Roberto Amaral

ALAI AMLATINA, 29/01/2016.-  Debemos tratar de entender las razones de la unanimidad  conservadora en contra del Partido de los Trabajadores (PT)  a pesar de que sus gobiernos ni reformistas fueron.

La derecha latinoamericana acepta casi todo, hasta el desarrollo y la democracia, mientras no vengan acompañados, sea de la emergencia de las clases populares, como pretendió el  Brasil de Joao Goulart y Lula, sea de la defensa de las soberanías nacionales de los países de la región, como ya lo intentó el segundo gobierno de Vargas.

La historia no se repite, lo sabemos hasta la saciedad, pero en 1954, al igual que en 1964, al igual que el día de hoy, se organizó una alianza de fuerzas políticas derrotadas en las urnas, más los sectores dominantes del gran capital y la unanimidad de la gran prensa, unificados en un proyecto golpista en nombre de una democracia que enseguida fue pisoteada.

Aquellos episodios, con el ingrediente perverso de la insubordinación militar, el momento  culminante de una razzia contra el progreso y pro-atraso, han sido impulsados,  desde hace mucho tiempo,  por los sectores mayoritarios de la gran prensa, un monopolio ideológico gestionado por cárteles empresariales intocables.

Esta unanimidad ideológico-política de los medios de comunicación es, así, la misma que la de años  pasados. La diferencia, que agrava su peligrosidad, es la concentración de medios facilitada  por el monopolio  que anula cualquier posibilidad de competencia, blindando el sistema de eventuales contradicciones y ‘agujeros’.

¿Qué hicieron los gobiernos democráticos -que hicieron la sociedad,  el Congreso, el poder judicial – para enfrentar  a este monstruo antidemocrático que actúa sin impedimento, a pesar del orden constitucional?

Las razones para la crisis se remontan a la concepción de nación,  la sociedad y el Estado que las fuerzas conservadoras – al fin y al cabo nuestros efectivos gobernantes – establecieron con su proyecto de Brasil.

El desarrollo de nuestros países puede incluso ser admitido por estos sectores – siempre que el malsano Estado financie sus inversiones –  en tanto sean respetados determinados límites (no los que los  ponga a tributar,  por ejemplo), o comprometerlos con los objetivos estratégicos nacionales,  como respetuosos fueron con estas gentes los años dorados de juscelinismo.

Jamás un desarrollo marcadamente autónomo como pretendieron el  Chile de Allende, con las consecuencias conocidas, y Venezuela, acorralada y acosada desde los primeros indicios de bolivarianismo, país que, sea lo que haya hecho más allá del discurso, siguió su propio camino de desarrollo económico y social, al margen de los intereses del Departamento de Estado, del Pentágono y el FMI.

Hasta la democracia es admisible, siempre  que no vaya  acompañada de grandes movilizaciones de masas, por lo que Goulart se jugó y perdió el poder. Por cierto, Federico Engels (en la introducción al libro clásico  La lucha de clases  en Francia de Marx) señala:   «… la burguesía no va a permitir  la democracia, siendo incluso capaz de golpearla,  si hay alguna posibilidad de que las masas trabajadoras lleguen  al poder».

Ahora en América Latina,  basta la simple aparición de las masas a la escena política,  sin que éstas incluso amenacen con alcanzar cuotas mínimas de poder, para justificar los golpes de estado y las dictaduras.

Además de promover la  emergencia de lo popular en la política, incorporando las masas desheredadas al  consumo y a la vida civil, Lula intentó  una política exterior independiente, como independiente podría ser en los términos de la globalización de nuestras limitaciones económicas y militares. Se revela así, el «secreto» de la Esfinge: no  basta sólo con respetar las reglas del capitalismo – como respetó Getulio, Jango, Lula y Dilma respeta – puesto que la clave es mantener intacta la estructura de clases, preservar la dependencia al modelo económico, político e ideológico impuesto por las superpotencias,  con EE.UU. al frente.

El No contiene el  Sí. Lo que no se puede decir es lo que se desea, identificar el adversario es la mitad del camino andado  para escoger a los aliados y servidores. Así se justifica, por ejemplo, tanto la unanimidad de la opinión publicada en favor  de Mauricio Macri, la misma que acompañó a los últimos gobiernos colombianos, cuanto la unanimidad de los grandes  medios de comunicación en contra de Kirchner, hasta ayer, y hoy en contra de Rafael Correa y Evo Morales, así como el odio visceral al  «bolivarianismo»,  en contra de los intereses de las empresas brasileñas establecidas y que operan en Venezuela.

