Una hegemonÍa radical de petrodólares
 
Ilya U. Topper
El Confidencial

 

No han entendido nada. Los cientos de miles de patriotas, así se llaman ellos, Patriotas Europeos Contra la Islamización de Occidente, Pegida, no han entendido nada. Los menciono porque son el último grito en Alemania donde han reunido a decenas de miles de manifestantes en un par de meses. Pero lo mismo podríamos hablar del Frente Nacional de Francia o, simplemente, de esa marea de comentarios que usted se encontrará si se asoma a cualquier foro de internet español donde se mencionen las palabras “inmigración” o “islam”.

Lamentablemente, quienes se apresuran a salir a la calle en contramanifestaciones, normalmente respaldados de boquilla por los gobiernos, para pedir respeto, tolerancia, aceptación de otras culturas, han entendido todavía mucho menos.

Los doce muertos de Charlie Hebdo en París ya no dejan duda: el islam es un problema en Europa. Es muy fácil, y desde luego es señal de buena voluntad, asegurar que los asesinos eran simplemente asesinos, y no tienen nada que ver con el islam, porque “el islam no es eso”. Pero de nada sirve. El islam es eso y es lo contrario.

Sí: el islam también es el policía Ahmed Merabet, que murió por defender a los dibujantes de Charlie Hebdo. Al igual que el cristianismo es el cura rojo de un arrabal de Madrid y el arzobispo de Granada. Como el judaísmo es Abraham Serfaty y aquel rabino que decretó lícita la exterminación de niños palestinos. Como cualquier religión, “el islam” no existe. El islam no es más que la suma de lo que piensan en un momento concreto de la historia quienes se reconocen musulmanes.

Y el problema que tiene Europa hoy es lo que piensan los musulmanes de este continente.

Europa es responsable

Es un problema de Europa y es la responsabilidad de Europa. Los asesinos de los periodistas (si se confirman las sospechas de la policía) son franceses. Nacidos en París. Con apellido magrebí, sí: sus padres proceden del norte de África. Pero esto no disminuye en absoluto la responsabilidad del Gobierno de Francia: estos asesinos pasaron por el sistema educativo francés.

Decir que la culpa la tienen sus padres es no sólo hipócrita (para eso se inventó la enseñanza obligatoria: para asegurarle al Estado control sobre lo que aprenden los niños) sino además es falso. La generación de magrebíes que llegó a Francia hace medio siglo no era islamista ni violenta ni lo es hoy. Hicieron lo posible por integrarse. Son sus hijos y nietos, europeos de toda la vida, quienes han hecho de un cierto islam violento su bandera. Ocurre lo mismo en Inglaterra (vean el atentado del metro de 2005: tres de los cuatro terroristas habían nacido en Reino Unido; uno era converso de Jamaica).

Esta es la responsabilidad de Europa, y no puede sustraerse a ella. Los “patriotas” de derechas están metiendo la cabeza en la arena cuando denuncian la inmigración como causa de los males: ni fueron violentos los musulmanes que llegaron a Europa hace dos generaciones, ni lo son los que llegan hoy. No existe un flujo de yihadistas de Siria, Marruecos o Iraq a Europa. Existe un flujo de yihadistas de Francia, Alemania, Inglaterra, España, Austria hacia Siria. Europa no importa terroristas islámicos: los exporta.

Pedir cerrar la puerta a la inmigración musulmana como hacen tantos “patriotas”, equivale a cerrar las ventanas de una casa para combatir el mal olor de las cañerías.

La metamorfosis

Y son ellos, los “patriotas” de derechas, esos que se manifiestan con una gran cruz para mostrar su oposición a la “islamización de Occidente”, ellos y sus mayores, quienes tienen la culpa que esto sea así. A los magrebíes y turcos que llegaron a Europa en los años sesenta y setenta no les faltaba voluntad de integrarse; explotados como mano de obra barata, les faltaban medios. Empezando con un punto clave: el aprendizaje del idioma. Quizás no hicieron suficiente esfuerzo. Pero no debe olvidarse que cierto racismo de la población (un racismo corriente, dirigido contra cualquier obrero de origen campesino, moreno, turco, magrebí, siciliano o andaluz) les puso un muro adicional, les cerró las puertas, les hizo entender que no eran bienvenidos.

Se replegaron. Ignorantes en todo a lo que se refiere al islam o a la cultura intelectual, literaria, de sus países de origen, criaron a sus hijos en un ambiente suspendido entre dos mundos, sin pertenecer a ninguno. Y también sus hijos se dieron cabezazos contra este muro: hasta hoy, tener un apellido magrebí en Francia hace desplomarse las oportunidades en el mercado laboral.

