Análisis de la fase geopolítica
Las transformaciones geopolíticas (y geoeconómicas) en curso, sin precedentes en el pasado, apuntan hacia una transición sistémica en busca de una reordenación de los equilibrios de fuerza, con nuevas configuraciones institucionales, económicas, militares, cultural-ideológicas y comerciales. En el momento actual, inicios de la segunda década del siglo XXI, la primacía estadounidense está en parsimonioso declive y con ella el orden interestatal y la economía-mundo que se derivaron de ella. En este contexto, se abre un escenario incierto, marcado por la emergencia de nuevas potencias y bloques regionales, que si bien no asumen el rol de liderazgo global, sí producen un tambaleante equilibrio multipolar.
La crisis capitalista que sacude a los países centrales de la economía-mundo -convertida en crisis orgánica por ejemplo en muchos estados del sur de la Unión Europea- abre espacio para cambios políticos inéditos, y reconfiguraciones de bloques hoy difícilmente predecibles. El rol que jueguen China y, de forma relativamente subsidiaria, las economías del sudeste asiático, puede ser decisivo en el nuevo ajedrez global. Los países (mal) llamados emergentes, representados por los BRICS (más Argentina), siguen jugando un papel protagónico en este reordenamiento mundial. Todo se mueve a gran velocidad; los recientes análisis ya quedan caducos. La celeridad en esta metamorfosis geopolítica exige actualizar la mirada global, y más para el caso de América Latina como nueva región proactiva en este proceso de reconfiguración.
De hecho, América Latina, en estos años, encara este cambio de época, global y regional, con deseos de una propuesta convergente de integración regional en plena disputa, pero a la vez, con iniciativas opuestas, que oscilan desde cambios estructurales contrahegemónicos, pasando por propuesta posneoliberales moderadas, hasta otras formuladas ya conocidas, conservadoras del orden establecido, contra progresistas.
En los últimos años, la región ha sufrido innumerables cambios en cuanto a nuevos gobiernos, nuevas políticas económicas, y fundamentalmente, nuevos espacios de articulación de las relaciones económicas entre países. La última década, una década ganada para buena parte de América Latina en términos de desarrollo social y expansión democrática, se ha caracterizado por un desplazamiento vigoroso de las relaciones comerciales/productivas/sociales/culturales/políticas. En poco tiempo, los acuerdos comerciales han ido variando de condiciones, de países, de bloques. El interés creciente por estructuras productivas más sólidas ha conllevado a repensar las diferentes formas de interactuar económicamente con el mundo, y muy particularmente, desde el propio seno de la misma región. La elevada inflación integracional es justamente resultado de eso, de la indefinición propia de múltiples objetivos, de muchas corrientes, de intentos de conciliar los diversos modelos de desarrollo y de acumulación existentes a día de hoy dentro de la región. Además, de fondo, la tensión entre políticas de corte nacional-popular y la arquitectura transnacional (regional) es siempre un hecho que ha de estar presente en cualquier análisis prospectivo.
América Latina ya no es, por supuesto, la de las décadas pérdidas, en la que las políticas neoliberales eran implementadas a través de Programas de (des)Ajuste Estructural y Planes de (des)Estabilización. Hacia mediados de la década de los años setenta, la economía-mundo hace un giro importante en relación al modelo de acumulación capitalista, abandonando el rol protagónico que había tenido el Estado y transitando a un modelo donde (eso que mal llaman) el mercado jugaría un papel central. Esta nueva etapa neoliberal logra que el Estado se reduzca pero nunca sin desaparecer; es de hecho el nuevo Estado –corporativo y privatizador- quien facilita la entrada de América latina a las lógicas de la OMC (Organización Mundial del Comercio), de los Tratados Bilaterales de Inversión, y de sometimiento al CIADI (Centro Internacional de Arreglo de Diferencias Relativas a Inversiones), juez y parte dependiente del Banco Mundial.
