Miguel Ugas
Si en algo coincidimos en los actuales momentos la gran mayoría de los venezolanos es que el país está atravesando por una crítica situación tanto en lo político como en lo económico y sobre todo en lo moral, que, de agudizarse, podría desencadenar una fase muchísima más compleja, rayana ya en la indecible guerra civil.
Hemos venido estirando el delgado pabilo del aguante, temiendo que llegue a romperse generando terribles consecuencias para la sociedad en su conjunto; en más de una oportunidad, en las últimas semanas, se ha colado en el sentir colectivo la sensación de que estamos llegando al punto de inflexión, ese, en el que cualquier cosa puede suceder o estallar.
Dejen quieto al que está quieto
Algunos analistas, con evidentes ánimos apaciguadores, apelando a una particular visión del proceso histórico venezolano, han sostenido que si alguna virtud tiene el venezolano es su vocación pacífica y que, por tanto, por más relación tensional que pueda existir, las agrestes diferencias no pasarían a mayores implicaciones.
Santa invocación, sea dicha, pero, en nuestro caso particular, no partimos de una apreciación tan optimista, precisamente, basándonos en una mirada retrospectiva de nuestro proceso socio-político.
En el pasado venezolano la violencia social no ha estado ausente, todo lo contrario, estuvo presente con sus terribles secuelas, tal vez, como en ningún otro país suramericano.
La Guerra de Independencia, que consumió 14 años de la vida nacional, se manifestó de una manera muy cruenta, más que en cualquier otro país de la región, ya lo expresó Bolívar cuando increpando al embajador estadounidense, de aquel entonces, sostuvo que las dos terceras partes de nuestra población había perecido en la lucha por conquistar la soberanía nacional. Y la Guerra Federal, que nos llevó otros cinco años, significó una carga de violencia social si acaso mucho mayor que la independentista.
Naturalmente, ambas guerras tuvieron como sustrato las relaciones de explotación que han caracterizado a la sociedad venezolana, instauradas con la llegada de los españoles a nuestras tierras, y que se fueron profundizando con el fluir del devenir; haciéndose presente, desde un primer momento, la resistencia indígena, factor, este, por cierto, que se transmuta en capacidad de resistencia de nuestro pueblo, que ha estado allí, expectante, vigente con el pasar de los siglos.
Durante el siglo XX venezolano, con la aparición del factor petróleo, y sus ingentes recursos, en el escenario nacional, se morigeraron las cargas contradictorias de la sociedad porque migajas de la plusvalía petrolera sirvieron para aliviar las condiciones de vida de la población trabajadora y atemperar, de alguna manera, la lucha social.
Lucha, que, en el período chavista, ciertamente, ha tendido a agudizarse, precisamente, porque el pueblo preterido, el excluido de siempre, ha alcanzado un reconocido nivel de participación en la vida nacional, obteniendo de paso un acceso creciente y directo a los recursos petroleros nunca antes visto; redistribución a la cual se oponen los sectores privilegiados que han usufructuado la riqueza nacional y que, hoy por hoy, están representados en la borroscosa oposición, tanto en la partidista como en la que se expresa a través de distintos grupos de interés.
En términos resumidos, esta es la clave para interpretar la tensa situación que estamos viviendo, que tiene manifestaciones concretas en lo económico, político y moral, pero que se remonta a ese proceso histórico transitado por la sociedad venezolana.
De manera que, si de revisión de nuestro pasado se trata, el registro que tenemos es de pronósticos más que reservados, por ello es muy sabia la conseja que siempre resaltaba el Comandante Chávez “dejen quieto al que está quieto”, es decir, es mejor no alborotar ese avispero que permanece tranquilo en el subconsciente colectivo venezolano.
Diálogo imperativo
En las actuales circunstancias, teniendo claro que la guerra, en ningún caso es opción, se hace imperativo transitar el camino del diálogo.
Por ello los actores políticos (Gobierno Bolivariano y MUD) sobre los cuales descansa la decisiva responsabilidad de canalizar las diferencias existentes, por muy antagónicas que sean, deben anteponer los intereses nacionales por encima de cualquier cálculo particular y darle curso y entereza a las iniciativas de diálogo o negociaciones, que se vienen adelantando, con la facilitación del Papa Francisco y de la UNASUR, orientadas a establecer pautas que hagan posible dirimir esas diferencias en el marco de la Constitución, sin que ello implique, claro está, deponer los principios que motivan a cada sector; negociaciones que son del conocimiento público y que ya arrojaron resultados parciales alentadores.
Combo maléfico
En este sentido, luce preocupante las reacciones de ciertos grupos opositores, actuantes, algunos, en el seno de la MUD (como Voluntad Popular y Alianza Bravo Pueblo y el resto del llamado grupo de los 15) y otros que revoletean en su entorno (como Vente Venezuela) e incluso desde el extranjero (como Venezolanos Perseguidos Políticos en el Exilio e individuales animas en pena, tales como, Diego Arria, Eligio Cedeño, Patricia Poleo, Carlos Ortega, Alberto Franceschi y Miguel Enrique Otero) que han salido, lanza en ristre, a cuestionar los acuerdos, buscando boicotear los avances que se vienen dando en función de preservar la paz. Este combo maléfico, irresponsablemente, cifra sus cálculos, al parecer, antes que en la fórmula dialogante, en la salida guarimbérica y guerrerista.
Frente a este cuadro es que planteamos la disyuntiva que se le presenta a la dirigencia de la MUD: o se mantiene seria y responsablemente en el ámbito del diálogo y de la negociación en aras de la democracia y de la paz de los venezolanos o cede, cobardemente, ante la presión de quienes aúpan el desvarío de la guerra y la anarquía. La vida hablará por ellos. Amén.