Desde hace algún tiempo el viejo debate Reforma o Revolución ha tomado un nuevo impulso en América Latina. Esta vez, todo comenzó con las críticas a los gobiernos progresistas, cada vez más severas, tanto de una parte de la izquierda radical, como de los nuevos sectores ecologistas.
La crítica de la izquierda radical
Una buena parte de la izquierda radical latinoamericana ha tenido siempre una visión crítica de los gobiernos progresistas. Pero esos gobiernos eran muy populares, ganaban fácilmente en cualquier proceso electoral, eran y son constantemente hostigados por las derechas endógenas y constituyen un verdadero rompecabezas para los Estados Unidos.
En tales condiciones, era difícil para estas izquierdas que continúan a reclamarse revolucionarias, de expresar sus divergencias sin arriesgar la acusación de hacerle el juego a los sectores conservadores y de perder la simpatía en particular de los estratos más pobres de la población.
El éxito de esos gobiernos se debe fundamentalmente a la política de redistribución de la riqueza, por medio de programas sociales. Es así como, las ayudas para la educación, la salud, la protección social y la vivienda, entre otras, han contribuido largamente a mejorar las condiciones de vida de las poblaciones más necesitadas. Millones de personas han podido salir de la extrema pobreza y, casi automáticamente se transformaron para esos gobiernos en un sólido caudal electoral.
Durante mucho tiempo la crítica a estos gobiernos fue literalmente imposible, casi suicida desde el punto de vista político. Sin embargo, después de la muerte de Hugo Chávez, el inspirador de esos cambios, tanto nacionales como regionales, y las primeras grandes dificultades sociales, económicas y políticas que confrontan algunos de ellos, han abierto la vía para una explicación en alta voz.
Para esta izquierda, el problema principal que presentan esos gobiernos es que no se proponen de llevar a cabo verdaderas transformaciones, de carácter estructural, particularmente en lo que concierne el poder económico y a la participación popular, de manera que hagan irreversibles los cambios ya realizados y no puedan terminar, en un futuro próximo, en el basurero de la historia, como está ocurriendo en estos días con el Estado Providencia europeo.
La crítica ecologista
La principal crítica de los ecologistas se funda en la orientación económica de esos gobiernos, llamada por ellos “extractivista”, es decir, de promover un desarrollo clásico, basado en la idea capitalista del progreso y del crecimiento económico, que ya se ha revelado totalmente ineficaz para salir del sub-desarrollo y, más grave aún, terriblemente nociva para la naturaleza.
A propósito de ecologistas hay que señalar que sus discursos han adquirido en los últimos tiempos una gran resonancia con las múltiples catástrofes naturales que nos inflige regularmente el cambio climático. Pero, en América Latina, es también el “boom” de la explotación de los recursos naturales (petróleo, gas, minerales, monocultivos, etc.) que está a la base de los conflictos sociales, como también los múltiples proyectos de grandes obras de infraestructura (carreteras, represas, centrales eléctricas, etc.), indispensables según esos gobiernos para el desarrollo económico.
Los ecologistas han conseguido promover importantes movimientos sociales, particularmente entre las comunidades concernidas por esos proyectos, como es el caso de las poblaciones indígenas, que ocupan territorios ancestrales, ricos en recursos naturales, muy codiciados por las multinacionales. Por esa razón, porque se trata de indígenas, en general excluidos de la política y de la economía nacionales, son tratados por todos los gobiernos, incluidos los más progresistas, como ciudadanos de segunda clase.
Esta tendencia ecologista se está transformando poco a poco en una importante fuerza política debido también a que numerosas personalidades y organizaciones de la izquierda radical han optado por unirse a esos movimientos sociales que defienden “la tierra, el agua y la vida”, contra todos los gobiernos progresistas o conservadores.
En efecto, en el contexto indicado al comienzo, de fragmentación de la hegemonía progresista, una parte de la izquierda radical no ha vacilado en asociarse a esos movimientos debido esencialmente a su crisis orgánica y confusión teórica y porque representan una buena ocasión de tener una cierta presencia, de hacerse escuchar, de ganar algunos nuevos militantes y, por supuesto, de obtener también algunos votos suplementarios en las próximas elecciones.
Más dramático es el caso de ciertos militantes y exdirigentes de la izquierda radical que se han convertido a una especie de ecologismo integrista. Para ellos, ya no se trata de combatir el capitalismo, ni de construir una nueva sociedad, sino de parar definitivamente la explotación irracional de la naturaleza que pone en riesgo de muerte al planeta. Por decirlo en dos palabras, para ellos, de lo que se trata ahora, es de salvar la humanidad.
Los defensores del progresismo
Es a partir de esas numerosas críticas que, como era de imaginar, han hecho su aparición los defensores de los regímenes progresistas. Curiosamente, varios de entre ellos se reclaman del Marxismo, pero, como vamos a verlo, no del Marxismo ortodoxo, de los siglos XIX y XX, sino de un nuevo Marxismo, del siglo XXI.