La expansión de los mercados financieros -motorizados por la rápida circulación de dólares- y la crisis del petróleo contribuyeron en gran medida al cambio del patrón de acumulación. La producción comienza a ponerse al servicio del capital financiero. La tendencia observada desde la década de los setenta indica una mayor movilidad geográfica del capital, producto de los cambios en la organización de los procesos de producción e intercambio. Y Latinoamérica no fue ajena a este proceso: la crisis de la deuda y la hiperinflación fueron las excusas perfectas para el desembarco de las políticas económicas neoliberales ya lideradas en el centro de los países centrales por Ronald Reagan en Estados Unidos, y Margaret Thatcher en Reino Unido. No obstante, la dictadura de Pinochet en Chile, y también la de Videla en Argentina, fueron de facto un fiel adelanto del neoliberalismo económico que vendría después.
El sistema mundo imponía nuevas condiciones a la periferia. Esta vez, era el turno de la apertura obedeciendo a las necesidades del gran capital financiero internacional. Durante estas décadas, las políticas económicas neoliberales fueron encaminadas a destruir al Estado como productor, como controlador de los sectores estratégicos, y a dejarlo (sí) como un regulador a favor de una asignación con mera lógica capitalista. Durante esos años, se implementaron todas las políticas necesarias para que se produjera una transferencia de valor de unos a otros, de una mayoría popular (empobreciéndose) a una minoría (enriqueciéndose). La soberanía era así extirpada a favor de otros intereses ajenos, a favor de inserción subordinada y desigual en el mundo. El modelo productivo, en esos años, había sido elegido para responder a las exigencias mundiales. El patrón primario exportador era fortalecido en los países de la periferia, y como tal, en América Latina; la desindustrialización fue un hecho. La demanda interna era satisfecha en gran medida por una significativa política de importaciones que generó una fuerte dependencia de la satisfacción de necesidades respecto a las empresas transnacionales. Eran éstas las que sustituían cualquier intento de producción interna. Así la transferencia de valor hacia el exterior estaba asegurada; las relaciones de intercambio eran absolutamente inequitativas; y el patrón productivo nacional, en tanto a productos y productores, estaba en fuerte grado de dependencia con los patrones productivos internacionales. El Consenso de Washington consiguió conformar una región que producía aquello que los países centrales requerían. El intercambio desigual entre centro y periferia era reforzado por la hegemonía de las políticas económicas neoliberales, y por sus instituciones internacionales (Fondo Monetario Internacional (FMI), Banco Mundial (BM), Banco Interamericano de Desarrollo (BID)). Esto, a su vez, generaba un intercambio ecológicamente desigual, donde los recursos naturales de los países periféricos estaban dispuestos para la expoliación de las multinacionales de los países centrales a cambio bajos salarios y una multitud de pasivos ambientales. América Latina reforzaba así su “especialización en perder”, resultado de sus grandes dotaciones en recursos naturales que eran requeridos desde los países centrales del sistema-mundo capitalista. El capitalismo (neoliberal) por desposesión, como dice Harvey, fue puesto en práctica.
En este periodo, la región nunca miró hacia sí misma, los escasos espacios de integración estaban diseñados desde el centro del sistema-mundo, atendiendo estrictamente a una óptica comercial, dejando de lado absolutamente el aspecto productivo, el financiero, el social y el cultural. Sólo y exclusivamente la integración comercial, más centrada en facilitar las reglas para que el comercio fuera asimétricamente libre, y creciera sin facilitar las mejoras estructurales requeridas en las economías nacionales para garantizar un cambio real en el patrón de acumulación a favor de las mayorías excluidas.
Las políticas económicas neoliberales tuvieron un alto impacto en la desintegración social y económica en todos los países de la región: incremento de pobreza, exclusión económica-social-política-cultural, desigualdades, desempleo, precarización de las condiciones de trabajo, erosión de la naturaleza y agudización de las exclusiones colonial y patriarcal. Ante este panorama, y con un creciente desgaste de los partidos políticos tradicionales, gran parte de la población respondió con fuertes movilizaciones originando un nuevo tejido social más organizado demandantes de cambios y transformaciones en el terreno político, económico, social y cultural. El núcleo común de todos los reclamos fue poner punto final a las políticas de corte neoliberal que resultaron fructíferas sólo para unos pocos a cambio del sometimiento de muchos. La región fue cambiando de signo político. Las acciones colectivas en algunos países de Latinoamérica han llevado a la elección de gobiernos denominados “progresistas”, que propusieron plataformas políticas “alternativas” al paradigma económico dominante. Son muchos los países que se han embarcado en este difícil pero necesario camino de construir una nueva organización económica, política, social y cultural, de fuerte profundización democrática, en medio de un mundo globalizado, que a pesar de su transición sistémica, aún conserva de fuerzas económicas y políticas que no permiten grandes disonancias respecto al orden económico constituido en el sistema capitalista mundial.
