Amílcar Salas Oroño / Resumen Latinoamericano/ NODAL
Un balance de los primeros meses del 2015 no deja demasiado espacio para el optimismo: más de 350 mil despidos, una recaudación a la baja, el valor más alto del dólar desde hace 12 años, un retroceso del 35% de las inversiones extranjeras en comparación con el año pasado y un nivel de actividad en franco retroceso, en casi todos los sectores. De confirmarse algunas proyecciones – incluso gubernamentales – de retracción económica también para el 2016, sería la primera vez que el país tiene dos años consecutivos de este tipo recesión desde…la década del `30! Frente a lo cual, el Ministro de Economía, Joaquim Levy, ha insistido con su principal argumento: reducir el gasto público. Sobre ese mapa estructural, un sistema político que, en estos meses, se presenta sin coordinación y bajo la influencia de un Congreso Nacional dominado por un partido político “aliado” de Dilma Rousseff: el Partido del Movimiento Democrático Brasileño (PMDB).
Una “parlamentarización” política regresiva
Desde que Lula ganó por primera vez las elecciones presidenciales del 2002, el Partido dos Trabalhadores (PT) tuvo que ampliar su cuadro histórico de alianzas en función de viabilizar su propia agenda política. En ese sentido, tanto los Gobiernos de Lula como los de Dilma han sido gobiernos de coalición, con acuerdos de intereses e intercambios con determinados actores; espacios ministeriales de un lado, compromisos parlamentarios del otro. Un “presidencialismo de coalición” que no siempre se compuso con los mismos actores. Sólo será a partir del 2010 que el PMDB entra de manera explícita en la coalición presidencial del PT. Sin embargo, se trata de un dinámica con imprevistos: lo que ha sucedido en estos meses del 2015 es que el actual Presidente de la Cámara de Diputados, Eduardo Cunha – perteneciente al PMDB- se ha convertido, vertiginosamente, en un sujeto político capaz de instalar una pauta de trabajo parlamentario autónoma y opositora no sólo a los intereses del gobierno de Dilma, sino también contradictoria con ciertos principios emblemáticos del propio Partido dos Trabalhadores. Al respecto, algunas iniciativas vehiculizadas por E. Cunha – como reducir la edad de la imputabilidad penal, permitir el ingreso formal al mercado de trabajo a los 14 años, o el fin de la rotulación de los alimentos transgénicos, entre otros proyectos- implican decididamente una regresión ciudadana.
Sustituido el foco de la “productividad política” hacia el Congreso Nacional, éste pasó a ocupar un lugar de privilegio en lo que se refiere a la construcción de las agendas pública y mediática: la “parlamentarización de la política”, reclamada desde hace años por los sectores opositores (de diversos gobiernos latinoamericanos) como el “verdadero” espacio institucional de proposición política, en contraposición al carácter “arbitrario” de los Ejecutivos; en el contexto brasileño actual, con un abanico de discusiones francamente deprimentes. Los efectos de la actuación de E. Cunha – un representante del “bajo clero” parlamentario, con articulaciones de diverso tipo – son claros: ha logrado expandir y potenciar las variadas “oposiciones” al Gobierno de Dilma, una función catalizadora que no lograron realizar ni la iniciativa del recuento de votos en el 2014 pedido por Aecio Neves, ni las amplificadas marchas opositoras de enero o los cacerolazos de marzo, ni la intensa presión mediática organizada alrededor del escándalo de Petrobrás. Con la paradoja del caso: un aliado institucional cumpliendo tareas opositoras, en vista a futuras compensaciones. Y así, en relativamente poco tiempo, la autoridad presidencial de Dilma Rousseff se fue diluyendo hacia parámetros preocupantes, en un momento económico en el que su capacidad de iniciativa y de coordinación resultarían indispensables. Un panorama complejo, en el que vuelve a tomar impulso la crítica generalizadora hacia la clase política, algo ya anticipado en las movilizaciones multitudinarias de junio del 2013.
Coaliciones políticas y “peemedebismo”
Desde el punto de vista de los recursos, el PMDB tiene cuotas substantivas de poder en los diferentes ámbitos de la escena política brasileña: es el primer partido en número de gobernaciones (7), el que cuenta con la mayor cantidad de intendencias en todo el país (1022, distribuidas en las distintas regiones), controla varios Ministerios, preside la Cámara de Diputados y la de Senadores, y el presidente del Partido – Michel Temer – es, a su vez, el Vicepresidente de Dilma. Un factor clave en la correlación de fuerzas políticas del país. Fundado como partido a partir de los cambios requeridos en el proceso de apertura democrática de los años `80, siendo su presencia hegemónica durante la Asamblea Constituyente de 1987, se destaca que de allí en adelante nunca logró componer una candidatura presidencial propia (salvo en la elección de 1989), consecuencia de la ausencia de un liderazgo aglutinante y, sobre todo, por la carencia de un discurso político medianamente coherente y sintetizado. Federación de intereses específicos, sus figuras siempre estuvieron asociadas con la gestión de situaciones locales, regionales o sectoriales; un partido de negocios, más que de mercado.
A contramano de lo que podía suponerse – en términos de politización democrática de la ciudadanía – las circunstancias históricas de los gobiernos de Lula y Dilma fueron, paradojalmente, favorables a un crecimiento del PMDB, y a lo que el PMDB significa. En ese sentido, no debería sorprender el impasse político actual; a fin de cuentas, los elementos de todo sistema político son los responsables por las mecánicas de su funcionamiento. Durante estos años no sólo hubo un aumento general en el número de partidos registrados sino que la mayoría de los mismos – o las refundaciones de algunas siglas existentes – asumieron un formato y principios semejantes al PMDB, con identidades ideológicas indefinidas, transformables a cualquier coalición de ocasión y sin contradicciones programáticas: el “peemedebismo” como modulación partidaria. Adaptables a poder entrar en negociación e intercambio con todos los gobiernos – de los ámbitos que sean- y, llegado el caso, hacer valer su presión o el chantaje. Quizás el ejemplo más claro de esta desideologización del sistema partidario brasileño durante estos años sea el Partido Social Democrático (PSD) –fundado en el 2011, entre otros, por la actual Ministra de Dilma Roouseff, Katia Abreu – cuyo presidente, Gilberto Kassab, aseguraba, al momento de su lanzamiento, que el partido no era “ni de derecha, ni de centro, ni de izquierda”.
No es casualidad, entonces, ni que la composición actual de la Cámara de Diputados sea una de las más conservadoras, elitistas y patrimonialistas desde la democratización (como efecto de la defensa de intereses singulares), ni que E. Cunha sea quien presida el cuerpo. Como detalle histórico, el 2015 muestra al “peemedebismo” impregnando al conjunto del sistema político, con las derivaciones que ya se explicitan. Producto de las dialécticas concretas, la situación es poco auspiciosa; y menos aún, reconfortante, si se la comprende precisamente como uno de esos efectos indirectos – y no deseados – de la propia época de cambios inaugurada por Lula al llegar al gobierno.