Se quedaron, pues, en el barrio. Viendo la televisión. Esa televisión que algún día empezó a poblarse, por obra y gracia de la parabólica, con predicadores vestidos de blanco que se dirigían a “los musulmanes”. A ti, sí: a ti. Tu vida tiene sentido ante Dios y la historia, les dijeron, si cumples las leyes divinas y garantizas que tu hermana no se pasee con hombres blancos. Que no se pasee con hombres, vaya.

Así se fue creando el gueto. Un gueto en el que se ha ido cristalizando una extraña cultura que guarda recuerdos de la gastronomía magrebí o turca, pero que se ha modelado según el ideario del islam que han difundido los telepredicadores y los imames del barrio. Estos imames que en han ido apareciendo por doquier, sin que se sepa siempre muy bien quién les paga el salario.

Saudíes en la M-30

En la Mezquita de la M-30 de Madrid lo sabemos, porque colocan orgullosos la foto del rey de Arabia Saudí en sus oficinas. En Alemania, la Diyanet, el Ministerio de Religión de Turquía, tiene bajo control gran parte de las mezquitas. Digo bien: control. Ankara envía supervisores que cambiar regularmente para impedir que se “contaminen” con ideas europeas. Y si bien el islam oficial en Turquía tiene que andar con pies de plomo, por respeto a la Constitución laica del país, en Alemania, un país que no es laico, no tiene cortapisas: puede difundir sin ambages la ideología de sus dirigentes, que los intelectuales turcos califican de “islamismo radical”. Y que los europeos siguen llamando “islam moderado”.

Moderado en comparación con los asesinos de París, querrán decir. Porque para los europeos, todo islam que no es directamente asesino es “moderado”. Ya puede ser todo lo violento que quiera: predicar el velo obligatorio para las mujeres, a medias o integral, decir que mujeres y hombres no deben tocarse, que las niñas no deben aprender música, que ser gay es malo para la salud, que hay que prohibir toda obra literaria o humorística que cuestione lo “sagrado”, que las leyes del Corán son inmutables, divinas y deben estar por encima de la legislación de cada país…

Un predicador islamista puede decir todo esto y más y será cortejado por ministros y presidentes que harán cola para debatir con este portavoz del “islam moderado”. Muchos de estos predicadores habrían ido a la cárcel en Marruecos o Siria por su discurso de incitación al odio, pero Europa les ofreció no sólo asilo sino una tribuna, un debate, el puesto de presidente del consejo oficial de musulmanes, el título de Honorable Caballero y orden de la Reina.

Sí: Europa ha fomentado, no sé si a ciegas o a conciencia, pero de forma activa y continua, de forma criminal, las corrientes más extremistas del islam, financiados desde Arabia Saudí, Qatar, Kuwait y sus vecinos gracias a la marea del petróleo. Desde las cúpulas del gobierno hasta el último alcalde, se ha elevado a los imames, los teólogos, los predicadores al rango de representantes de los colectivos de origen magrebí, turco o pakistaní. Un rango que nunca tuvieron en sus países originales, un poder que sólo pudieron adquirir gracias a la complicidad de las administraciones europeas. Por doble vía: por elegirlos como representantes y por cerrar a estos colectivos toda otra vía de expresarse.

La náusea del multiculturalismo

Cuando al periodista alemán Günter Wallraff le ofrecieron ser miembro del consejo musulmán local (gracias a su larga trayectoria de defensa de los inmigrantes turcos) aceptó con la condición de leer en la mezquita los “Versos Satánicos” de Salman Rushdie y debatir sobre los límites del arte frente a la religión. No hubo manera. Más tarde intentó que firmasen una declaración contra la lapidación de una mujer iraní. Tampoco.

Y con estos antecedentes hay quien sigue aplaudiendo que las mezquitas en España sirvan de lugar de reunión social y organicen comidas o talleres, en lugar de buscar a los inmigrantes un espacio donde pudieran reunirse lejos del control de los imanes, lejos de sus discursos excluyentes, lejos de frases tipo: «No pueden entrar las mujeres que tengan la regla».

Europa ha islamizado, durante décadas, la sociedad inmigrante, religiosamente indiferente, que recibió. En plena complicidad con los jeques árabes y sus imperios mediáticos. Los gobiernos han envuelto su actitud en un neologismo venerado hasta la náusea: multiculturalismo. Una hermosa palabra para expresar el racismo de toda la vida. El racismo que preconiza la separación de “lo nuestro” y “lo de ellos”. Sí, también los manuales oficiales nazis decían que todas las razas tenían igual valor, sólo que no conviene mezclarlas. Hoy tenemos valores europeos, sólo aplicables a los blancos de tres generaciones, y hay valores de “ellos” que deben respetarse en “sus comunidades”.