En este giro político en marcha, en medio de esta transición sistémica geoeconómica mundial, uno de los principales asuntos a destacar es que la región comenzó un largo camino para construirse a sí misma con mayor independencia de los poderes económicos dominantes a escala global. Fueron apareciendo espacios novedosos de integración, que no sólo atendían al deseo de un mayor intercambio comercial entre países vecinos (en el marco de la región), sino que comenzaron a plantear otros estadios de relacionamiento más equitativos y justos. Entre estos nuevos intentos, la Alianza Bolivariana para los Pueblos de Nuestra América-Tratado de Comercio de los Pueblos (ALBA-TCP) ha sido sin lugar a dudas el nuevo lugar de encuentro para que algunos países de la región comiencen a construir supranacionalmente un nuevo paradigma económico que establezca principios de justicia a la hora de relacionarse, ya sea en el ámbito comercial, en el cultural, en el social, en el financiero, y a pesar de haber llegado tarde, ahora acertadamente también con el ámbito productivo. No puede haber integración plena y virtuosa si no existe integración productiva en base a la complementariedad. Sólo así, con esa estrategia, se podrá llevar a cabo planes nacionales de desarrollo que sean sostenibles, soberanos, emancipadores y que logren verdaderamente intervenir en las razones estructurales de las asimetrías económicas.
América Latina ha aprendido en esta nueva época que “no existe cambio interno sin atender a los cambios en la relación con el exterior”; el proceso de sustitución adecuado en estos últimos años es aquel que ha dejado de tener una relación en condición monopolística con las economías centrales para transitar a una nueva estrategia de mayor afinidad con los nuevos polos económicos, pero muy especialmente, con la nueva región. Un mayor intercambio con complementariedad en la región es la única manera de emanciparse –al menos parcialmente- de las relaciones desiguales con el centro económico mundial. En este sentido, cabe dejar constancia que este requisito de mayor intercambio con complementariedad no puede ser satisfecho en exclusividad por el exceso de procesos de integración (inflación integracional) que se ha venido sucediendo en América Latina en los últimos años. No se trata de asimilar este desafío a partir de los múltiples procesos de integración regional, en los que existen solapamiento y superposición de ámbitos de integración (comercial/productiva/financiera); se trataría de ordenar virtuosamente América Latina, en forma inteligente, en un marco de integración que logre equilibrios entre soberanía nacional y arquitectura supranacional. Lo que también supondría, una política estatal que limite los intereses particulares de las empresas y las “reinserte” en nuevas relaciones económicas complementarias con empresas y emprendimientos estatales de la región, inclusive habría que pensar en la posibilidad que las nuevas integraciones establezcan actores económicos (privados, públicos o mixtos) que puedan sostener, viabilizar y defender dicha articulación regional.