Ellos son los fabricantes de opinión contrariando nuestros intereses económicos y erosionando nuestro natural  peso regional – donde alimentamos justas expectativas del ejercicio del poder- pero, como siempre, haciendo el juego a los intereses de Wall Street y de la City.

Esa lógica de la dependencia  – o de comunión de intereses entre nuestra burguesía y el poder central, por encima de los intereses nacionales – también explica la unanimidad contra Dilma y contra lo que ideológicamente se denomina el ‘lulismo’ o ‘lulopetismo’, no obstante sus ilusiones con respecto a la «conciliación clases” (supongo que ahora  desvanecidas).

Conciliación que no funcionó con Vargas y que no está funcionando con Dilma, no obstante sus concesiones al capital financiero, no obstante el alto, el  muy alto precio pagado por la decepción de las fuerzas populares que la eligieron al final de la segunda ronda.

Este movimiento,  que representa dar dos pasos atrás y uno solo al frente, detectado a partir de diciembre de 2014, le costó la aún no superada crisis de popularidad, sin  que haya logrado como compensación   el enfriamiento de la furia oposicionista promovida desde la Avenida Paulista.

Se atribuye a Lula la afirmación de que los banqueros nunca obtuvieron  tantas ganancias como en su gobierno. Anécdota  o no, el hecho objetivo es que, según el bien informado Valor, el beneficio de los bancos era de 34,4 billones de reales en la era Fernando Henrique Cardoso, y 279,0 billones de reales en el período de Lula, es decir, ocho veces más, ya descontada la inflación.

¿Por qué entonces esta oposición a Dilma, si  su gobierno, como los dos anteriores de Lula, no amenaza a ningún principio del capitalismo, no amenazan la propiedad privada, no promueve la reforma agraria, no amenaza el sistema financiero, no promueve la reforma  tributaria?

¿Por qué ese odio visceral de la prensa si  ni siquiera los gobiernos Lula-Dilma – a diferencia de lo que hicieron los países democráticos  desarrollados –  regularon los  medios de comunicación dependientes de concesiones, como la radio y la televisión?

¿Por qué esta unanimidad, si los gobiernos del PT (y la extraña cohabitación con el PMDB) no  tocaron las raíces del poder, no amenazaron las relaciones de producción basadas en la preeminencia del capital (a menudo improductiva) sobre el trabajo?

¿Por qué tanto odio, si los gobiernos del PT ni siquiera son reformistas, como intentó ser el trabalhismo janguista  con su lucha por «reformas básicas»? Ahora el Estado brasileño de 2016 es el mismo heredado de 2003, y los dueños del poder son los mismos: el sistema financiero, los medios de comunicación de masas expresando los intereses del gran capital y  el agronegocio.

Sucede que, y esto es un intento de respuesta, si es que fueron tan complacientes con el gran capital, los gobiernos de Lula y Dilma se atrevieron a promover la inclusión social de la mayoría de la población y a buscar acciones de desarrollo autónomo, en los marcos de la globalización y del capitalismo, por supuesto más autónomo de cara al imperialismo.

Por lo tanto,  negando el sometimiento al FMI, negando el ALCA y contribuyendo al fortalecimiento del Mercosur, vaciando la OEA y promoviendo la Comunidad de Estados Latinoamericanos y del Caribe (CELAC), y,  audacia de las audacias,  tratando de constituir un bloque de poder estratégico en el Hemisferio Sur, con influencia en América Latina y acercándose al África.

Nada nuevo en el castillo de Abranches, ni incluso la miopía de los que no ven, o los que, por conveniencia o impulso suicida, prefieren  no ver lo que está en el horizonte. Suponer que la Presidenta está a salvo de la onda golpista  es tan insensato como suponer que el proyecto adecuado se agotaría en el juicio político.

Todavía hay un largo camino por recorrer.

El proyecto de la derecha es de cerco y aniquilamiento de las izquierdas brasileñas. En estos términos, el asalto al mandato de la presidenta es solo un movimiento, extremadamente importante, pero sólo un movimiento en un escenario de grandes movimientos: la puerta por donde avanzarían todas las tropas.

El proyecto de la derecha es más audaz, ya que busca construir una sociedad socialmente regresiva y políticamente reaccionaria, con la toma de todos los espacios del Estado. Boaventura de Sousa Santos llama a eso- las dictaduras modernas del siglo XXI – la «democracia» de baja intensidad.

El primer paso es la demonización de la política. Esto ya ha sido alcanzado. (Traducción ALAI)

– Roberto Amaral es escritor  y ex-ministro de Ciência y Tecnologia.
www.ramaral.org