Que más nos da que ellos fuercen a sus mujeres a taparse, qué más nos da que en sus barrios amenacen de muerte a cualquiera que venda alcohol, que más nos da que en sus familias dirimen matrimonio y divorcio según diga el imam. Son ellos, la sociedad es multicultural: respetamos el derecho de cada imam y de cada matón de barrio a oprimir a sus fieles, a castigar a sus hermanas, a imponer su machismo como vea bien. Eso se llama tolerancia. Lo de la tolerancia cero solo es cuando la violencia afecta a las mujeres nuestras.

¿Humillando a los débiles? ¿En serio?

Esto es lo que ha defendido, da vergüenza admitirlo, la izquierda europea. Una izquierda que ha enterrado su cabeza todavía mucho más profundamente en la arena que la derecha. No han aprendido: apenas ha dejado de retumbar el eco de los disparos de París cuando una legión de pensadores de izquierda se ha abalanzado sobre Charlie Hebdo para denunciar que caricaturizar a Mahoma es racista y xenófobo y se burla de los débiles.

Los débiles: como si el islam en Europa fuera la religión de los débiles. No lo es: ese islam que defienden los predicadores europeos, ese de las mezquitas de ostentación, sea la de la M-30 o sea la que pretenden construir en Colonia, de débil no tiene nada. Es la religión de varias monarquías bañadas en oro negro, países cuyos dirigentes son los dueños de Harrods y parte del resto de Londres. Países con dinero suficiente como para financiar cadenas satélite, universidades con becas para todos (a condición de convertirse al islam) y milicias cortacabezas por medio Oriente.

Seguramente también han financiado el mejor gabinete de relaciones públicas del mundo, si la izquierda europea cree que una revista satírica francesa al borde de la quiebra estaba humillando a “los débiles” cuando esta revista desafió la prohibición de dibujar a Mahoma, prohibición que no existe en el islam y de la que nunca han sabido nada los obreros magrebíes o turcos, hasta que no la proclamasen urbi et orbi los teólogos saudíes.

Tristemente, nada hace presagiar que los disparos contra Charlie Hebdo vayan a despertar las conciencias europeas. Ya en el editorial conjunto que seis diarios europeos publicaron al día siguiente, se repite tres veces la palabra “Europa” en alusión a la defensa de la libertad de expresión. Como si más allá de sus fronteras no hiciera ninguna falta defenderla: allí no la necesitan, esa libertad, allí son musulmanes de todas formas, es el mensaje.

Bajo este prisma, la derecha vociferará más que antes contra “los inmigrantes”, enarbolará más alta aún la cruz del “Occidente cristiano”, como si el Renacimiento y la Ilustración hubiesen sido posibles sin siglos de ciencia y filosofía árabes, como si Europa no fuera en su integridad un resultado de aquella civilización histórica que hoy llamamos islámica. Como si la Biblia y los mandamientos de la Iglesia fueran un ápice mejor que los del Corán.

El islam ya es wahabí

Y la izquierda probablemente desgastará sus últimos cartuchos de tinta en intentar convencerse a sí misma de que luchar contra siglos de opresión eclesiástica y contra los coletazos de la reciente dictadura nacionalcatólica es justo y necesario, pero que el islam de los saudíes es diferente, exótico, intocable, digno de todo respeto como cualquier rito de una lejana tribu caníbal. Mientras se coman entre ellos.

Esa oleada de islamización saudí no sólo ha alcanzado Europa (y América) sino también a los países que llevan siglos siendo musulmanes. Ya ha practicamente conseguido reemplazar en la conciencia pública la religión que alguna vez se llamaba islam con su ideología particular, la wahabí. Tanto que he dejado de emplear el término «secta wahabí” en este texto y hablo del islam a secas: todo lo que usted ve y se llama “islámico” es ya wahabí.

Este proceso se acelera gracias a Europa: los franceses y belgas de origen marroquí son quienes llevan a Marruecos el ideario radical aprendido en sus guetos. Y fue una española, Marisol Casado, quien criticó a Turquía por no incluir chicas con velo en su vídeo de candidatura olímpica. Europa quiere que las musulmanas lleven velo. Para que se vea que son diferentes. Que no son mujeres sino musulmanas.

Europa, sus gobiernos, sus pensadores, sus demagogos, son el aliado necesario para los dirigentes de la hegemonía islamista financiada con petrodólares cuyo objetivo es convertirse en dueños absolutos de esa sexta parte del globo habitado por musulmanes, o personas forzadas por ley a considerarse musulmanes. Dueños absolutistas, por encima de las críticas, las parodias, las sátiras y las consideraciones de derechos humanos.

Esto no tiene nada que ver con una islamización de Occidente. Europa no es víctima. Es cómplice.