Hasta hace pocos años, la región tenía dos grandes espacios de integración, mutuamente excluyente entre sí, la Comunidad Andina de Naciones (CAN) y Mercado Común del Sur (Mercosur). Quien pertenecía a un lugar, no estaba en el otro. Pero desde la irrupción del proyecto bolivariano político, el ALBA-TCP, todo esto ha cambiado. Este nuevo espacio ha congregado a algunos países de Sudamérica, a otros de Centroamérica y el Caribe. El gran salto cualitativo de este proyecto es sin duda superar los criterios injustos para intercambios comerciales. Por primera vez en la región, nace un sistema de compensación que pretende evitar el intercambio desigual, con precios justos, a partir de un sistema de cuentas propias (vía Sistema Unitario de Compensación Regional (SUCRE)). Este hecho, unido al movimiento estratégico de Venezuela, dejando la Comunidad Andina de naciones (CAN) –definitivamente en el año 2011- para incorporarse a Mercosur, han sido determinantes para tener una región muy diferente en términos de integración. Por otro lado, la CAN después de la arremetida de la UE en relación a su propuesta de acuerdo de libre comercio, también ha quedado parcialmente desintegrada. La CAN se quedó sin Venezuela (hace décadas, en 1976, en la era pinochetista, ya se había quedado sin Chile), pero además se quedó con dos países (Perú y Colombia) atrapados en el bobo aperturismo por la firma de un Tratado de Libre Comercio (TLC) con Europa, complicando así las condiciones de convivencia con otros países que no han aceptado esas asimétricas reglas del juego. Por otro lado, está un nuevo Mercosur; la llegada de Venezuela le hace ser la quinta economía del mundo, y se constituye así en un espacio muy atractivo por su potencial económico; Bolivia también aceptó entrar; y en la actualidad Ecuador aún sigue pensando formar parte; Paraguay vuelve a ser miembro de pleno después de las últimas elecciones (con la asunción presidencial ya ocurrida) pero aún con muchas cuestiones por dilucidar por nuevas preferencias neoliberales en su política exterior. Mercosur, sin duda alguna, se convierte en el nuevo protagonista del siglo XXI en cuanto a espacio integracional, en lo comercial, financiero y en lo productivo; pero a la misma vez, es un espacio caracterizado por las grandes disparidades de economías participantes. Brasil siendo parte de las nuevas economías emergidas; Argentina también forma parte del G20 y en tendencia creciente; y ahora Venezuela como otra gran potencia. A su lado, otras economías más pequeñas que peligran si no establecen condiciones que eviten intercambios desiguales, y lo que es más importante, una integración productiva desigual que de lugar a encadenamientos productivos con generación desigual de valor para unos y otros. Situación que puede empujar a estos países a percibir atractivos los tratados de libre comercio.
Por otro lado, no hemos de olvidar el papel geoestratégico de los países del Caribe, que han sido considerados por EEUU su frontera natural durante todo el s. XX, un término usado por el propio G. W. Bush, que la calificó de su “tercera frontera” Por razones obvias de geoestrategia regional, Washington siempre anheló mantener su influencia diplomática, política y económica en la región. Para ello, ha lanzado proyectos económicos y estratégicos dirigidos a crear y mantener los nexos de interdependencia con el Caribe y Latinoamérica. La Caricom (Comunidad de Estados del Caribe) ha sido el soporte natural de las políticas de Washington desde su creación. Sin embargo, esta influencia exclusiva queda actualmente cuestionada debido a la importancia creciente de la iniciativa, Petrocaribe, una alianza en materia petrolera entre algunos países del Caribe con Venezuela. basado fundamentalmente en que este país petrolero entrega crudo a los otros miembros en condiciones ventajosas, (con un financiamiento que llega a 40% cuando el precio del petróleo supera los 50 dólares; a 50% si sobrepasa los 80 dólares y a 60% cuando la barrera se sitúa en 100 dólares). Con todo ello , Centroamérica se constituye en sí mismo como otro espacio en disputa, donde Estados Unidos sigue teniendo amplia capacidad de influencia, China muestra su lado expansionista también sobre este territorio, y Venezuela ha logrado ser un aliado privilegiado en términos económicos, y a su vez, políticos. Tampoco debemos olvidar la apuesta que realiza lentamente Brasil justamente en esa área geopolítico por disputar el liderazgo de los Estados Unidos.
En este mismo sentido, el primer escenario de combate ha sido Honduras, con su reciente contienda electoral, en el que -contra pronóstico- los datos oficiales reflejan como ganador al candidato conservador del Partido Nacional frente a la lideresa progresista (Xiomara Castro; esposa del presidente derrocado Zelaya). Este país fue laboratorio de golpe militar hace pocos años (2009); y ahora, con una densa e indisimulada participación de la embajadora estadounidense (en el proceso electoral, en la formación técnica y después en calidad de observador internacional), vuelve a constituirse en un espacio de lucha de una amplia mayoría popular que resiste la hegemonía interna liderada desde afuera. Estados Unidos ha querido dejar claro que Centroamérica no era un espacio negociable. A pesar de las palabras de John Kerry, secretario de Estado de los Estados Unidos, la doctrina Monroe sigue actualizada.
