Atilio Borón
La inobjetable victoria del macrismo a nivel nacional plantea un enorme desafío para el conjunto de fuerzas que bregan por un país justo, democrático y soberano. Hoy, debido al lento pero irresistible –irresistible por ahora, como una vez dijera Hugo Chávez- ascenso de la derecha la Argentina se ha convertido en un país más injusto, menos democrático y más dependiente. ¿Qué hacer ante tamaña involución? ¿Cómo enfrentar a esta conjura de la plutocracia local, sus mandantes en Washington y su ejército de publicistas y propaladores de eficaces «posverdades» que lograron que un 41.7 % de la población votase alegremente por quienes han demostrado que gobiernan para los ricos y con los ricos y que están dispuestos a llevar hasta sus últimas consecuencias una suerte de eutanasia de los pobres, los viejos, los jóvenes, los excluidos? Para responder a esta pregunta es preciso primero reconocer exactamente la fortaleza del adversario y, autocrítica mediante, nuestras debilidades. Ambas se combinaron para producir esta nueva derrota del espacio progresista y de izquierda nucleado en torno a la figura de Cristina Fernández de Kirchner.
Una celebración desmesurada
La gritería de la derecha ha incurrido en toda clase de hipérboles para celebrar el triunfo del macrismo. Victoria «enorme», «histórica», «¡hazaña histórica!» dijo uno, «arrasadora», «líder de otra galaxia» según uno de los principales consultores políticos, son algunas de las expresiones utilizadas para caracterizar lo ocurrido el pasado domingo. ¿Cómo calificar entonces la victoria de Raúl Alfonsín en 1983, que consagró la primera derrota presidencial del peronismo a lo largo de su historia? ¿O, sin ir más lejos, el 54 % de CFK en el 2011? Es obvio que un desbordante optimismo campea en las filas de la derecha. Sin embargo, el analista no puede dejarse llevar por ninguno de estos excesos, que con signo contrario también se escucharon luego de conocido el veredicto de las urnas en el bunker de CFK en Sarandí. Una actitud más sobria, menos propensa a esa «desmesura» que muchos de los operadores macristas le achacaban con exclusividad al kirchnerismo demuestra que los guarismos obtenidos por Cambiemos son prácticamente idénticos a los que Néstor Kirchner cosechara en su primera elección parlamentaria luego de llegar a la Casa Rosada: 41.7% para el macrismo, 41.6% para el santacruceño en el 2005. En ambos casos, quedan por debajo de lo conseguido por Raúl Alfonsín en las legislativas de1985 cuando se alzó con el 42.3 % de los votos. En ambas ocasiones, 1985 y 2005, el reconocimiento de la victoria oficial ahorró la grandilocuencia imperante en estos días. En suma: muy buena elección del macrismo, pero lejos de ser un triunfo sin precedentes en la política argentina.
Va de suyo que lo anterior no tiene por objeto restar los méritos del adversario sino calibrarlos en su justo término. La subestimación conduce inexorablemente a la derrota, como lo prueba la temeraria ingenuidad del kirchnerismo al «elegir» como un rival fácil de doblegar, aún por Daniel Scioli, al por entonces jefe de gobierno de la ciudad de Buenos Aires. Se lo despreció y ridiculizó durante años –desoyendo a quienes advertíamos el peligro- hasta que se produjo el amargo despertar de Noviembre del 2015 y para sorpresa de propios y ajenos el rival despreciado terminó entronizado en la Casa Rosada. En línea con esta actitud es preciso reconocer que Cambiemos prevaleció en 13 distritos: Buenos Aires, la Ciudad Autónoma de Buenos Aires, Córdoba, Corrientes, Chaco, Entre Ríos, Jujuy, La Rioja, Mendoza, Neuquén, Salta, Santa Cruz, Santa Fe, mientras que el justicialismo –en sus múltiples variantes, algunas más cercanas a Macri que a Cristina- obtenía la victoria en once, una vez establecido el triunfo del kirchnerismo en Tierra del Fuego y, por un puñado de votos, en la provincia de La Pampa, otrora bastión inexpugnable del peronismo. El macrismo mejoró su representación en diputados y senadores nacionales, y si bien no tiene quórum propio en ninguna de ambas cámaras la irresistible atracción de la chequera que maneja la Casa Rosada y la volubilidad de sectores y líderes políticos que se presentan como «oposición» hace prever que a partir del 10 de Diciembre Macri contará con mejores chances de aprobar la legislación necesaria para viabilizar la segunda, y más radical, fase del ajuste. A lo anterior súmesele que al día de hoy Cambiemos es la única fuerza de alcance nacional y que triunfó en los cinco distritos (Ciudad de Buenos Aires, provincia de Buenos Aires, Córdoba, Santa Fe y Mendoza) donde se concentra el 70 % del electorado nacional. Una gran victoria, sin duda, pero que en la historia de nuestra democracia reconoce varios precedentes como para ser calificada como «hazaña histórica». Raúl Alfonsín y Carlos Menem así lo demuesran.
