Francisco Serra
Cuarto Poder

 

Un profesor de Derecho Constitucional llevó por la mañana temprano a su hija al colegio: estaba muy contenta, porque la tarde anterior había jugado con los otros niños en clase de teatro a representar un día de compras en el “centro comercial” y había tenido todo el rato la tienda llena; “¡hasta he tenido que ir a por más cosas!”, aseguraba con entusiasmo. Estas Navidades las multitudes abarrotan los grandes almacenes y una fiebre consumista parece haberse apoderado de la agobiada población. Los que aún conservan su trabajo han adormecido por un tiempo su conciencia y se dedican a gastar sus ahorros, confiando en que las previsiones sean ciertas y, después de tantos años de crisis, por fin llegue el esperado crecimiento.

Lo que temen muchos es que la ligera mejoría de los indicadores económicos solo beneficie a algunos, a los de siempre, cada vez más ricos y frívolos, mientras los demás se ven de nuevo empobrecidos. La marea de los despidos parece que no va a cesar nunca: todos los días al profesor le contaban nuevos casos de conocidos arrojados al paro (el cuñado del peluquero, el cocinero de aquel renombrado restaurante, la ayudante del dentista…).

Al profesor, en casi todos los lugares a los que acudía de forma habitual, era raro el día en que no le consultaban sobre las consecuencias de la previsible nueva reforma laboral. Después de la clase, un estudiante le preguntó si era legal que le cambiaran los turnos; en la cafetería, también estaban inquietos ante la posibilidad de que otra empresa se hiciera cargo de la contrata y variaran las condiciones de trabajo. Para la mayoría de los ciudadanos, un jurista sabe de todo, cuando en realidad la especialización del sistema jurídico actual le lleva a dominar apenas algunas partes de la rama a la que se dedica y el profesor solo poseía conocimientos muy generales de la legislación laboral.

Pero todos pueden advertir, sin necesidad de grandes estudios, las devastadoras consecuencias que ha tenido la reforma en este ámbito: la amenaza, aun velada, del despido sirve para que se acepte cualquier limitación de unos derechos, recortados en muchos casos y, cuando aún se conservan, de casi imposible cumplimiento. Un sociólogo norteamericano hace unos años detectó en la evolución del mundo contemporáneo una tendencia hacia la “McDonalización de la sociedad”, la “racionalización” y uniformización de la vida colectiva, y lo que entonces podía verse solo como metáfora, fruto de una burda exageración, hoy se ha convertido en realidad.

Las élites europeas parecen haber confundido “modernización” con “McDonalización”, con la pérdida del modelo de Estado social característico de Europa y la progresiva asimilación al nada “ejemplar” paradigma norteamericano, en el que coexiste la obscena ostentación de riqueza de algunos con la extrema pobreza de los más desfavorecidos por la fortuna. Nuestras sociedades son cada vez más desiguales e incluso en estos tiempos de penuria los más poderosos han aumentado sus ingresos, mientras sectores enteros de las clases medias se han visto arrojados a la calle, en sentido literal, perdiendo su empleo, su casa, incluso la vida en los casos extremos.

En nuestro país ese proceso de “McDonalización” ha tenido lugar en apenas unos años y los españoles, que nos burlábamos de los chinos, vestidos todos en tiempos de la “revolución cultural” con el mismo traje “mao”, hoy podríamos vernos fielmente representados con nuestra gorrita y nuestro uniforme de empleados de establecimiento de comida rápida, porque España se ha convertido en una gigantesco “McDonald’s”, donde todos desempeñamos nuestro trabajo en las precarias condiciones de ese tipo de negocios. De la misma forma que al empleado de esa cadena, según relatan los periódicos, si exige sus derechos, se le solicita la devolución de las prendas de su indumentaria y se le señala la puerta de salida, al ciudadano que se atreve, con timidez, a reclamar unas mínimas garantías se le despide de inmediato y se le expulsa a la vía pública.

Con la propuesta reforma de la ley de seguridad ciudadana, los excluidos no podrán ni siquiera mostrar su descontento ante el temor de que se les impongan unas sanciones administrativas desmesuradas. Para que no se pueda protestar contra la “inseguridad” laboral, se endurece la “seguridad” ciudadana. Un estudiante, comentando los propósitos del Gobierno, razonó: “Están cambiando la ley para que nadie se atreva a manifestarse, porque las cosas se van a poner mucho peor”.

Algo más tarde, la misma mañana, el profesor presenció en el colegio de su hija el festival navideño de todos los años y pudo disfrutar viendo a la niña cantar villancicos tradicionales para terminar coreando con todo el público la marcha Radetzky, la pieza favorita de las élites del declinante Imperio Austro-Húngaro (una unión política tan compleja y problemática como nuestro Estado de las Autonomías) que asistían, despreocupadas, a sus alegres conciertos de valses y polkas, poco antes del estallido de la guerra y el desmembramiento irreparable de ese reino milenario.