Por otro lado, no se puede olvidar otro hecho determinante en esta nueva configuración de integración regional: la aparición de la Alianza del Pacífico (AP), donde Perú, Colombia, México y Chile (y Costa Rica previsiblemente en un futuro muy cercano), todos con acuerdos de libre comercio con EEUU y UE, se articulan entre sí, con sólidas afinidades en cuanto al modelo económico propuesto. De hecho, esta AP no puede ser vista ni mucho menos como un mero acuerdo comercial –como remake del Área de Libre Comercio de las Américas (ALCA)-, sino ha de ser calificada como un proceso de integración neoliberal en busca de acabar con la Década Ganada lograda en muchos países de la región gracias a las políticas de transformación a favor de las mayorías.
Cada vez es más diáfano el deseo de Estados Unidos (y de Unión Europea): una América Latina divida en dos, desgajada en -al menos- dos grandes mitades para que así deje de ser el bloque monolítico que venía conformándose en el nuevo mundo multipolar. Recientes informes de think tanks conservadores ya constatan la “madurez” de Latinoamérica y su mayor peso global, y abogan por un espacio geopolítico trilateral Unión Europea-Estados Unidos-América Latina, en base a sus comunes raíces “occidentales”, en términos estrictamente liberales: derechos individuales y mercados “abiertos”. Esta es la pretensión, también, de buena parte de la oligarquía financiera, del poder concentrado mediático, del capital transnacional y de los grandes caciques nacionales: una región dividida en dos mitades que disipe cualquier posibilidad de levantar y consolidar una alternativa global de avance en sentido posneoliberal, en paz, sin guerras, con redistribución, mejoras sociales y profundización democrática.
Es por ello, que en los últimos meses se han acelerado los múltiples movimientos de ajedrez en el actual juego de tronos que supone el curso geopolítico en América Latina; la tensión está servida entre procesos reformistas, revolucionarios y contrarrevolucionarios. Han sido muchos los intentos fallidos del poder hegemónico mundial para destronar a las propuestas progresistas: golpes a la democracia en Venezuela (2002), Bolivia (2008) y Ecuador (2010). Sin embargo, otros sí que fueron exitosos: Honduras (2009) y Paraguay (2012). Desde el rechazo al ALCA (2005), Estados Unidos a la cabeza (con la UE a su lado) no descansa hasta lograr, en una primera instancia, una América Latina dividida y partida en dos, con un bloque afín, representado en la Alianza del Pacífico, para luego, poder “colonizar” al resto, logrando así el deseo de antaño: un patio trasero que vaya desde México hasta Ushuaia. Esta Alianza del Pacífico es justamente la punta de lanza para asentar las bases del nuevo mapa geoeconómico codiciado por los intereses de los grandes capitales. Liderada por Colombia, atrayendo a países claves en Centroamérica (Costa Rica está muy cerca de ser nuevo miembro; El Salvador acaba de confirmar que se “piensa” su entrada en dicho bloque), la Alianza del Pacífico sigue construyéndose aceleradamente como bloque político regional de gran fortaleza.
Es por eso que los próximos años, después de esta década ganada que ha puesto final a las décadas perdidas neoliberales, supondrán un nuevo periodo de contienda, una suerte de década decisiva–década disputada, que determinará el rumbo de este nuevo polo político y económico. América latina no sólo está en disputa interna, sino también externamente como bien se explicita según la nueva estrategia marcada en el documento del Consejo Atlántico: The Trilateral Bond: Mapping a New Era for Latin America, The United States, and Europe’ (‘El Vínculo Trilateral: Inspeccionando una Nueva Era para América Latina, EE.UU. y Europa’). Este informe es contundente en cuanto a la importancia de América latina a nivel mundial; y por ello, se retoma así el deseo de incorporar a este bloque al “redil atlántico”, constituyéndose así en una prioridad en la política exterior de los EEUU y UE. América Latina no es ya sólo una región en disputa interna, sino un continente con mayor influencia en el sistema interestatal y que verá enfrentarse proyectos geopolíticos diferentes e incluso antagónicos para su nueva ubicación en el espacio global.
