Marcelo Colussi
Situando el problema
Hoy por hoy, revertidas varias de las primeras experiencias socialistas en el mundo, el campo popular y el pensamiento revolucionario están bastante huérfanos de alternativas para plantearse transformaciones sociales. Lo que algunas décadas atrás parecía un triunfo inminente, en este momento se ha trocado en derrota. Derrota temporal, coyuntural si se quiere; pero derrota al fin.
Hay que reconocerlo con toda la objetividad del caso, justamente para ver por dónde continuar: con la caída del campo socialista europeo y la vuelta atrás del proceso chino, los ideales revolucionarios quedaron muy golpeados. Sumado a eso, el avance de un capitalismo salvaje –eufemísticamente llamado «neoliberalismo»– hizo retroceder por años muchas de las conquistas políticas, laborales y sociales obtenidas por los trabajadores de todo el mundo en décadas de intensas luchas. En la actualidad, tener ya un ingreso fijo, un puesto de trabajo, puede verse como un «lujo». Ello da como resultado el chantaje continuo que las fuerzas del capital ejercen contra los trabajadores.
Conquistas históricas como las 8 horas de trabajo, leyes sociales de protección del trabajador (seguros de salud, seguro de retiro, seguro de desempleo), sindicatos, etc., hoy se han perdido. Las respuestas políticas desde el campo de la izquierda no están a la altura de las circunstancias. Hablar en este momento de «socialismo» se lo quiere hacer pasar por un anacronismo. ¡No lo es!, obviamente, porque ese ideario sigue buscando una justicia que no existe, que ha retrocedido, pero el discurso dominante de las fuerzas de la derecha tiene la iniciativa. Y allí es donde aparece este proyecto como «cosa del pasado ya superada».
Desde la izquierda no encontramos el camino: ¿por dónde construir en este momento una verdadera alternativa al sistema capitalista? La discusión sigue abierta, siendo imperiosamente necesario avanzar en el campo de las ideas. ¿Lucha armada, participación en las elecciones democrático-burguesas, partido vanguardista, movimiento de masas? El camino no se ve fácil.
Sin tener claro por dónde avanzar en esta difícil tarea de transformar la sociedad, podemos ver algunos elementos interesantes que deben llamar al análisis pormenorizado. En ese sentido, al menos en Latinoamérica, lo que sí se van dibujando como alternativas antisistémicas, rebeldes, contestatarias, son los grupos (en general movimientos campesinos e indígenas) que luchan y reivindican sus territorios ancestrales.
Quizá sin una propuesta clasista, revolucionaria en sentido estricto (al menos como la concibió el marxismo clásico), estos movimientos constituyen una clara afrenta a los intereses del gran capital transnacional y a los sectores hegemónicos locales. En ese sentido, funcionan como una alternativa, una llama que se sigue levantando, y arde, y que eventualmente puede crecer y encender más llamas. De hecho, en el informe «Tendencias Globales 2020 – Cartografía del futuro global», del consejo Nacional de Inteligencia de los Estados Unidos, dedicado a estudiar los escenarios futuros de amenaza a la seguridad nacional de ese país, puede leerse: «A comienzos del siglo XXI, hay grupos indígenas radicales en la mayoría de los países latinoamericanos, que en 2020 podrán haber crecido exponencialmente y obtenido la adhesión de la mayoría de los pueblos indígenas (…) Esos grupos podrán establecer relaciones con grupos terroristas internacionales y grupos antiglobalización (…) que podrán poner en causa las políticas económicas de los liderazgos latinoamericanos de origen europeo. (…) Las tensiones se manifestarán en un área desde México a través de la región del Amazonas».[1] Para enfrentar esa presunta amenaza que afectaría la gobernabilidad de la región poniendo en entredicho la hegemonía continental de Washington cuestionando así sus intereses, el gobierno estadounidense tiene ya establecida la correspondiente estrategia contrainsurgente, la «Guerra de Red Social» (guerra de cuarta generación, guerra mediático-psicológica donde el enemigo no es un ejército combatiente sino la totalidad de la población civil), tal como décadas atrás lo hiciera contra la Teología de la Liberación y los movimientos insurgentes que se expandieron por toda Latinoamérica.
