Tomás Lukin
Página12
De cada 100 dólares adicionales generados luego de la crisis, 116 dólares fueron apropiados por el 10 por ciento más rico de la población. El absurdo resultado es posible porque el 90 por ciento restante de los estadounidenses registró una reducción en su nivel de ingreso.
Después de una de las peores crisis de su historia, Estados Unidos comenzó a mostrar signos de recuperación. Con casi 3 billones de dólares inyectados en la economía a través de políticas fiscales no convencionales, los diferentes programas de adquisición de activos y salvataje directo de bancos desplegados por el gobierno estadounidense facilitaron el saneamiento del sistema financiero y propiciaron una incipiente mejora del nivel de actividad. Durante el último trimestre del año pasado las estadísticas oficiales del Bureau of Economic Analysis arrojaron un crecimiento interanual de 2,6 por ciento del PIB. Sin embargo, se trata de una expansión anémica. Las mejoras en el nivel de ingreso no son percibidas por la mayoría del país, sino que son apropiadas por una reducida porción de la sociedad. La magnitud de la concentración del crecimiento económico fue estimada por Pavlina Tcherneva, investigadora del Levy Economics Institute of Bard College: cada 100 dólares adicionales generados luego de la crisis, 116 dólares fueron apropiados por el 10 por ciento más rico de la población. El absurdo resultado es posible porque el 90 por ciento restante de los estadounidenses registró una reducción en su nivel de ingreso. Ese proceso constituye la mayor transferencia de ingresos hacia los súper ricos de la historia norteamericana.
“Para la amplia mayoría de la gente en Estados Unidos el crecimiento económico se convirtió en poco más que una atracción estadística secundaria totalmente desconectada de sus recibos de sueldo. La gravedad de la desigualdad en la distribución del ingreso en Estados Unidos es simplemente insostenible”, advierte Tcherneva, que incorpora un factor prácticamente ignorado en los análisis dominantes sobre la evolución de la economía en los países desarrollados. La primera conclusión no es novedosa para las sociedades latinoamericanas: el efecto derrame no funciona. La segunda advertencia trazada por la economista en cambio sí: incluso si el camino no es la austeridad fiscal, la expansión de la inversión pública en momentos depresivos debe direccionarse hacia la creación directa de puestos de trabajo desde el Estado para garantizar una dinámica de crecimiento inclusivo y sostenible. La redistribución del ingreso es una condición necesaria para el desarrollo.
Anemia garantizada
A partir de la base de datos de largo plazo elaborada por la dupla francesa que conforman Emmanuel Saez y Thomas Piketty, la profesora de la Universidad de Missouri-Kansas estimó cómo se distribuyeron los frutos del crecimiento económico entre la sociedad norteamericana desde 1920:
n Ordenando a la población en diez partes de acuerdo con su nivel de ingreso, identificó que durante las tres décadas que siguieron a la Segunda Guerra Mundial (1946-1976) el 10 por ciento más rico de los hogares se apropió del 30 por ciento del crecimiento del ingreso. El resto de la población capturó en promedio el 70 por ciento de la ampliación de la torta.
n Cuando se hace zoom sobre ese período de tres décadas, es posible identificar como la redistribución se fue deteriorando. Entre 1949-1953, 8 de cada 10 dólares adicionales fueron apropiados por la gran mayoría de la población, los primeros nueve deciles de ingresos de la pirámide distributiva. Desde entonces, la porción de la expansión de la renta percibida por el 90 por ciento de la población se redujo al punto que, a comienzos de los años ochenta, el 10 por ciento más rico comenzó a apropiarse de la mayoría del crecimiento del ingreso.
n De 1977 a 2007, el ingreso real promedio en Estados Unidos aumentó casi tanto como durante el período de posguerra. Con la hegemonía neoliberal, lo único que cambió fue quién se quedó con las mejoras: el 90 por ciento de las ganancias fueron apropiadas por el 10 por ciento más rico de los hogares. Los pobres no se hicieron necesariamente más pobres, pero la brecha con los ricos se amplió significativamente. “A quienes no se conmueven con consideraciones sobre la Justicia, les digo que la inequidad en la distribución del ingreso es un factor central para la inestabilidad financiera en Estados Unidos. En ausencia de un aumento de sus ingresos, los hogares en el 90 por ciento más pobre de la sociedad fueron forzados a depender cada vez más del endeudamiento para financiar su consumo”, sostiene Tcherneva.
n La ampliación más rápida en la desigualdad se observó durante la eufórica primera década del siglo XXI, justo antes del estallido de la crisis financiera. El único otro momento de la historia en el que Estados Unidos vio una erosión tan dramática en su distribución del ingreso fue durante la década de 1920. En ambos períodos, el 10 por ciento de la población capturó todas las mejoras en el ingreso mientras que la mayoría de la población registró una contracción en su poder de compra.