Por tanto, todo está en juego, en disputa, en movimiento: el ALBA, la UNASUR, el Mercosur, la Alianza del Pacífico, incluso la CAN, también la Organización de los Estados Americanos (OEA), y por supuesto, la Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños (CELAC).
La desaparición de Chávez, Kichner y Lula del escenario político de una América Latina en la que los modelos políticos presidencialistas maximizan el peso del personalismo, sin duda pesará en detrimento del campo político progresista, construido en torno a la imprescindible retórica y relato de la transformación y la movilización de las masas, muy vinculado por otro lado a la capacidad tractora de estos liderazgos. La derecha continental por el contrario, instalada en la mediocridad política y el halo tradicional de credibilidad de sus propuestas tecnocráticas se vería beneficiada por, en ausencia de grandes liderazgos, un retorno de la “no política”.
La muerte de Chávez y la ofensiva nacional e internacional contra el chavismo liderado por Maduro; los resultados de la segunda vuelta en las elecciones de Chile que podrían beneficiar a Bachelet, empujada a llevar una agenda más progresista que en su anterior mandato –e incluso a hablar de cambiar la constitución postpinochetista- por los desplazamientos operados en la sociedad civil por los movimientos sociales; las otras elecciones en países estratégicos de Centroamérica, Costa Rica y El Salvador; la nueva apuesta de Paraguay al Pacífico; la vuelta del moderado Tabaré a Uruguay en sustitución del progresista Mújica –salvo que Constanza Moreira lo impidiera-; la nuevas elecciones en Argentina sin Cristina Fernández de Kirchner después del avance de la nueva apuesta de la derecha posneoliberal con Massa; el cada más vez sólido no aislamiento de Cuba (incluso presidiendo la CELAC); los enigmas del todopoderoso Brasil con una nueva política que deberá atender más adentro que fuera; las elecciones del 2014 en Bolivia que podrían seguir consolidando esta propuesta de cambio; los años de Correa en su último (o no) mandato con el objetivo de seguir con las transformaciones estructurales; México que vuelve a mirar hacia al Sur sin dejar de mirar al Norte; el modelo peruano tendrá que responder cuán sostenible es si sigue queriendo satisfacer a todos sin cuestionar a las injustas estructuras; la sucesión de Santos en una Colombia que vive la pugna en la propia derecha, así como un particular proceso de paz al mismo tiempo que ha ido consolidando los lazos con la OTAN; las elecciones irregulares en Honduras con un desenlace político y social aún incierto; y, además, el acuerdo comercial entre la Unión Europea y los Estados Unidos de fondo.
Algunas características del cambio de época latinoamericano
Si se puede afirmar que Latinoamérica está viviendo un “cambio de época” es por la convergencia de grandes líneas de transformación que no cierran el horizonte de posibilidades futuras ni aseguran ningún destino, pero sí descartan la mera restauración del orden anterior.
Realizar un análisis, exposición crítica y discusión de los componentes de este nuevo tiempo político en la región excede con mucho la voluntad de este documento. No obstante, una somera enumeración, con más pretensión de mapeo que de exhaustividad, puede ser de utilidad para caracterizar mínimamente el escenario geopolítico en la región.
En primer lugar, uno de los rasgos más evidentes del nuevo tiempo político es la coincidencia, no casual, de gobiernos de signo democrático-progresista en la región. Pese a los diferentes ritmos, horizontes y acentos, nunca antes coincidieron en Latinoamérica y el Caribe tantos ejecutivos comandando procesos de redistribución, construcción de soberanía y ampliación del campo democrático. Además, estos gobiernos están liderando, como ya se ha explicado, procesos de integración y construcción regional que han superado los límites declarativos y apuntan en un sentido de transformación geopolítica. Este fenómeno, llamado del “giro a la izquierda”, así como las condiciones geopolíticas que lo han hecho posible, cuando en el pasado fue tantas veces truncado, merecen una atención prioritaria por las posibilidades de avance histórico y por su implicación global. Es bueno recordar que América Latina, en un momento global de violencia, desestructuración y desencanto, se ha convertido en un espacio político y cultural privilegiado para la mejora colectiva de la vida, y por tanto en una referencia mundial para las personas y los pueblos progresistas.