En una nota publicada en la Revista Anfibia Alejandro Grimson señala tres factores explicativos de la victoria macrista. Uno, la eficacia movilizadora del relato de Cambiemos con el cual la población fue bombardeada día y noche a lo largo de casi dos años gracias a la formidable, diría inédita y profundamente antidemocrática, concentración oligopólica en la prensa, la radio y la televisión que hace que la Argentina viva, mediáticamente hablando, bajo una «cadena nacional permanente». En los temas fundamentales los dos principales medios gráficos del país tienen tanta diferencia entre sí como la que existía entre el Pravda y el Izvestia en el apogeo de la extinta Unión Soviética, pese a lo cual los exégetas de la derecha siguen diciendo que «antes», es decir durante el gobierno de CFK, la libertad de prensa estaba amenazada. En este funesto escenario mediático el mensaje transmitido por el relato de la derecha era claro: «el kirchnerismo es el pasado, y fue una perversa combinación de incompetencia y corrupción que creó una falsa ilusión de bienestar que demostró ser insostenible. El país sobrevivió a aquella pesadilla y ahora debe afrontar, con esperanzada resignación, los sacrificios necesarios para retornar a la normalidad». La interminable repetición de este mensaje, taladrando día y noche el cerebro de los argentinos, más la sistemática supresión de voces disidentes realizada por los autoproclamados custodios de la república –eliminación de Telesur de los canales de cable, purgas en Radio Nacional, «apriete» en emisoras y televisoras privadas para acallar voces molestas, manejo arbitrario de la pauta oficial para perjudicar a los medios disidentes- unido al infame desplome de lo que había sido el aparato mediático del kirchnerismo más la oportuna sucesión de citaciones de la justicia federal a altos personeros del gobierno anterior durante la campaña terminaron por instalar un sentido común ampliamente compartido en la sociedad, no exento de ribetes tragicómicos. Ante la observación de que ahora el salario se deteriora día a día, el desempleo crece inconteniblemente y el país se endeuda de manera exorbitante por varias generaciones la respuesta estandardizada de la víctima suele ser algo así como: «sí, pero se robaron todo». En otras palabras, la ilusión de un futuro mejor (que no la esperanza) así como la execración del pasado fue hábilmente inoculada en la población por la pléyade de inescrupulosos «marketineros» contratados por aún más inescrupulosos líderes de la derecha. El dato de que hay muchos más miembros del gabinete de Mauricio Macri que de Cristina Fernández procesados por la justicia no hizo mella en aquel sentido común. Tampoco tuvo efecto alguno el conocimiento de que Mauricio Macri llega a la Casa Rosada estando procesado por la justicia; o que se encuentra involucrado en negocios turbios detectados en los Panamá Papers (que originaron la renuncia del Primer Ministro de Islandia), situación compartida por varios miembros de su entorno como Claudio Avruj, Esteban Bullrich, Gustavo Arribas y su primo, Jorge Macri entre otras figuras de Cambiemos. La prensa (dizque) «independiente» se encargó de blindar meticulosamente el tema y la noticia se la tragó la tierra y jamás fue examinada en profundidad por la opinión pública. Lo mismo ocurrió con la escandalosa iniciativa del presidente de perdonar una deuda contraída por su padre, Franco Macri, durante su gestión al frente del Correo Argentino, cosa que ante el clamor de la opinión pública finalmente tuvo que ser revertida y enviada a la justicia en medio de un fuerte escándalo que, sin embargo, no tuvo consecuencias políticas. Lo mismo que una dirigente social, Milagro Sala, fuese enviada a la cárcel y retenida allí por casi dos años sin condena y, cual «estado canalla», desoyendo la medida cautelar emitida por la Comisión Interamericana de Derechos Humanos y las recomendaciones de varios comités de Naciones Unidas exigiendo su inmediata liberación. El caso de la desaparición forzada de Santiago Maldonado a manos de la Gendarmería fue tan sólo el último escandaloso eslabón de esta trama de mentiras, ocultamientos y desinformación premeditada. Un proceso en donde la perversidad de una de las «candidatas estrella» del macrismo, Elisa Carrió, llegó a extremos pocas veces vistos en la Argentina al proferir tal cantidad de exabruptos («20 % de posibilidades que esté en Chile», «como Walt Disney», etcétera) que no sólo exhiben el lado oculto de sus convicciones supuestamente republicanas y humanitarias y su desenfrenada búsqueda de protagonismo en los medios sino también del triste retroceso cultural de la ciudadanía porteña (que por décadas había sido un baluarte en la exigencia de juicio y castigo para los culpables de la represión de los años setentas) que ahora premia con el 51 % de sus preferencias a un personaje que dijo tales aberraciones.