n Según advierte la investigadora del Levy Economics Institute, existe una diferencia fundamental entre esas dos experiencias. Durante la Gran Depresión se registró un colapso generalizado en los ingresos sin importar su posición social y la totalidad de las mejoras que se observaron en los años siguientes fue apropiada por la gran mayoría de la población. En cambio, la incipiente recuperación luego del estallido de la última crisis fue completamente capturada por el 10 por ciento más rico y, fundamentalmente, por el todavía más exclusivo grupo del 1 por ciento. En otras palabras, el período reciente fue testigo de la más amplia y rápida transferencia de ingresos hacia los súper ricos en la historia.
El huevo y la gallina
“El mecanismo del derrame de la política fiscal contemporánea funciona a través del restablecimiento, en primer lugar, de los ingresos de las firmas y el flujo de caja, relegando a un efecto secundario cualquier incremento en el empleo y el ingreso de los hogares”, lamenta la economista de la Universidad de Missouri-Kansas City. “Por eso, no es extraño que la mejora en el ingreso agregado haya ido mayoritariamente para el 10 por ciento más rico (y más precisamente para el 1 por ciento) de la pirámide distributiva, mientras que la ausencia de una sólida recuperación pro-empleo aseguró que los ingresos del restante 90 por ciento de la población hayan declinado”, expresa en el documento.
Reorientando la política fiscal luego de la Gran Recesión
Existe un amplio consenso entre los economistas de distintas corrientes de pensamiento, de que el objetivo primario de la política fiscal es estimular la inversión y el crecimiento. Desde esa visión, las mejoras en el mercado de trabajo son un subproducto de esas políticas fiscales. El gasto público es necesario y determinante para reactivar una economía, pero Tcherneva considera que no es suficiente para garantizar un proceso sostenido de reducción del desempleo y mejora en la distribución del ingreso. El resultado distributivo de los 3 billones de dólares invertidos por el Estado para los salvatajes del sector financiero ponen en evidencia esas limitaciones. “Se requiere una reorientación fundamental de la política fiscal”, advierte. La investigadora argumenta que ese rediseño debería apuntar a la creación directa de puestos de trabajo a través del Estado.
“Cuando faltan oportunidades de empleo para los individuos con bajo nivel educativo y escasas calificaciones, la tarea para una política contracíclica de empleo público es proveerles un trabajo en el sector estatal. La creación directa de puestos de trabajo es una red de seguridad contracíclica del empleo que no depende de efectos secundarios o terciarios de una reactivación para mejorar las condiciones de empleo para aquellos en el fondo de la distribución del ingreso”, afirma la economista que es una activa militante de planes como el jefes y jefas de hogar.
Sin embargo, los programas de creación directa de empleo estatal fueron gradualmente eliminados del herramental macroeconómico estadounidense a partir de la década de 1970, cuando comenzó la hegemonía de los programas de “incentivos impositivos”. La marginación de las iniciativas coincidió con el proceso de flexibilización y precarización de las condiciones laborales. “Así, cuando más se necesitaban el empleo público y la inversión para contrarrestar la erosión de las del mercado laboral, esas opciones de política ya no estaban disponibles”, advierte Tcherneva.
Precisamente, una de las consecuencias más profundas de la crisis fue sobre el mercado de trabajo norteamericano. Después de mantener un nivel de desempleo superior al 9 por ciento entre 2009 y 2011, los indicadores comenzaron a retroceder. Durante el último trimestre del año pasado la tasa de desocupación fue 5,6 por ciento. Sin embargo, esas “mejoras” en el mercado de trabajo no responden a una creación masiva de empleos, sino que son explicadas por la profundización de una tendencia decreciente de la tasa de actividad que cayó alrededor de 6 puntos porcentuales (10 por ciento) desde que estalló la crisis.
Una aproximación más precisa al escenario laboral norteamericano en un contexto deteriorado son las medidas alternativas que ofrece el Bureau of Labour Statistics (BLS), el organismo estadístico del Departamento de Trabajo del gobierno estadounidense. Cuando se suman a la estimación del desempleo los desalentados y trabajadores a medio tiempo la desocupación trepa hasta el 11,2 por ciento. Históricamente, la diferencia entre esa medición más amplia y el guarismo tradicional rondó entre 3 y 4 puntos porcentuales. Durante la crisis la brecha se duplicó hasta llegar a los 7 puntos porcentuales. Los analistas más rigurosos advierten que esa estimación más amplia también subestima el desempleo, ya que ignora 2 y 5 millones de personas que recibieron el seguro de desempleo durante más de dos años.