Homar Garcés
La guerra, desde finales del pasado siglo, ha sido utilizada por el complejo financiero-industrial-militar gringo (junto a sus aliados de la OTAN) como elemento disuasivo de doble propósito. Mediante ella, el derecho internacional -lo mismo que las acciones e influencia de la ONU y de otros organismos multilaterales- fueron puestos a la orden de los requerimientos de los grandes capitales corporativos transnacionales; situación que es disfrazada (gracias a la industria ideológica a su servicio) bajo argumentos contradictorios de defender la libertad, la democracia y los derechos humanos, pero cuyo saldo visible resulta completamente lo contrario. Pero, la guerra ya no es la típica guerra, presente a lo largo de la historia humana. Es una guerra sin fronteras territoriales, siendo perfeccionada en muchos campos, a los cuales se extiende sin que los ciudadanos, en su gran mayoría, lo admitan y se percaten de ello.
Con esto, el complejo financiero-industrial-militar gringo (como adalid del capitalismo global) obtiene una ventaja significativa de alcance mundial, a tal punto de consolidar lo que muchos señalan como dictadura o imperio a escala planetaria, permitiéndose la decisión arbitraria de desestabilizar cualquier nación y/o gobierno que ose ir en contra de sus intereses; entablándose una lucha desigual entre quienes defienden su soberanía y aquellos que pretenden arrebatársela. Esta lucha desigual, sin embargo, podría reforzar (de haber la suficiente madurez y voluntad política para hacerlo, sin desmayar en el esfuerzo) la necesidad de una organización y de una conciencia populares orientadas a romper, por un lado, la dependencia tradicionalmente aceptada respecto a Estados Unidos (“la nación indispensable”) y, por otro, emprender un vasto movimiento emancipatorio capaz de trascender el marco capitalista y crear, en su lugar, uno de características colectivas o comunistas, donde se deje de cosificar a la naturaleza y a los seres humanos. No obstante, para que esto llegue a suceder es ineludible que haya un proceso revolucionario que agrupe en igualdad de importancia, sin que se aísle uno de otro, tres grandes objetivos: 1.- justicia social, 2.- independencia económica, y 3.- soberanía política. Cada uno protagonizado e influenciado en todo momento por los sectores populares. Sabiendo de antemano que la conquista de mercados y de recursos naturales estratégicos, a fin de asegurar e incrementar sus ganancias multimillonarias (sin importar para nada el bienestar de los pueblos) constituye la razón principal por la que el capitalismo global recurre a la guerra, no podría hallarse otra forma de confrontarlo y vencerlo que el impulso de este proceso, oponiéndose frontalmente al esquema de especialización de la producción por parte de regiones y países que pretende imponerse desde los centros de poder hegemónicos.
Hay que rememorar que el imperialismo gringo ya había perfilado su remozado papel dominante en el documento “Proyecto para un nuevo siglo (norte) americano” que, tras los sucesos del 11 de septiembre de 2001 en Nueva York, debía comportarse, como nunca antes lo hiciera potencia alguna en el pasado, “como imperio mundial de pleno derecho, poseedor único de la responsabilidad y la autoridad como policía planetario”, al decir de Miguel Ángel Contreras Natera en su obra “Geopolítica del Espíritu”. Para los ideólogos del imperio yanqui, “la gran estrategia de Estados Unidos -según lo reflejan en el antemencionado documento- debe perseguir la preservación y la extensión de esta ventajosa posición durante tanto tiempo como sea posible. Nuevos métodos de ataque electrónicos, no letales, biológicos serán más extensamente posibles; los combates igualmente tendrán lugar en nuevas dimensiones por el espacio, por el ciber-espacio y quizás a través del mundo de los microbios; formas avanzadas de guerra biológica que puedan atacar a genotipos concretos, pueden hacer del terror de la guerra biológica una herramienta políticamente útil”. Con todo esto en mente, los apologistas obviaron, no obstante, dos obstáculos que -de una u otra manera- limitarían y cambiarían su meta (aunque sólo fuera momentáneamente): la resistencia de los pueblos, básicamente de nuestra América, y el progreso tecno-científico, económico y militar logrado por Rusia y China, dos rivales de cuidado en el actual escenario internacional.
¿Qué queda entonces por hacer? La lucha de resistencia ejemplificada por los pueblos de nuestra América, tanto antes como después del paréntesis neoliberal de las décadas de los 80 y los 90, podría servir de clave para interpretar el momento histórico actual y prefigurar la estrategia a seguir frente a la guerra imperial de doble propósito de los grandes centros de poder; así como la posibilidad de delinear nuevas formas organizativas de vida, justicia y reivindicación cultural que le den una nueva significación a la democracia como práctica cotidiana emancipatoria.