Esto es lo que dicen. La izquierda radical, en efecto, no ha aprendido nada de los terribles fracasos del socialismo real. Y ella todavía no se ha dado cuenta que, con la hegemonía neoliberal a nivel mundial, hemos cambiado de época. Es a causa de este desfase histórico que lo que ha devenido forzosamente “la vieja izquierda” no puede comprender a la nueva izquierda (de Chavez, Correa, Evo Morales, Lula y Kirchner, particularmente), la izquierda llamada “post-neoliberal”.
Según sus viejas recetas toda revolución, una vez que alcanzó el gobierno, debe expropiar a la burguesía, lo más rápidamente posible, los principales medios de producción, desmantelar su aparato represivo y convocar a la población a organizarse para ejercer el poder. Este escenario no tiene hoy ninguna validez puesto que, la primera exigencia, o si se prefiere el nuevo paradigma revolucionario, que corresponde mejor a la coyuntura histórica, no es de construir una incierta nueva sociedad, sino de erradicar la extrema pobreza que afecta, en efecto, a millones de seres humanos en todos los países del sub-continente.
Este objetivo estratégico, y muy humanitario, no tiene nada de utópico. Ya se ha constatado en Brasil en el último decenio, con una burguesía muy desarrollada, y por ahora, con una tímida vocación imperialista, que eso ha podido llevarse a cabo sin provocar una guerra civil. Y eso se puede verificar también, por ejemplo, en Venezuela, donde los programas sociales son los más numerosos, y continúan a desarrollarse a pesar de la oposición virulenta de una derecha cavernaria, estimulada siempre por el imperialismo. A tal punto que ya se afirma, en diferentes círculos, que el “socialismo del siglo XXI” no es forzosamente incompatible con la estructura capitalista del país y la economía de mercado.
Para ellos, entonces, esas críticas son infundadas. Son también fuertemente rechazadas por un largo espectro de la izquierda reformista latino-americana que está convencida de haber iniciado, con esos gobiernos y los procesos de integración que han nacido últimamente (ALBA, UNASUR, CELAC, etc.) el camino definitivo de la emancipación social, económica, política y cultural del sub-continente. Y para aquellos que pudieran todavía abrigar alguna duda sobre este deslumbrante futuro, habría que recordarles que esos gobiernos son calurosamente sostenidos y estimulados por el principal ícono revolucionario de América Latina, el Comandante Fidel Castro.
La alternativa al capitalismo
Los gobiernos progresistas son el resultado del rechazo masivo y brutal que provocó en casi toda América Latina la aplicación inclemente de las recetas neoliberales. Esos grandes movimientos sociales, que echaron por tierra la tradicional gobernabilidad oligárquica, y que fueron a veces víctima de una represión salvaje, han sabido encontrar en el acto electoral una manera eficaz de poner un término a la devastación de sus países. Se trata por lo tanto de un fenómeno espontaneo sumamente positivo que merece el apoyo de todas las fuerzas de izquierda, pero, un apoyo crítico.
La crítica es más que necesaria porque, a pesar que algunos de ellos afirman querer instaurar a término un confuso socialismo del siglo XXI, se puede ver cada día que actúan no en función de un proyecto alternativo de sociedad, sino de las exigencias que le impone ese extraño y a menudo conflictivo concubinato con la burguesía y la oligarquía de cada país, y de su necesidad de preservar la base electoral a fin de permitir la reelección indefinida de su líder.
Es precisamente lo que viene de poner en evidencia el gobierno venezolano respondiendo a las agresiones de la derecha y del imperialismo con medidas epidérmicas, administrativas, después de haber convocado con urgencia y sin éxito a pomposas “conferencias de paz”. Todo parece indicar que el objetivo de la Revolución Bolivariana –como de los otros regímenes progresistas en los últimos tiempos- se ha reducido hoy a conservar el poder político y, por supuesto, a pagar por ello el precio que sea necesario.
Desde hace varios meses, son numerosos los intelectuales conocidos como partidarios entusiastas de esos regímenes que expresan su decepción, y algunos su impaciencia, frente a esta ausencia de iniciativas transformadoras. Y temen lo peor, y con razón, visto que dependen vitalmente de los resultados electorales y que su popularidad se erosiona lenta pero implacablemente. A tal punto que en varios países se esta potenciando una oposición de izquierda, de partidos y movimientos sociales.
En el origen de esta situación, aparte de contradicciones internas de cada régimen, la crisis del capitalismo que limita considerablemente las posibilidades de seguir haciendo lo que se ha hecho hasta ahora, es decir, multiplicar los programas sociales, incrementar el nivel del empleo, preservar o aumentar el poder adquisitivo de los asalariados, combatir los crecientes problemas inseguridad, y los sabotajes y provocaciones de la burguesía y del imperialismo. Esto contribuye a generar nuevos conflictos sociales y a despertar el viejo reflejo de la criminalización de la protesta. Como ha ocurrido en Brasil, por solo citar un ejemplo, antes de la Copa del Mundo.
Finalmente, aun midiendo bien todo lo que puede tener de negativo el fracaso de esas experiencias, y sobre todo, lo que puede aportar como nuevas desilusiones a grandes sectores sociales, hay que admitir que la izquierda post-neoliberal ha encontrado, definitivamente, sus límites.
La alternativa al capitalismo en América Latina, sigue siendo un objetivo a construir.