En segundo lugar, el panorama intelectual y cultural latinoamericano se encuentra marcado por un cierto repliegue defensivo –que no desaparición- de las ideas conservadoras-liberales y de los proyectos de las élites históricas, que están experimentando importantes mutaciones para adaptarse a los nuevos consensos en despliegue, anudados a partir de la crisis del modelo neoliberal y basados en una nueva centralidad política de “las masas” como sujeto político. Estos nuevos consensos en formación deben ser investigados, analizados y problematizadas sus dificultades, sus ángulos muertos y sus tensiones internas.
No obstante, este repliegue o necesidad de adaptación a un campo discursivo marcado por la centralidad de algunos de los términos, los valores y las propuestas progresistas, está considerablemente limitada al menos por dos elementos, que condicionan el alcance relativo de la hegemonía del relato posneoliberal y obstaculizan su sedimentación en una sociedad civil y una estatalidad que consoliden los cambios progresistas.
Por una parte, la escasez general de una nueva intelectualidad orgánica para la transición estatal, capaz de conjugar la movilización política con la gestión en clave transformadora y eficaz. La necesidad de ocupar posiciones para la disputa al interior del Estado, la ampliación de lo público y el carácter abrupto de las rupturas populares ha consumido las mejores energías de una primera hornada de militantes políticos que han tenido así muy poco tiempo para formar a sus sucesores en términos teóricos, ideológicos y políticos. Sólo esta formación es un antídoto contra las inercias de unas administraciones y sociedades civiles mayoritariamente hegemonizadas por la vieja política, el clasismo y el conservadurismo. Los procesos de cambio político de signo popular tienen entre una de sus principales dificultades la de producir, en un tiempo político marcado por la urgencia, los cuadros políticos para la construcción del nuevo Estado y los cuadros intelectuales para la renovación de la primacía cultural, moral y estética de las fuerzas emancipadoras. Además, estas dos tareas, en lo posible, deben irse entrelazando y entremezclando. Este aspecto requiere un trabajo prolongado de ir construyendo tanto las bases materiales –centros de estudio y análisis, publicaciones, becas, programas de formación, medios de difusión del pensamiento, premios literarios y científicos, estímulo a la cultura transformadora, etc.- como los mimbres conceptuales, gramaticales y simbólicos para un relanzamiento de la capacidad de las ideas del bloque popular para determinar el horizonte y los códigos de su tiempo.
Por otro lado, los hábitus culturales de las sociedades latinoamericanas, también aquellas atravesadas por procesos de acceso popular al Estado, siguen estando mayoritariamente marcados por prácticas sociales, horizontes estéticos y aspiraciones que responden a la mayor capacidad de seducción de los mitos, ficciones orientadoras y valores del capitalismo: violencia, machismo, consumismo, cultura de la indisciplina y la inmediatez, ineficacia, irresponsabilidad, etc. Esto constituye un considerable y poderoso freno –especialmente por su carácter “invisible”- a los procesos que buscan, partiendo de las comunidades de las clases populares, fundar una esfera pública socialista para el buen vivir, el vivir bien, el socialismo del siglo XXI o cualquier concepción cuya principal meta sea la expansión de la igualdad y de la libertad. Se trata aquí de afrontar una lenta modificación antropológica sin la cual las modificaciones jurídico-institucionales corren siempre el riesgo de quedar como trincheras desguarnecidas.
Al mismo tiempo, es importante recuperar un análisis sobre las derechas latinoamericanas y sobre las acciones de los grupos económicos y financieros. La mirada de las últimas décadas, colocada –principalmente- en los movimientos sociales y en el Estado nos ha hecho relegar en análisis sobre los “contrincantes” centrales que tienen estos gobiernos a la hora de la introducción de cambios económicos y políticos. Se hace necesario construir un mapa de los actores que desde el campo conservador son productores de análisis, propuestas, interpretaciones o expresiones que después se convierten en munición de primer orden para la batalla política. Este análisis no debe quedarse en identificar centros o instituciones, sino en diagnosticar sus principales estrategias en la disputa por el sentido, la interpretación y la proyección del presente.