A lo anterior nuestro autor agrega dos otros factores: por una parte el papel de la ya anotada concentración mediática que impidió que el relato macrista pudiera ser críticamente examinado ante el gran público. Pocas veces en nuestra historia hubo tal nivel de «unanimismo mediático» como el que hoy asfixia a la Argentina. Esto es una nefasta innovación en nuestra vida política, pero hay que recordar que siempre, aquí y por doquier, las fuerzas políticas de izquierda y progresistas debieron luchar contra ese enemigo atrincherado en los medios de comunicación, y a menudo lo hemos derrotado. Y en segundo lugar, la gran fragmentación de la oposición y, sobre todo, la implosión del peronismo en una multiplicidad de organizaciones políticas construidas sobre las frágiles arenas de diversos liderazgos provinciales o locales que impidieron se pudiera enfrentar la ofensiva de la derecha con eficacia. Obviamente, esto remite a la crucial cuestión de lo que es hoy el peronismo. ¿Es Cristina, como lo reafirmó claramente en la reciente campaña senatorial, o es ella junto con todos, o algunos, de los siguientes: Gioja, Insfrán, Pichetto, Verna y Rodríguez Saa junto a los perdidosos Urtubey, Massa, Randazzo, Menem, Alicia Kirchner, Schiaretti y De la Sota ¿Puede este heteróclito conjunto converger en una propuesta común? De hecho no pudo, y esa dispersión llevó aguas al molino del gobierno. Lo más probable es que muchos de estos personajes ya estén en conversaciones con el gobierno nacional para asegurar la «gobernabilidad» en los próximos dos años y «un lugar bajo» el sol del presupuesto nacional en los nuevos tiempos que se avecinan.
¿Cómo construir una alternativa?
El exitismo oficial encuentra un sorprendente paralelismo en ciertos miembros del entorno del cristinismo. La autoproclamación ser de «la única oposición real», reiterada en cuanta ocasión se pueda, tropieza con los duros datos de la realidad. Los poco más de cinco millones de votos obtenidos a nivel nacional constituyen sin la menor duda un piso importantísimo para futuras competencias electorales. Pero como lo hemos dicho en múltiples ocasiones, el problema de CFK no es su piso –sólido, confiable, leal- sino su techo, carente de elasticidad para captar nuevas voluntades todo lo cual conspira contra su capacidad para lanzar una propuesta atractiva no sólo para los kirchneristas sino también para quienes no lo son, tanto dentro y especialmente fuera del peronismo. Si algo enseña la historia reciente de la Argentina es que con el peronismo sólo ya no se ganan elecciones a nivel nacional. El triunfazo de Cristina en el 2011 es impensable en nuestros días, porque la trama política y cultural del país cambió en una dirección contraria a la esperada. La Argentina hoy es un país más conservador que antes, más refractario a las interpelaciones progresistas o de izquierda, anatemizadas como un irresponsable «populismo»; además, el ancho y heteróclito campo de la izquierda y el progresismo se encuentra profundamente fracturado. Por ello, sólo una convocatoria amplia que avance por izquierda mucho más allá de los límites del contradictorio universo peronista estará en condiciones de canalizar las «energías nacionales» como decía Antonio Gramsci y derrotar al proyecto macrista. Si esta empresa de creación política no se lleva a cabo la derecha podría llegar a gobernar por largo tiempo en la Argentina. Una banca en el Senado no es precisamente el mejor instrumento para plantear