El Primer Ministro Manuel Valls consiguió que su mayoría parlamentaria votara un plan de ajuste de 50 mil millones de euros
 

Eduardo Febbro
Página 12

 

Muchos parlamentarios socialistas se opusieron a las intenciones del gobierno de Hollande, aunque no lograron modificar el rumbo marcado por la Comisión Europea. Valls aseguró que compensará los recortes con otras medidas.

 

Una medalla más en la solapa liberal del Partido Socialista. El primer ministro francés, Manuel Valls, consiguió que, pese a las divisiones, su mayoría en Asamblea Nacional votara un plan de rigor de economías de 50 mil millones de euros llamado “plan de estabilidad presupuestaria”, cuyo principal objetivo consiste en cumplir con las exigencias de la Comisión Europea y llevar el déficit público al 3 por ciento del PIB de aquí a 2015. Sin sobresaltos ni sorpresas, los parlamentarios del Frente de Izquierda y los ecologistas votaron en contra. Sin embargo, la mayoría de Valls salió herida de esta experiencia: 41 socialistas se abstuvieron. Se trata de uno de los mayores tijeretazos al gasto público francés de la historia, cuya implementación ha fracturado al Partido Socialista sin que esto haya puesto en peligro la adopción de un voto que, de todas formas, no fue más que una búsqueda teatral de legitimidad. Se trataba simplemente de un voto consultivo, es decir, no vinculante, que le sirvió al jefe del Ejecutivo para escenificar la gravedad de la crisis y la necesidad del ajuste, infundir miedo a los ciudadanos y desplegar el ya ultra desgastado argumento según el cual es esto o el infierno.

Valls habló como si los Jinetes del Apocalipsis estuviesen acechando el recinto parlamentario. El primer ministro dijo que el voto condicionaba al mismo tiempo “la legitimidad del gobierno, su capacidad para gobernar y, sobre todo, la credibilidad de Francia”. El gobierno obtuvo entonces la bendición parlamentaria para ahorrarse 50 mil millones de euros, de los cuales 18 mil provienen de los gastos del Estado y sus agencias, 11 mil millones de las colectividades locales, 10 mil millones del seguro médico y 11 mil millones del sistema de protección social. En suma, casi la mitad será extraída de los subsidios familiares, el congelamiento de la jubilación y otros beneficios sociales. De aquí a 2017, más de 6 millones de empleados públicos y 15 millones de jubilados se verán afectados por estas medidas. El oficialismo ha sido muy preciso cuando se trató de cifrar y modelizar los sectores que serían castigados, pero fue mucho más ambiguo a la hora de explicar cómo piensa crear puestos de trabajo con el regalo de 30 mil millones de euros que les hizo a las empresas al decidir la reducción de los impuestos y las cargas patronales que pagan.

Mucho lirismo dramático, casi clima de fin del mundo y hasta una incursión más en el terreno de la tomadura de pelo a su mayoría y sus electores cuando dijo que, en junio próximo, el presidente François Hollande le exigiría a Bruselas otra política monetaria. Esa fue, precisamente, una de las piedras angulares de la campaña electoral que condujo a Hollande a la presidencia de la república en 2012. Pero, como casi todas las promesas, se esparcieron en el cambio climático y nadie supo más de ellas. La plataforma electoral quedó como un papel picado. Si Hollande cumplió en algo, lo hizo por el margen más mínimo, muchas veces modificando a tal punto las promesas hasta vaciarlas de todo contenido.

Devastados por la derrota en las elecciones municipales de abril, muchos parlamentarios socialistas se opusieron a las intenciones del gobierno sin llegar a modificar el rumbo, pese a la presión que ejercieron. Un día antes del voto en la Asamblea, Valls se comprometió ante los diputados socialistas rebeldes a compensar los recortes con medidas dirigidas a mantener el poder adquisitivo de los jubilados y los funcionarios con ingresos bajos. El primer ministro tiene una receta en cada mano: la dura y la suave. La dura para los ajustes, la suave para apaciguar a los socialistas espantados por el costo social del “plan de estabilidad presupuestaria”. En una carta remitida a los 291 representantes del PS en la Asamblea, Valls se comprometió a responder a las reivindicaciones de los diputados amotinados. Esto no implica que se cambie el monto del ajuste, desde luego. El compromiso se basa en que las jubilaciones de menos de 1200 euros no serían congeladas y que se mantendría vigente el plan “anti-pobreza” aprobado por su predecesor, Jean-Marc Ayrault. La intervención de Valls anestesió parte de la revuelta socialista.

Sin embargo, los resultados del voto en la Asamblea demuestran que la mayoría socialista se estrechó considerablemente: 41 diputados se abstuvieron. Ello indica la persistencia de un divorcio entre el presidente y una mayoría que ve desfilar las medidas liberales dictadas por los imperios de Berlín y Bruselas como si fuese la derecha la que gobierna. La izquierda está, de hecho, descompuesta, desarticulada, arruinada, viajando en dos navíos opuestos: la eficacia económica y la justicia social. François Hollande no ha sido el presidente de la síntesis. La fractura sobrepasó los rangos comunistas, o los del Frente de Izquierda de Jean-Luc Mélénchon, para internarse en el corazón mismo de la identidad política del PS. Los socialistas gobernantes se convirtieron en les enfants de l’austerité, hijos modernos y predilectos del gran Zeus-Mercado. Son obedientes soldados del discurso que consiste en decir que el problema del desempleo está en el elevado costo de la mano de obra, alumnos aplicados de la competitividad en nombre de la cual se desarman los Estados históricos y ejemplares como el de Francia.