Hoy, como dice el portugués Boaventura Sousa Santos refiriéndose al caso colombiano en particular y latinoamericano en general, «la verdadera amenaza no son las FARC. Son las fuerzas progresistas y, en especial, los movimientos indígenas y campesinos. La mayor amenaza [para la estrategia hegemónica de Estados Unidos, para el capitalismo como sistema] proviene de aquellos que invocan derechos ancestrales sobre los territorios donde se encuentran estos recursos [biodiversidad, agua dulce, petróleo, riquezas minerales], o sea, de los pueblos indígenas».[2] Anida allí, entonces, una cuota de esperanza. ¿Quién dijo que todo está perdido?
Estas ideas preliminares intentan ver por dónde poder caminar, identificar por dónde se pueden empezar a dibujar luces al final del túnel.
El capitalismo como sistema sigue siendo el enemigo a vencer
No hay dudas que la contradicción fundamental del sistema sigue siendo el choque irreconciliable de las contradicciones de clase, de trabajadores y capitalistas. Eso sigue siendo la savia vital del sistema: la producción centrada en la ganancia empresarial. En ese sentido, las premisas de trabajo asalariado y capital siguen siendo absolutamente determinantes: los trabajadores generan la riqueza que una clase (los propietarios de los medios de producción) se apropia. Esa contradicción –que no ha terminado, que sigue siendo el motor de la historia, amén de otras contradicciones sin dudas muy importantes: asimetrías de género, discriminación étnica, adultocentrismo, homofobia, etc.– pone como actores principales del escenario revolucionario a los trabajadores, en cualquiera de sus formas: proletariado industrial urbano, proletariado agrícola, trabajadores clase-media de la esfera de servicios, intelectuales, personal calificado y gerencial de la iniciativa privada, subocupados varios, campesinos.
Lo cierto es que, con la derrota histórica de estos últimos años luego de la caída emblemática del Muro de Berlín y los retrocesos habidos en el campo socialista, con el tremendo revés que, como trabajadores, hemos sufrido a nivel mundial con el capitalismo feroz de estos años, los trabajadores estamos desorganizados, vencidos, quizá desmoralizados. Una representante de ese ataque sanguinario contra el campo popular como fuera la Dama de Hierro, la Primera Ministra británica Margaret Thatcher, no dudó en decir en el acmé de su carrera política, alabando las recetas neoconservadoras que implementó: «no hay alternativa».
Pero, ¿quién dijo que no las hay? ¿O acaso podríamos creernos aquello del «fin de la historia»? Las injusticias persisten, y mientras estén ahí, habrá voces que se levantan contra ellas proponiendo un mundo más equitativo. ¡Eso, en definitiva, es el socialismo! Que en todo caso en este momento el campo popular y la ideología revolucionaria estén a la baja, no significa que no sigan estando en pie de lucha. La cuestión es ¿cómo construir caminos válidos para dar esa batalla? Porque, a no dudarlo, la batalla sigue. Si no fuera así: ¿por qué esa preocupación constante, casi enfermiza, del sistema como un todo en continuar controlando a las grandes mayorías trabajadoras? Para que no revienten, no exploten y den un paso atrevido (¡la revolución!), así de simple. En esa lógica deben entenderse los cada vez más sofisticados mecanismos de mantenimiento del orden establecido: medios masivos de comunicación soporíferos, fútbol en cantidades industriales, iglesias neopentecostales.
En esa lógica también, buscando los caminos que hoy se ven bastante cerrados, se dibujan los movimientos campesinos-indígenas que reivindican sus territorios como una posible fuente de vitalidad revolucionaria sumamente importantes.