una oposición eficaz al macrismo. En ese ámbito Cristina seguramente terminará conformando un monobloque, porque sus antiguos aliados peronistas no parecen demasiado entusiasmados con su incorporación a la Cámara Alta. Dada esta realidad, su capacidad para inclinar el fiel de la balanza a favor de sus propuestas o de arrastrar tras su liderazgo una mayoría de senadores para poner coto a la virulencia de Cambiemos es por lo menos dudosa. No sólo eso: el Frente para la Victoria que había sido el instrumento político-electoral del kirchnerismo durante doce años fue despachado a mejor vida sin ofrecérsele a sus deudos el beneficio de un modesto funeral para explicarles las razones de tan súbito e inesperado deceso. Lo mismo cabe decir de la creación de la Unidad Ciudadana: ¿qué asamblea de militantes y dirigentes aprobó su creación, con qué fundamentos, cuál es su programa, quiénes son sus autoridades, cuál será su política de alianzas? Nada se sabe al respecto.. Sólo que ambas cosas, la disolución del Frente para la Victoria como la creación de Unidad Ciudadana expresan un estilo de conducción política –desde arriba, vertical, personalista- que la historia demuestra que en la sociedad actual termina en el fracaso. Lamento decirlo porque se trata de una tradición fuertemente arraigada en el movimiento popular y quizás tuvo eficacia en el pasado. Pero hoy ya no funciona. Fracasó en el 2013, en el 2015 y de nueva cuenta el pasado domingo. Nada peor que ocultar lo que hoy es una conclusión irrefutable; ese estilo de conducción es un anacronismo político, seguro padre de nuevas derrotas.
La tarea de derrotar al proyecto de la derecha requerirá de todas nuestras fuerzas y toda nuestra inteligencia. Vuelvo a Gramsci con aquello de pesimismo de la razón pero acompañado por el optimismo de la voluntad. Sin una profunda autocrítica, reclamada insistente pero infructuosamente por muchos sectores dentro y fuera del kirchnerismo desde el 2015, no se podrá encontrar el rumbo para construir un gran frente de liberación nacional y social, claramente anticapitalista y antiimperialista. Las políticas de corrimiento hacia el centro político están condenadas a terminar en una nueva frustración. Hay una ley sociológica que dice que los pueblos prefieren el original a la copia. Si una coalición progresista «suaviza» su discurso (en un país tan flagrantemente injusto y saqueado por la CEOcracia como la Argentina) y adopta uno más centrista lo más probable será que la ciudadanía elija votar por la derecha original y no por un progresismo que modere su discurso y sus propuestas y se vaya pareciendo cada vez más a la derecha. Si de administrar al capitalismo se trata, nadie mejor que la burguesía y sus representantes políticos para hacer esa tarea. No le ayudó a Cristina guardar silencio ante el crimen de Santiago Maldonado; o referirse sólo al pasar al escándalo judicial en torno a la detención de Milagro Sala, equiparar a ésta con un sedicioso como Leopoldo López en Venezuela y decir que en ese país no hay un estado de derecho, o abstenerse de felicitar a Nicolás Maduro por la magnífica victoria cosechada en las elecciones regionales. Todo eso, a la vez que se optó por imitar el estilo de campaña, y la escenografía new age del PRO, lo cual no le agregó un solo voto a CFK. Los que llegaron no procedían de esos territorios sociales donde prevalece el eclecticismo y el nihilismo posmoderno, que es el lugar en el que Cambiemos cosecha sus votos.
