Juan Forn
El último sábado de cada mes se realiza en la ESMA «La Visita de las Cinco». Es una actividad pública que consiste en una recorrida por el centro clandestino de detención y tortura. Lo que la hace doblemente estremecedora es que en ella siempre participan algún sobreviviente del campo y algún invitado especial (que por lo general ha tenido un rol importante en los juicios de la causa ESMA). Se suma siempre al grupo un escritor invitado para que después relate el encuentro. Hasta donde yo tenía entendido, en la visita participaban por lo general un sobreviviente y entre 20 y 50 personas como público, más o menos la misma cantidad de personas que albergaba en cada piso el recinto en su oprobioso momento de actividad (se calcula que pasaron más de 5.000 detenidos por la ESMA, pero de 50 en 50).
Con esa idea en la cabeza fui el sábado pasado a La Visita de las Cinco: pensando que iba a asistir a una ceremonia casi íntima. Pero en lugar de uno o dos sobrevivientes vinieron 20, y en lugar de 50 personas de público había más de 500. Era el sábado más cercano al Día Internacional del Detenido-Desaparecido, sí, pero creo que influyeron más la consternación y la cólera por la desaparición de Santiago Maldonado: era la primera Visita de las Cinco desde que se lo llevaron. Antes de empezar, aquella ceremonia íntima ya se había convertido en otra cosa.
Para los sobrevivientes es siempre difícil ir a la ESMA; los deja sacudidos por varios días. A veces se les hace más fácil estar allí acompañando que dando testimonio. Pero ahí estaban. El centro clandestino de detención funcionó en el casino de oficiales de la ESMA, un pequeño edificio de tres pisos; los lugares de cautiverio (en el sótano y en el altillo del tercer piso) albergaban no más de 50 detenidos a la vez. Pero ahora había más de 500 personas que querían entrar. Para peor lloviznaba, no se podían usar los espacios abiertos para que en el momento decisivo de la visita, el final, el cierre, pudiéramos estar todos juntos. Y sin embargo se pudo. Lo que primó en todo momento a lo largo de la visita fue la cercanía del otro, de los otros: lo que estaba pasando ahí era un fenómeno colectivo.
Yo pensaba ingenuamente que, a cada paso del recorrido, el chico-guía (son todos jóvenes los guías del Museo-Sitio de la Memoria) llevaría la voz cantante y los sobrevivientes agregarían algo. Sin embargo, ya desde el principio pasó lo mismo, en todos los grupos en que se habían dividido público y sobrevivientes: el guía se frenaba, esperaba que la gente se acomodara alrededor y entonces miraba a los sobrevivientes, y ellos empezaban espontáneamente a hablar, uno a uno. Se cargaban la visita al hombro.
La Armada entregó vacío el edificio en 2004; no dejó ninguna evidencia del centro de detención. El Museo-Sitio de la Memoria conservó las instalaciones tal cual las recibieron (lo único que se le ha agregado es información, que se proyecta sobre las paredes desnudas; no hay ni imágenes ni voces de los desaparecidos, a pedido de los familiares de las víctimas). De manera que es el relato de los sobrevivientes, cuando señalan un espacio vacío en el suelo de cemento del altillo (Capucha), o una habitación pelada (El Cuarto de las Embarazadas), o un rincón anónimo del sótano (la Sala de Tortura, a la que se llegaba por la avenida de la Felicidad) lo que hace que veamos lo que veían y padecían ellos: el museo sucede en nuestra cabeza. No: donde sucede, donde encarna, es en ese hombre o mujer de sesentaipico que nos está hablando, que nos está contando cómo fue estar ahí hace 40 años, cuando tenía 20. Uno de ellos cuenta que los abogados en el Juicio le decían que tenía una memoria envidiable: «No le deseo a nadie recordar lo que yo recuerdo», les contestó.
Me impresiona, me despierta profunda admiración, el aplomo que tienen los sobrevivientes cuando hablan. Mientras subimos las escaleras hacia el tercer piso al principio del recorrido, uno de ellos que camina a mi lado me dice: «Por acá nos subían. Ya teníamos la capucha puesta, así que a esta escalera la adivinábamos, más que verla». Cuando recorremos Capucha, otro de los sobrevivientes nos hace imaginar el enorme lugar vacío dividido en tabiques, cada uno con un colchón en el suelo, donde los detenidos dormían engrillados y encapuchados. Cada 15 días, cuando el olor era insoportable, los bañaban; de comer les daban una vez al día una taza de mate cocido y un «bife naval»: un pan con una rodaja de carne seca. Pasando El Cuarto de las Embarazadas está El Pañol, donde se acumulaba el pillaje, el botín que traían los grupos de tareas cuando vaciaban la viviendo de los detenidos (después llevaban a un grupo de cautivos al que habían bautizado La Perrada a pintar y arreglar esos lugares para venderlos; pero en El Pañol se veía que los grupos de tareas eran miserables hasta en su codicia: allí se acumulaban en forma dantesca desde baqueteados electrodomésticos hasta rotas cajitas de música).