La pregunta era: ¿por dónde ir en esa lucha anti-sistema? Evidentemente la potencialidad de este descontento que en buena parte de Latinoamérica se expresa en toda la movilización popular contra las actuales industrias extractivistas (minería, hidroeléctricas, monocultivos –transgénicos en muchos casos– destinados al mercado global) puede marcar un camino. Desde la izquierda «clásica», si es que eso aún significa algo (¿?), quizá la cuestión no sea llegar a esos movimientos para «indicarles por dónde caminar» sino caminar juntos con ellos. En tal sentido, los movimientos populares espontáneos son en este momento, una interesante (¿la única tal vez?) opción revolucionaria.
Pero inmediatamente surge una pregunta: por todo el mundo están apareciendo movimientos populares. El abanico es amplio y da para mucho: junto a estos movimientos campesinos-indígenas que vemos en Latinoamérica, aparecen otros grupos que, curiosamente, levantan banderas «pro-democráticas».
Movimientos «democráticos»
Hay que aclarar rápidamente que no todos esos movimientos se comportan iguales. Aquellos que son visualizados en la geoestrategia de Washington como un peligro –por ejemplo, todos los que se oponen a la industria extractivista, que es la nueva fuente de acumulación del actual capitalismo rapaz, ávido de nuevas materias primas como materiales estratégicos y el siempre invaluable petróleo– tienen una lógica totalmente distinta a aquellos que se levantan como «defensores de la democracia».
Estos últimos deben ser vistos y entendidos en su contexto. Como mínimo, podríamos apuntar tres referentes: 1) las revoluciones de color que surgieron en estos últimos años en las ex repúblicas soviéticas, 2) lo que se llamó la Primavera Árabe, y 3) los movimientos de estudiantes democráticas en Venezuela.
Hay más movimientos de estos, siempre en esa línea de supuesta «defensa de la democracia» y rechazo a lo que suene a «dictadura populista» o, al menos, lo que la prensa del sistema construye como dictadura populista; así, podrían mencionarse las Damas de blanco de Cuba por ejemplo, o en Guatemala los «estudiantes» que apoyaron las protestas anti Colom cuando el encubierto intento de golpe de Estado denominado «caso Rosenberg» en el 2010.
Ahora bien: ¿qué representan, en realidad, estos movimientos «pro democracia»? No son, en sentido estricto, movimientos populares, espontáneos, transformadores. Con las diferencias del caso, todos tienen líneas comunes. Las llamadas revoluciones de colores (revolución de las rosas en Georgia, revolución naranja en Ucrania, revolución de los tulipanes en Kirguistán, revolución blanca en Bielorrusia, revolución verde en Irán, revolución azafrán en Birmania, revolución de los jazmines en Túnez, así como los «movimientos de estudiantes democráticos antichavistas» en la República Bolivariana de Venezuela) son fuerzas aparentemente espontáneas, que tienen siempre como objeto principal oponerse a un gobierno o proyecto contrario a los intereses geoestratégicos de Estados Unidos.
Son notas distintivas también de estos movimientos su gran impacto mediático (llamativamente amplio, por cierto, y que no tienen los movimientos de defensa territorial como los que mencionábamos anteriormente), siempre de nivel mundial, la participación de grupos juveniles, en la gran mayoría de los casos estudiantes universitarios. Y también el hecho de recibir, directa o indirectamente, fondos de agencias estadounidenses, tales como la USAID, la NED, la CIA o la Fundación Soros, apoyo que en general es negado o escondido (por algo se negará, ¿verdad?)
En esta línea podría inscribirse mucho de lo que sucedió con la Primavera Árabe, que puede haber iniciado como una auténtica protesta popular, espontánea y con gran energía transformadora, o al menos de denuncia crítica, pero que rápidamente degeneró (o fue cooptada) por esta ideología de supuesto «apoyo a la democracia» –y probablemente manipulada desde este proyecto de dominación ligado a las tristemente célebres agencias mencionadas–.