La nueva construcción tendrá que trascender el plano electoral e internarse en la creación de un amplio espacio político-cultural. Este deberá ser la culminación de un proceso de diálogos sin exclusiones entre todos quienes saben que al macrismo no se le combatirá con promesas de un «capitalismo serio o racional». La tercera vía es, digámoslo de una vez, una vía muerta. Sólo podrán librar una efectiva batalla en contra de Cambiemos quienes estén dispuestos también a luchar contra el capitalismo (y no sólo el neoliberalismo) y el imperialismo y puedan comunicarlo socialmente de modo eficaz. En la nueva construcción política que necesitamos las propuestas de los críticos del capitalismo y el imperialismo deberán ser las que le asignen una «tonalidad ideológica» a la nueva propuesta. Para lo otro, para hablar de un capitalismo inclusivo y racional, está Cambiemos. Seamos claros: sólo desde la izquierda se podrá disputar la hegemonía político-cultural del macrismo, de la cual se desprende su preponderancia electoral. Es debido a ello que la elaboración de un programa político con nítidos contenidos democráticos, anticapitalistas y antiimperialistas será indispensable para cimentar la unidad de acción de un amplio conjunto de fuerzas políticas y movimientos sociales procedentes de distintas tradiciones y suficientemente vigoroso como para enfrentar las batallas que se avecinan y derrotar a una derecha organizada como nunca antes en su historia. Si fracasamos en este empeño tendremos macrismo para rato. Es una cuestión que remite tanto a la necesidad de crear una real alternativa que así sea percibida por una ciudadanía castigada por los rigores del ajuste neoliberal como de simple aritmética política. Sin esa gran coalición de signo anticapitalista y antiimperialista no podrá construirse una mayoría electoral.
El papel de Cristina
Tras la ratificación del rumbo actual en las elecciones del pasado domingo el gobierno acelerará la marcha hacia una restructuración regresiva del capitalismo argentino. Será necesario impedir que se consume un proyecto que retrotraería nuestro país a la situación imperante en las vísperas de la aparición del peronismo en 1945. Lo que ocurre en Brasil despierta la admiración de la Casa Rosada. El ataque al salario, a los trabajadores y al sindicalismo combativo será inminente. El endeudamiento tan irresponsable como desenfrenado y el desmantelamiento de la legislación protectiva de los trabajadores y, en general, de los pobres, de los adultos mayores, de los jóvenes será implacable. Los argentinos haríamos bien en mirarnos en el espejo brasileño para advertir lo que nos espera: congelamiento de los gastos en salud y educación, fin de la jornada de ocho horas, derogación de las principales piezas de la legislación laboral y jubilación sólo para el titán que venciendo indecibles contingencias y todo tipo de enfermedades pueda hacer aportes jubilatorios durante 49 años y llegar a su ancianidad con restos como para disfrutar de una modestísima pensión antes de despedirse de este mundo y disfrutar de un módico funeral. Ante ello una construcción debilitada por un arcaico verticalismo sólo serviría para acelerar la destrucción de la ciudadanía económica, social y política que se propone el macrismo y que con tanto esfuerzo fuera conquistada en años pasados. Será necesario crear una suerte de Frente Amplio, como el uruguayo; o un movimiento tan plural y heterogéneo como lo fuera el 26 de Julio en Cuba. Y el liderazgo deberá enriquecerse del diálogo, la discusión, el debate de ideas. Ya no hay lugares privilegiados de conducción porque todos, absolutamente todos, hemos sido derrotados. Eso es precisamente lo que nos une: la derrota.
Y esta nueva construcción tendrá que librar una batalla organizacional, política y cultural. Deberá ser aquel «Príncipe Colectivo» del que hablaba Antonio Gramsci para desde su novedad y frescura llegar a sumar millones de voluntades que, sin duda, cuando se disipe el espejismo hábilmente creado por Cambiemos, estarán a la búsqueda de una ruta de escape que no puede ser volver al pasado. Que quede claro: el liderazgo de Cristina no está en discusión; ningún otro político del campo de la oposición tiene su estatura y sus votos como para disputarle su lugar. Lo que sí está en cuestión es su estrategia de construcción política, como lo demuestran las recientes derrotas electorales, los sonados fracasos del FPV, la Cámpora y Unidos y Organizados y, más recientemente, su empecinamiento en no aceptar ir a las PASO para competir con Florencio Randazzo, que probablemente le hubiera permitido alzarse con la victoria nada menos que en la provincia de Buenos Aires. Una Cristina que escuche («dicen que Cristina escucha poco», anotaba Norberto Galasso en una entrevista para Zoom), que confíe menos en su intuición (que la ha traicionado muchas veces), que valore positivamente a quienes disputan sus argumentos con la intención de colaborar en su empeño y no con el ánimo de erigir obstáculos. Una Cristina que descrea de los adulones que le dicen que es infalible y que cuando ven que se encamina al abismo no le dan la voz de alerta. Una Cristina que recuerde el consejo de Evita, cuando le recomendaba a Perón desconfiar de los alcahuetes y gentes de confianza que lo rodeaban. ¿Cuántos de ellos, que parecían kirchneristas «de paladar negro», no se pasaron al bando contrario ni bien CFK dejó de ser presidenta? ¿Qué lecciones deben extraerse de ello?