Los detenidos eran trasladados al sótano para las sesiones de tortura, donde todo el tiempo sonaba música a todo volumen. Según las épocas, el disco que sonaba en un macabro loop perpetuo era La felicidad; Satisfaction de los Stones; Salta pequeña langosta de Rubén Mattos y otra canción de Palito Ortega, esa que dice: «Tirate al río en la parte más profunda / y después cuando te hundas si querés podés gritar». Las luces blancas, desangeladas, del techo no se apagaban nunca. En un rincón del sótano torturaban; en el otro tenían al Staff, la otra mano de obra esclava: los detenidos que trabajaban en falsificación de documentos y redacción de textos que contestaran a la campaña antiargentina en el exterior o en el lanzamiento de la plataforma política de Massera, en una oficina separada con endebles paredes del resto del sótano. Los miércoles vaciaban el lugar: no trabajaba nadie. Porque los miércoles era el día de «traslados»: a los detenidos les hacían creer que los trasladados iban a otros centros o a «granjas de recuperación»; como bien sabemos hoy, los dormían con una inyección de «pentotal naval», los cargaban como bultos en camiones rumbo a Aeroparque y ahí los subían a aviones y los tiraban al mar.
Eran pocos los que duraban mucho en la ESMA: mientras estaban detenidos, les mostraban por ejemplo a Norma Arrostito, para que pensaran: «Si a ella no la mataron quiere decir que no matan». A pesar de eso, algunos fueron adivinando el destino de los trasladados (cuenta uno de los sobrevivientes que, al verlo con la ropa tan rota, el Tigre Acosta hizo que le dieran ropa nueva y recibió la camisa y el pantalón de un compañero suyo que había sido «trasladado» el día anterior). La siniestra estrategia de los milicos incluía también liberar cada tanto a algunos pocos detenidos: para que contaran lo que sabían, y para que se desconfiara de ellos por haber sobrevivido («Padecimos por partida doble el estigma del ‘Algo Habrán Hecho’»). Todos ellos siguieron vigilados y monitoreados por los milicos hasta fines de 1983. Todos ellos escucharon de sus verdugos, al entrar en la ESMA, que estaban entrando en un lugar que no pertenecía a este mundo: «No estás vivo ni estás muerto», les decían, palabras casi calcadas de la inmunda declaración de Videla: «Los desaparecidos no están, no son, no existen. Ni están vivos ni están muertos; están desaparecidos».
En el sótano, entre el sector de tortura y el del Staff sale una escalera hacia la superficie, por donde se llevaban los cuerpos inconscientes de los trasladados hacia los camiones estacionados en el patio. Hoy es un espacio vidriado sin salida donde sólo entran el viento y la lluvia, el único tramo del recorrido en que el visitante tiene que volver sobre sus pasos, para llegar al playón donde siempre tiene lugar el cierre. A causa de la llovizna, nuestra visita terminó en cambio en El Dorado, el gran salón de planta baja donde los grupos de tareas planeaban los operativos, limpiaban sus armas, se dividían el botín. Somos 500 personas sentadas en el suelo, de cara a una de las paredes donde, en una fila de sillas, están sentados los 20 sobrevivientes y varias Madres de Plaza de Mayo. En las otras paredes se proyectan las últimas imágenes de la visita: todos los oficiales que participaron de los horrores de la ESMA que han sido o están siendo juzgados, o que zafaron por morirse antes. La identidad de muchos de ellos pudo ser conocida gracias a Víctor Basterra, uno de los sobrevivientes que está presente en la visita. Basterra estuvo aquí detenido desde 1979 hasta diciembre de 1983. Fue secuestrado junto con su esposa y su hija recién nacida, torturado, padeció dos paros cardíacos. Luego lo derivaron al Staff para falsificar documentación (era obrero gráfico). Escondió copias de las fotos que le ordenaban hacer y, cuando comenzó a tener permisos de salida, las fue sacando a escondidas. Las guardaba en un hueco en la pared de su casa; se lo contó a una compañera por si en algún momento era «trasladado». En el Juicio a las Juntas brindó el testimonio más contundente de todos los testigos: casin deis horas. Además entregó todo aquel material que logró ir sacando de la ESMA. Gracias a esas fotos se pudo conocer la identidad de muchos desaparecidos en los vuelos de la muerte y también de muchos oficiales que participaban en los grupos de tareas.
El pequeño, coqueto edificio del casino de oficiales de la ESMA encarna como ningún otro centro de detención todas las iniquidades del terrorismo de Estado: la tortura, el pillaje, la mano de obra esclava, el manejo psicológico de las personas, la mentira, la impunidad, el sadismo, el robo de bebés, el arrojar seres vivos al mar. Somos 500 escuchando a esos 20 sobrevivientes; deberíamos ser 40 millones, pienso. Y deberíamos, todos, en este momento, estar exigiendo en voz alta lo mismo que reclaman esos 20, las últimas palabras que dicen al final de la visita: Aparición con vida de Santiago Maldonado. Juicio y castigo a los culpables. ¡Nunca más!