Hay mitos que tienen la vida dura. El mito del consumismo es uno de ellos. Pese a que más de una quinta parte de los españoles vive bajo el umbral de la pobreza y pese a que el nuestro es el segundo país en pobreza infantil de Europa, los mecanismos que han edificado ese mito hasta hacer de él un sinónimo, obviamente interesado, de lo que se conoce por bienestar sigue campando tan campante con sus respetos. Y en estos inicios de las vacaciones de verano, las salidas automovilísticas de las grandes ciudades hacia los lugares de vacaciones siguen contándose por millones. Aunque, tal vez, el destino de muchas de esas salidas no sean las playas de moda, sino el viejo terruño familiar donde la vida resulta ser mucho más barata que en la propia ciudad; aunque las tradicionales quincenas en hoteles o apartamentos se hayan partido en muchos casos por la mitad o reducidas en numerosos casos a un triste y consolador fin de semana.
Pero el mito de ese consumismo sin medida al que todos tenemos acceso sigue tan vivo como siempre. Y esto es lo que da lugar, entre otras cosas, a que los expulsados del sistema –esos hombres y mujeres en la cincuentena que llevan años sin encontrar trabajo, esas familias que tienen que elegir entre pagar la hipoteca y atender a sus necesidades más elementales– traten de pasar desapercibidos entre este paisaje de euforia que hará los encantos del ministro Montoro.
Aparenta que algo queda
Y es que, por mucho que la realidad económica sea tan nefasta como la viven en la actualidad tantas familias españolas, el mito del consumismo sigue, como digo, tan campante. Y hay que aparentar ante los amigos y la vecindad que este año también disfrutamos de las vacaciones. Y hay que justificar que llevamos 15 años sin cambiar de coche con la excusa de que nos sigue dando un resultado fenómeno. Y hay que privarse, si es preciso, de lo más esencial con tal de que el niño acuda también este año al campamento de verano; ya que, si no va, ¿qué irían a pensar de nosotros los otros padres?
Pero conviene empezar a caer en la cuenta de que el mito del consumismo es probablemente la mayor lacra que azota a las sociedades actuales y a nuestro modo de pensar. Es ese mito el que está dando lugar a la generación en los océanos de continentes de plástico que tardarán miles de años en desaparecer. Es ese mito el que hace que los dictados del márketing –que decreta, por ejemplo, como “viejo” un smartphone en pleno uso– dominen una economía en la que un valor de consumo autorreferencial ha arrinconado desde hace décadas al viejo valor de uso. Es ese mito el que hace que nuestro vecino nos mire por encima del hombro si no tenemos en nuestro salón un televisor de plasma tan grande como el suyo. Y es ese mito el que ha conducido al conjunto de la economía a una huida hacia delante cuyo único destino previsible parece ser la catástrofe planetaria si nosotros, los ciudadanos, no lo remediamos a tiempo.
Es curioso observar cómo los sindicatos mayoritarios participan a fortiori de este mito valiéndose del argumento cortoplacista de que “el consumo crea trabajo”. Pero lo más preocupante de todo es que en el programa para las elecciones europeas de ese rutilante partido Podemos que representa, al parecer, lo más avanzado de nuestras actuales formas de hacer política no se hable una palabra de la necesidad de combatir ese mito consumista, mientras se hace una referencia –que podría suscribir perfectamente el ministro De Guindos– a la “reconversión del modelo productivo hacia una economía basada en la innovación que contribuya al bien común”. Y si es cierto, como dicen los redactores del plan, que en su elaboración han participado millares de personas, ello pone de relieve hasta qué punto el mito consumista –y su correspondiente contrapartida productivista– está arraigado en lo más profundo de nuestro imaginario colectivo, incluso entre las personas políticamente más conscientes.
La dictadura del márketing
Pero ha llegado tal vez el momento de coger el toro por los cuernos. No se puede sostener por más tiempo toda una mitología en torno al consumo sin caer en la cuenta de hasta qué punto ese consumismo en el que todos comulgamos es, a fin de cuentas, el modo en el que el vigente capitalismo nos explota a través de la dictadura del márketing. Hay que comenzar a pensar seriamente quién se beneficia cuando se nos trata de seducir para que cambiemos de smartphone cada año o en qué tipo de sociedad estamos viviendo cuando la prensa en números rojos se va reconvirtiendo progresivamente en un vendedor de los productos más variopintos. Y la lectora o el lector pueden añadir por su parte todos los ejemplos de lo mismo que le vengan a la cabeza.
En su libro La apuesta por el decrecimiento, Serge Latouche señala que el principal problema al que se enfrenta una política de decrecimiento es que el mito del crecimiento –y su correlato el consumismo– se encuentra anclado en lo más profundo de nuestro imaginario colectivo. Lo que sucede es que el decrecimiento es un lema negativo, y de ahí la dificultad de edificar a partir de ahí una política realmente movilizadora. La revolución de las próximas décadas tendrá lugar cuando la sociedad comience a ser consciente de que el mito del consumismo se trata, a fin de cuentas, de la ideología a través de la cual el sistema disfraza el dominio que ejerce sobre nosotros. Y, si no, que se lo pregunten a los fabricantes de smartphones.
Antonio Caro. Autor de ‘Comprender la publicidad’ y ‘De la mercancía al signo/mercancía’.