Para concluir, sólo con el «vamos a volver» no va a ser suficiente para seducir a esos contingentes sociales agredidos y ofendidos por el macrismo pero atrapados por los traicioneros efluvios de un relato científicamente concebido para desmovilizar y estimular la pasividad y la resignación. Esto es así porque la campaña propagandística del macrismo ha sido muy efectiva y, además, porque las asignaturas pendientes luego de doce años de gobierno kirchnerista son inocultables. Se hizo mucho y bien, pero no lo suficiente; y muchas cosas se hicieron mal y otras ni siquiera se hicieron (por ejemplo: una reforma tributaria, o la nacionalización del comercio exterior). Y, lo que se hizo bien se comunicó mal. Ensimismado en la engañosa seguridad de su indisputada hegemonía el gobierno perdió capacidad de leer lo que estaba ocurriendo en la sociedad, y especialmente lo que le estaba sucediendo a las propias bases sociales del electorado kirchnerista. Tampoco supo entender sus nuevas demandas económicas y sociales y tomar conciencia del vertiginoso cambio cultural que tornaba a las clases y capas populares impermeables a la interpelación del progresismo y críticas de las políticas asistencialistas del gobierno. Fenómeno epocal, no exclusivo de la Argentina. En Bolivia, Ecuador y Venezuela ha ocurrido lo mismo, si bien no tan intensamente como entre nosotros.
Será preciso elaborar un programa político que sistematice las propuestas de transformación social que llevará a cabo la nueva coalición política. Un programa de «desmercantilización» de la salud, la educación y la seguridad social, convertidas por el actual gobierno en infames mercancías cuando en realidad son derechos humanos. Un programa de recuperación de la democracia en el espacio público, hoy férreamente controlada por la oligarquía mediática. De preservación de los bienes comunes; de efectiva reforma del estado, para que pueda regular al mercado y no al revés, como ocurre en estos días. En suma, a partir de esta nueva construcción política realizar efectivamente un tránsito desde el gobierno al poder y, de ese modo, elevar el bienestar material y espiritual de millones de argentinas y argentinos. Un programa, en suma, que sea totalmente ajeno al eclecticismo de la «tercera posición» o la ilusión de un «capitalismo serio». Un programa, en suma, tendencialmente orientado hacia el socialismo.
Estamos en vísperas de un nuevo comienzo, desde el llano, con aliados titubeantes, o desconfiados, y enemigos envalentonados. Será una marcha cuesta arriba y difícil, pero si tenemos el rumbo claro y la organización adecuada, podríamos evitar lo peor en el 2019. Es más, diría que si actuamos con inteligencia y sin desmayos podríamos revertir el revés del 2015. Para ello será preciso creer en nuestras propias fuerzas y contar con un programa político de avanzada: antioligárquico, anticapitalista y antiimperialista. No hay que olvidar que el gobierno de Macri se enfrenta a un complejo panorama económico que sin un desenlace catastrófico a la vista; es decir, sin un 2001 en el horizonte, igual será muy duro para la gestión. La crisis general del capitalismo y el descrédito del neoliberalismo global, ahora condenado por el amo imperial, serán fuente de innumerables obstáculos para el éxito del proyecto de Cambiemos. Pero dejemos que nuestros enemigos hagan lo suyo, y no soñemos que van a trabajar para nuestra victoria. Somos nosotros quienes debemos aprestarnos adecuadamente para la batalla, y no esperar que ellos se equivoquen o caer nuevamente en el error de subestimar su vocación de dominio. El clima cultural los favorece, pero eso puede cambiar si se actúa con decisión y de cara a la verdad. El programa macrista acarreará enormes sufrimientos a nuestro pueblo. Debemos ser capaces de mostrar que hay otro camino, que otro mundo es posible, y que la nueva construcción política en ciernes podrá ser el instrumento idóneo para construir esa alternativa, superadora de las inexorables lacras del capitalismo en cualquiera de sus versiones.