Dicho rápidamente, estas supuestas movilizaciones tienen una agenda clara: servir a los intereses desestabilizadores favorables a la Casa Blanca y boicoteadores de proyectos con un tinte socializante o popular. La estrategia del gobierno estadounidense ha ido cambiando en estos últimos años y ya no apoya –o no en principio, al menos– regímenes militares dictatoriales como en un pasado, durante todo el silgo XX. Hoy por hoy, ya no se dan golpes de Estado sangrientos, con tanques de guerra en la calle y bravuconas manifestaciones de fuerza. Eso, en la actualidad, es impresentable en términos políticos. Y además, para la estrategia de Washington, demasiado caro. Por eso optó por esa nueva modalidad de golpes «suaves», sin derramamiento de sangre, donde la «población», con su supuesta movilización, cuestiona gobiernos democráticamente electos. A esa nueva política (roll back, de reversión, llamada por sus ideólogos) le son altamente funcionales estos nuevos movimientos sociales. En ese sentido, están muy lejos de poder ser equiparados a los movimientos populares antisistémicos a los que nos referíamos más arriba, los cuales reivindican territorios y se oponen a esta nueva camada de rapiña capitalista de recursos estratégicos que lideran capitales globales en concordancia con capitales y/o gobiernos nacionales de los países periféricos.
Estos movimientos populares genuinos, en general espontáneos, no tienen claramente un contenido clasista, y no en todos los casos hablan un lenguaje marxista. Son, por el contrario, una expresión de un descontento que alberga en las grandes masas de damnificados, en general rurales –en atención a la principal dinámica de los países latinoamericanos, que son en muy buena medida agroexportadores con un fuerte peso de lo rural en su composición económico-política, social y cultural–. Pero si bien no encajan en lo que la teoría económica marxista clásica podría haber visto como el necesario fermento revolucionario: un proletariado industrial, o una masa de trabajadores explotados que reivindica sus derechos mínimos, constituyen una marea de protestas y rebeldía que perfectamente puede ayudar a encender ánimos, mechas de transformación, calores revolucionarios. La idea de una clase obrera industrial urbana como «redentora de la Humanidad» ha ido quedando atrás conforme la experiencia del mundo mostraba el rumbo que éste tomaba. Esos movimientos populares, igual que el «pobrerío» urbano en sentido amplio, están llamados a ser los nuevos fermentos revolucionarios del presente. Así, al menos, lo consideran los estrategas de la gran potencia dominante.
Fidel Castro también tiene una imagen novedosa de la cuestión, cuando se pregunta: «¿Puede sostenerse, hoy por hoy, la existencia de una clase obrera en ascenso, sobre la que caería la hermosa tarea de hacer parir una nueva sociedad? ¿No alcanzan los datos económicos para comprender que esta clase obrera -en el sentido marxista del término- tiende a desaparecer, para ceder su sitio a otro sector social? ¿No será ese innumerable conjunto de marginados y desempleados cada vez más lejos del circuito económico, hundiéndose cada día más en la miseria, el llamado a convertirse en la nueva clase revolucionaria?» Quienes seguimos creyendo que la utopía sí es posible, debemos mirar con mucha atención a estos movimientos populares: ahí algo se mueve, hay chispas que pueden encender fuegos.
En ese sentido, no hay que perder de vista la llama encendida que puede significar la «Declaración de Quito» con la que concluyó el encuentro continental «500 Años de Resistencia India», realizada en julio de 1990, preparatorio de la contra-cumbre de celebraciones que tuvieron lugar con motivo del «encuentro» (¿o encontronazo?) de dos mundos en 1492: «los pueblos indios además de nuestros problemas específicos tenemos problemas en común con otras clases y sectores populares tales como la pobreza, la marginación, la discriminación, la opresión y explotación, todo ello producto del dominio neocolonial del imperialismo y de las clases dominantes de cada país».
[1] En Yepe, R. «Los informes del Consejo Nacional de Inteligencia». Versión digital disponible en la página: http://www.rebelion.org/noticia.php?id=140463
[2] Boaventura Sousa, S. «Estrategia continental». Versión digital disponible en https://www.uclouvain.be/en-369088.html