegiar los intereses a largo plazo sobre los beneficios especulativos. Una cosa u otra.
– Con el pretexto de una relativa armonización de las instituciones y de una garantía de algunos derechos fundamentales, la construcción europea en su forma actual, con las fuerzas que la dirigen, no ha dejado de favorecer la divergencia de las economías nacionales que teóricamente debía acercar en una zona de prosperidad compartida: unos dominan a otros, bien en cuanto a las partes del mercado, bien en términos de concentración bancaria, o convirtiéndolos en subcontratistas. Los intereses de las naciones, cuando no los de las poblaciones, se vuelven contradictorios.
– El tercer pilar de una política keynesiana generadora de confianza, además de la moneda y la fiscalidad, a saber, la política social, la búsqueda del pleno empleo y la extensión de la demanda por el consumo popular, se pasa sistemáticamente en silencio, incluso por los reformadores. Sin duda a propósito.
4. ¿A qué tiende la globalización?
Después de todo, ¿para qué reflexionar y debatir sobre el futuro de Europa o de su moneda (de la que varios países han tomado distancia: Gran Bretaña, Polonia, Suecia), si no tenemos en cuenta las auténticas tendencias de la globalización? La crisis financiera, aunque su gestión política permanece fuera del alcance de las poblaciones y los Gobiernos a los que concierne, les va a aportar una tremenda aceleración. ¿De qué se trata? En primer lugar del paso de una forma de competencia a otra: los capitalismos productivos de los territorios nacionales en los que cada uno, a golpe de exenciones fiscales y abaratamiento del valor del trabajo, intenta atraer más capitales flotantes que su vecino. Es obvio que el futuro político, social y cultural de Europa, y de cada país en particular, depende de la cuestión de saber si Europa constituye un mecanismo de solidaridad y de defensa colectiva de sus poblaciones contra el «riesgo sistémico» o bien, por el contrario (con el apoyo de ciertos Estados momentáneamente dominantes y de sus opiniones públicas), un marco jurídico para intensificar la competencia entre sus miembros y entre sus ciudadanos. Pero se trata también, más generalmente, de la forma en que la globalización está modificando la división del trabajo y la repartición de los empleos en el mundo: en esta reestructuración que invierte el Norte y el Sur, el Oeste y el Este, un nuevo incremento de las desigualdades y las exclusiones en Europa, la reducción de las clases medias, la disminución de los empleos cualificados y de las actividades productivas «desprotegidas», la de los derechos sociales, así como la de las industrias culturales y la de los servicios públicos universales ya están, por así decirlo, programadas. Las resistencias a la integración política con el pretexto de defensa de la soberanía nacional sólo pueden agravar las consecuencias para la mayoría de las naciones y precipitar el regreso (ya muy avanzado) de los antagonismos raciales que Europa pretendía haber superado definitivamente. Pero, a la inversa, está claro que no habrá integración europea «desde arriba» por un mandato burocrático sin un progreso democrático en cada país y en todo el continente.
5. Nacionalismo, populismo, democracia: ¿Dónde está el peligro?, ¿Dónde el recurso?
¿Se trata, pues, del fin de la Unión Europea, esta construcción cuya historia comenzó hace 50 años sobre la base de una vieja utopía y cuyas promesas no se han cumplido? No tengamos miedo de confesarlo: sí, inevitablemente, antes o después y no sin algunas violentas sacudidas previsibles, Europa morirá como proyecto político a menos que consiga refundarse sobre nuevas bases. Su estallido entregaría, todavía más, a los pueblos que la componen en la actualidad a los riesgos de la globalización, como despojos que lleva la corriente. Su refundación no garantiza nada, pero le da algunas oportunidades de ejercer una fuerza geopolítica, en su beneficio y en el de los demás, a condición de atreverse a afrontar los enormes retos de un federalismo de nuevo tipo. Dichos retos tienen nombres: «poder público comunitario» (diferente al mismo tiempo de un Estado y de un simple «gobierno» de políticos y expertos), «igualdad entre las naciones» (al contrario de los nacionalismos reactivos, tanto los de los fuertes como los de los débiles) y «renovación de la democracia» en el espacio europeo (en contra de la «desdemocratización» actual favorecida por el neoliberalismo y por el «estatismo sin Estado» de los gobiernos europeos colonizados por la casta burocrática que está también, en gran medida, en el origen de la corrupción pública).
