El miedo paraliza. Eso no es nuevo, en absoluto. Todos lo sabemos inmemorialmente, y quienes ejercen alguna cuota de poder, además de saberlo, lo utilizan.

El miedo comporta algo de irracional, de primario; la lógica «bienpensante» pierde ahí la supremacía. Alguien asustado, no digamos ya aterrorizado, es presa de las reacciones más viscerales, mas impensadas, dejando totalmente a un lado las decisiones razonadas, frías y llevadas por la lógica. Hacer uso de esas circunstancias en función de un proyecto hegemónico, es algo por demás conocido en la historia: quien manda se aprovecha del miedo del otro para ejercer su poder. Eso es, a todas luces, un mecanismo perverso; pero ¿quién dijo que la perversión no hace parte consustancial de lo humano?

Hoy día, en nuestra hiper tecnocrática sociedad, el manejo de las emociones, en cuenta el miedo, es un elemento de importancia capital para el mantenimiento del sistema. Y obviamente, si alguien maneja y manipula ese miedo, no es el ciudadano de a pie. Él es quien lo sufre, el objeto de la manipulación; los hilos del títere nos los mueve él precisamente. Para eso está lo que la academia estadounidense llama «ingeniería humana». «En la sociedad tecnotrónica el rumbo lo marcará la suma de apoyo individual de millones de ciudadanos incoordinados que caerán fácilmente en el radio de acción de personalidades magnéticas y atractivas, quienes explotarán de modo efectivo las técnicas más eficientes para manipular las emociones y controlar la razón», dijo uno de los principales exponentes de esa línea de pensamiento, el polaco-estadounidense Zbigniew Brzezinsky.

Esas técnicas -cada vez más refinadas y eficaces, por cierto- responden, por su parte, a un proyecto de dominación global. Lo que antes pueden haber hecho el shamán o la Iglesia católica («La religión existe desde que el primer hipócrita encontró al primer imbécil», dijo Voltaire. «Las religiones no son más que un conjunto de supersticiones útiles para mantener bajo control a los pueblos ignorantes», comentó por su parte el teólogo Giordano Bruno), hoy lo realiza la industria mediática (nuestra «religión» moderna).

Pero hoy -y eso es lo que queremos resaltar- el manejo de ese miedo ha cobrado dimensiones tremendas. Los seres humanos no solo vivimos asustados por los avatares naturales que no manejamos, tal como siempre ha sido (catástrofes, muerte, la incertidumbre ante el destino), sino que padecemos, en forma creciente, ante las «catástrofes» humanas. Pero más aún, cosa que torna más patética la situación, ese miedo está racionalmente inducido desde un determinado proyecto de dominación.

En la actualidad ya no nos atemorizan los espíritus ni los demonios que andan sueltos (las religiones, que lidian con todos ellos, están en retirada en un mundo cada vez más tecnocrático). Hoy día tememos… al terrorismo (en los países del Norte) o a la delincuencia (en el Sur empobrecido).

Aunque los motivos de nuestros terrores, si los analizamos con exhaustividad, no son precisamente esos difusos nuevos espantos, sino la percepción que tenemos de ellos.

Ahora bien: la percepción que tenemos de ellos es la que nos construyen los medios masivos de comunicación. La casi totalidad de las percepciones del mundo que vamos teniendo, nos las dan -nos las imponen- esos medios.

Pregúntese el lector cómo es por dentro, por ejemplo, un submarino. En general todo el mundo dará aproximadamente la misma respuesta: un panel de control, palancas, tableros con luces, marineros que reciben órdenes, un capitán al mando de un periscopio, etc. ¿De dónde sale ese «conocimiento»? De los cientos o miles de veces que hemos sido bombardeados con esas imágenes.

¿De dónde salen nuestros paralizantes miedos ante el terrorismo o ante la delincuencia desbocada? De las matrices mediáticas que ya se nos han impuesto. ¿Acaso todos los musulmanes son unos sanguinarios terroristas listos a sacar una bomba de entre sus ropas? ¿Acaso todos los jóvenes de barriadas pobres son unos delincuentes listos a amenazarnos con un cuchillo? Obviamente no. Pero eso son los imaginarios que se nos han impuesto.

Sin dudas el mundo no es un lecho de rosas: hay muertos por doquier debido a acciones violentas. Por supuesto que explotan bombas y hay asaltos a mano armada; por supuesto que existen actos suicidas, en general llamados «terroristas», y por supuesto también que hay delincuencia callejera, robos a mano armada y «áreas rojas» donde ni la policía entra. ¡Vaya novedad! Por minuto mueren dos personas en el planeta debido a la detonación de un arma de fuego. Obviamente no estamos ante un paraíso. Pero según estudios consistentes, diariamente fallecen en el mundo no menos de 2.000 personas por falta de alimentos, y más de 1.000 por falta de agua potable, en tanto que el siempre mal definido e impreciso «terrorismo» produce en promedio… 11 muertes diarias.

Tenemos miedo a las cosas que se nos dice que debemos tenerle miedo. Y curiosamente, esos temores parecen manipulados: en el Norte del mundo la gente vive paranoica con el próximo acto terrorista, que seguramente será de algún denominado «grupo fundamentalista islámico». La muerte de una persona a manos de, por ejemplo, un marido celoso o un paranoico delirante, es ya presentada como ataque terrorista, dando pie a una hiper militarización de la vida cotidiana… y a las guerras preventivas (que, curiosamente, se hacen siempre contra países que tienen petróleo en su subsuelo. ¿Qué casualidad, no?).

En el Sur, en los países empobrecidos y donde la vida es violada a diario por las balas, el hambre y la falta de agua potable, se vive paranoico con la delincuencia que puede aparecer en cada esquina. Pero como dijo un dirigente comunitario de una barriada pobre de algún país latinoamericano: «Todo el tema de la mara [pandillas juveniles] se ha inflado mucho por los medios de comunicación; ellos tienen mucho que ver en este asunto, porque lo sobredimensionan. En realidad, la situación no es tan absolutamente caótica como se dice. Se puede caminar por la calle, pero el mensaje es que si caminás, fijo te asaltan. Por tanto: mejor quedarse quietecito en la casa». En un punto u otro del planeta para que la consigna es esa: de la casa al trabajo y del trabajo a la casa. Los espantos malos que andan por ahí (musulmanes terroristas o delincuentes) nos acechan, nos hacen la vida imposible, nos van a devorar. Lamentablemente, la ingeniería humana sabe lo que hace… ¡y consigue tenernos quietecitos!

Mantener poblaciones aterrorizadas es buen negocio (para quienes detentan el poder, claro). Nunca tan oportunas como ahora las palabras de la lideresa indígena de Bolivia Domitila Barrios con respecto a todo esto: «Nuestro enemigo principal no es el imperialismo, ni la burguesía ni la burocracia. Nuestro enemigo principal es el miedo, y lo llevamos adentro». El miedo es una reacción psicológicamente muy normal en determinadas situaciones; el miedo puede ser patológico en ciertos casos (neurosis fóbicas, por ejemplo). Pero el miedo del que aquí hablamos (contra el «musulmán malo» o el «delincuente que nos acecha detrás de cada árbol») es una pura invención de la ingeniería humana, preparado desde un proyecto de dominación. ¿Será hora de abrir los ojos?