Milton Gómez Burgos
“odio quiero más que indiferencia…”
Julio Jaramillo
Cuando el conjunto de los medios de comunicación (masivos* (el complejo industrial, mediático, tecnológico, mundial), ese excesivo y peligroso poder de manipular la realidad para transformarla, de mera información, en dogma, creencia, fe, sin dejar posibilidad alguna al discernimiento), desplaza los extremos (emisor, receptor) y asume directamente, funciones de gobernanza, es decir, el rol de las multitudes, de sus líderes, de los partidos, de los movimientos sociales, del Estado y sus instituciones, en fin, de gobierno, en función aparente de la defensa de los intereses del pueblo; simplemente convierte la política en religión.
Cuando la política es diseñada, planificada, ejercida y evaluada desde los escenarios de la televisión, no solo es desnaturalizada como ejercicio ciudadano (en beneficio de las aspiraciones populares) por los intereses propios de las fuerzas que la dominan, sino que además, le son injertados elementos ajenos, o diametralmente opuestos a su espíritu: el proselitismo religioso o la política de la sinrazón. Uno, porque posee las técnicas psicológicas para ello, y dos, y no menos importante, por el único interés que la domina: el capital.
El antichavismo nacional (esa falsa e irracional discriminación de su propia condición) lo que históricamente comenzó como antibolivarianismo y luego a fala de adversario, fue y es, el anticomunismo, debe empezar a preguntarse del porqué de tanta contradicción en el seno de sus posturas en el juego de relaciones internas, las que van más allá de las originadas por el fallido sistema capitalista.
Pero sobre todo, debe preguntarse con honestidad, el porqué de la presencia de dos elementos tradicionalmente ausentes en los espacios de la diatriba nacional, y que furtiva y velozmente emergen en un sector político de la población que se ha dado en llamar “la oposición”: el desprecio y el odio.
El opositor en general, pero sobre todo el opositor de a pie, debe preguntarse el porqué de ese inusitado desprecio por un amplio sector de la población constituyente de la mayoría, que hasta apenas unos años atrás solo existía en su mapa político, invisibilizado bajo la óptica de la marginalización y la lastima.
Con mucha más razón debe preguntarse, desnudo ante sus propias circunstancias, el porqué del odio, un sentimiento podrido que jamás pudo anidar en el alma caribe-venezolana, hoy campea entre sus preferencias emocionales a la hora de encarar las políticas de participación y protagonismo de las mayorías.
Deben preguntarse porqué odia a personas que no conoce, con las cuales jamás ha tenido relaciones directas, mucho menos personales, por más derechos que estas hayan adquirido constitucionalmente; merecidos o no.
Calibrar, si todo lo que las mayorías han conquistado vía marco legal, merece como respuesta el odio (hacia hermanos y hermanas), al punto de asomar al país al horror de la guerra civil.
Las respuestas no hay que buscarlas muy lejos, están allí en el conjunto de los llamados medios de comunicación de masas. Vierten odio a través de sus operaciones psicológicas y ganan prosélitos para su religión: la mediática.
*de masas. Grandes contingentes de individuos alienados, sin opinión más que portadores de la “opinión pública”, generada como matrices desde los medios.