Hace mucho tiempo que se tendría que haber admitido esta evidencia: no se avanzará hacia el federalismo que se nos reclama ahora y que efectivamente es deseable sin un avance de la democracia más allá de sus formas actuales, y especialmente una intensificación de la intervención popular en las instituciones supranacionales. Es decir, ¿que para revertir el curso de la historia, sacudir los vicios de una construcción sin resuello, hace falta ahora algo como un «populismo europeo», un movimiento convergente de las masas o una insurrección pacífica donde se expresen a la vez la ira de las víctimas de la crisis contra quienes se aprovechan de ella (e incluso la mantienen) y la exigencia de un control «desde abajo» de las transacciones entre las finanzas, los mercados y la política de los Estados? Sí, sin duda, porque no hay otro nombre para la politización del pueblo, pero a condición –si queremos conjurar otras catástrofes- de que se instituyan rigurosos controles constitucionales y de que renazcan las fuerzas políticas a escala europea que hagan prevalecer dentro de ese populismo «postnacional» una cultura, un imaginario e ideales democráticos firmes. Existe un riesgo, pero es menor que el de dejar vía libre a los diversos nacionalismos.
6. ¿La Izquierda en Europa? ¿Qué «izquierda»?
Esas fuerzas constituyen lo que tradicionalmente, en este continente, se llama La Izquierda. Pero también ésta se halla en estado de bancarrota política: nacional e internacionalmente. En el espacio que cuenta ahora, atravesando las fronteras, la izquierda ha perdido cualquier capacidad de representación de las luchas sociales o de organización de movimientos de emancipación; en general la izquierda está alineada con los dogmas y los razonamientos del neoliberalismo. En consecuencia se ha desintegrado ideológicamente. Los que la encarnan, de nombre, sólo son espectadores y, faltos de audiencia popular, comentaristas impotentes de una crisis a la que no proponen ninguna respuesta propia colectiva: nada tras el choque financiero de 2008, nada tras la aplicación a Grecia de las recetas del FMI (que sin embargo se denunciaron vigorosamente en otros lugares y en otros tiempos), nada para «salvar al euro» de otra forma que sobre las espaldas de los trabajadores y de los consumidores, nada para realanzar el debate sobre la posibilidad y los objetivos de una Europa solidaria…
¿Qué ocurrirá, en estas condiciones, cuando entremos en las nuevas fases de la crisis que todavía tienen que llegar? ¿Cuando las políticas nacionales cada vez más centradas en la seguridad se vacíen de su contenido (o de su excusa) social? Movimientos de protesta, sin duda, pero aislados, eventualmente desviados hacia la violencia o recuperados por la xenofobia y el racismo, ya galopantes, que finalmente producen más impotencia y más desesperación. Y sin embargo la derecha capitalista y nacionalista, si no permanece inactiva, potencialmente está dividida entre estrategias contradictorias: lo hemos visto a propósito de los déficits públicos y de los planes de reactivación, y lo veremos todavía más cuando esté en juego la existencia de las instituciones europeas (como lo anuncia quizá la evolución británica). Entonces habrá una oportunidad que hay que aprovechar, un resquicio. Esbozar y debatir lo que podría ser -lo que debería ser- una política anticrisis a escala europea, definida democráticamente, que camine sobre sus dos piernas (el gobierno económico y la política social), capaz de eliminar la corrupción y de reducir las desigualdades que la mantienen, de reestructurar las deudas y de promover los objetivos comunes que justifiquen los intercambios entre naciones solidarias entre sí. Ésta es, en cualquier caso, la función de los intelectuales progresistas europeos, se declaren revolucionarios o reformistas. Y no tienen excusas para zafarse.
Nota de la traductora:
(1) Juego de cartas en el que se reparte un número impar de naipes con los que hay que formar parejas. Quien se queda al final con la carta impar pierde el juego.
Fuente: http://www.mediapart.fr/club/