La instalación de un fascismo renovado, la táctica de Trump.
Bajo el estruendo de sustrompetas de guerra, Donald Trump ha llegado a una posición que hace poco más de un año era casi imposible concebir. Líder de un sector extremista de una derecha blanca y recalcitrante, este empresario cuya trayectoria cuenta, entre otros detalles, con la quiebra de algunas de sus compañías y un programa televisivo mediocre, se ha convertido en la figura pública más relevante de Estados Unidos.
Es posible que su ascenso a la primera posición en la competencia republicana por la presidencia se deba a una genial estrategia de sus asesores, porque resulta muy difícil concebir semejante éxito en alguien totalmente ignorante en política –interior y exterior- cuyo discurso gira fundamentalmente en torno a la fuerza bélica y la represión contra migrantes y ciudadanos de su propio país, sobre todo contra las minorías étnicas y religiosas ajenas al modelo del establishment gringo.
Este fenómeno inusual en la política estadounidense calza muy bien con el hecho de que no hay nada como un ambiente de guerra para transformar un discurso vacío en una proclama heroica. Hay que regresar en la historia reciente y recordar los incendiarios discursos de George W. Bush con los cuales preparó anímicamente a la ciudadanía antes de lanzar al país en la invasión contra Irak, acto basado en falsas premisas y con repercusiones incalculables.
Trump, de algún modo, ha copiado el modelo. De sus diatribas hepáticas en contra del pueblo mexicano –porque sin duda cree que “mexicano” es un genérico para todo migrante desde el sur del Río Bravo- ha desarrollado un mensaje de odio contra todo ser humano que no se identifique culturalmente con el modelo de vida estereotipado e instalado como lo decente, lo normal y lo aceptable de acuerdo con sus valores personales.
Una campaña cargada de amenazas y aderezada con la idealización de un purismo racial y cultural inexistente, por ser Estados Unidos un país integrado en su abrumadora mayoría por migrantes de todo el planeta, ha sido el vehículo que lo ha lanzado a la cacería de una presidencia concebida como un sitial desde el cual cree alcanzar el poder para dominar al mundo. En esta campaña destaca de manera rotunda el renacimiento de un fanatismo xenófobo en amplios sectores de la ciudadanía, sus seguidores fieles, quienes desean creer en una vuelta a aquellos tiempos de la historia en los cuales la supremacía blanca era la norma.
Enfrentado a una candidata poco amigable, ambiciosa y señalada como una política sagaz pero poco confiable, las debilidades de sus estrategias se desdibujan y pierden el impacto que habrían alcanzado de tener a una opositora fuerte, carismática e intachable. Esto dibuja el peor de los panoramas de cara a noviembre, cuando se decidirá el destino de la nación más poderosa del mundo y, por ende, de todos los países dependientes de su influyente política exterior.
La amenaza del terrorismo, táctica utilizada por Trump para elevar en sus audiencias un espíritu belicista y reivindicador del liderazgo mundial, es de hecho una espada de Damocles pendiente de un hilo: sus intenciones expresas de borrar de la faz de la tierra toda amenaza –potencial o real- proveniente de los países en conflicto en el hemisferio oriental. Conflictos que, vale recordar, fueron provocados por Estados Unidos a lo largo de una historia de intervencionismo cuyo propósito ha sido convertirlos en súbditos obedientes y proveedores de riqueza. En todo caso, sea cual sea el resultado de las próximas elecciones, queda el mal sabor de un fascismo renovado y amenazador que ya creíamos superado.
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