En tercer lugar, el Estado vuelve a estar en el centro de la discusión política y social, ya no como problema, sino como espacio privilegiado –aunque no único- de la política y la vida en común. Su retorno reabre gran parte de las cuestiones históricas de los procesos emancipadores: su relación con la construcción de comunidad, con la democracia, la representación y la libertad, su articulación territorial y con la diversidad étnica, su transformación, la institucionalidad y los equilibrios de fuerzas, su autonomía relativa o sus inercias. Su condición de “máquina”, “sistema de aparatos y dispositivos” o “campo de disputa”. La cuestión del Estado es en Latinoamérica, especialmente en sus procesos de avanzada, la cuestión de la transición, que obliga al pensamiento crítico a trabajar por articular la política como conflicto y ruptura con la política como gestión y construcción de orden; el triángulo del que habla Rafael Correa para referirse a la necesaria conciliación de libertad, igualdad y eficacia.
En cuarto y último lugar, el socialismo o la propuesta de construcción de un gobierno popular, cobra una cierta importancia política no tanto como programa acabado sino como horizonte, como tensión emancipadora. Pero esta función da muestras de relativo agotamiento por cuanto los procesos de cambio y gobiernos populares se topan con dificultades que no están en los viejos manuales, mientras que, bajo la excusa de no adelantar o imponer paradigmas, la reflexión crítica no parece haber trascendido el momento de la ruptura ni haberse atrevido a sugerir líneas de desarrollo, que han sido sustituidas por la constatación de las contradicciones y la celebración del inmediatismo. La consolidación de este tiempo histórico de transformaciones exige pensar las condiciones de la “irreversibilidad relativa” –pues en condiciones de libertad nunca puede ser absoluta- los anclajes económicos, culturales e institucionales que pueden fortificar las posiciones conquistadas sin esclerotizar las posibilidades de conquista de nuevas y más ambiciosas plazas. Esto pasa, necesariamente, por la construcción de instituciones eficaces que conviertan en cotidianidad los avances realizados, que no exijan la movilización permanente y que construyan una estatalidad que responda a la emergencia de los sectores subalternos.
Un tiempo histórico tan rico, tan atravesado de desafíos, tan fértil, tan sometido a una guerra por su lectura, exige análisis, estudios e interpretaciones audaces. Es necesario aggiornar la agenda de la ruptura en la región, librar la batalla intelectual por fijar los términos de las confrontaciones por venir –entre ellas, una ya indisimulada contraofensiva conservadora regional- y atreverse a proponer rumbos estratégicos para el avance popular. Ni la academia ni quienes se dedican al trabajo intelectual pueden quedar al margen de este esfuerzo, a riesgo de convertirse en convidados de piedra de un proceso histórico, tomadores de notas, guardianes de la verdad de los textos clásicos u opinadores de ocasión.
La década decisiva-década disputada en América latina
Caracterizada la década ganada y apuntados los rasgos de este cambio de época, se evidencia la disputa que llega, la que se libra ya y que hace decisivos los años venideros, situando como primera tarea la búsqueda de esas condiciones de irreversibilidad relativa que puedan fortalecer, profundizar este cambio de época regional hacia la el mayor peso de las voluntades y el buen vivir de las mayorías.
Hace más de diez años señalábamos cómo la región reacciona en contra de la progresión de empobrecimiento de las mayorías y en contra igualmente de la renuncia a la soberanía nacional, iniciando un cambio de rumbo en el que ahora nos encontramos, en el que se consigue implementar políticas de redistribución de la riqueza, mejorar las condiciones de vida populares, recuperar la soberanía secuestrada, o incorporar a la realidad política amplias capas de población invisibilizadas.
Pero lo que está en juego ahora es la dirección de esta tangente de cambio: más allá de estas conquistas, de la década ganada, toca ahora hacer propia la década venidera, escribirla con nombres propios, con lenguaje propio, con retos propios, con placeres propios, dibujar la escena y elegir la arena de disputa. Adelantarse a los peligros y evitar enconarse en neocapitalismos amables.
Los procesos de cambio y gobiernos populares se topan con dificultades que no están en los viejos manuales, estamos en los momentos de innovar y emanciparnos de proyectos caducos. Es momento de revitalizar la reflexión y el pensamiento latinoamericano, con este deseo de seguir siendo parte del semillero de ideas progresistas, populares y democráticas para el cambio social con sentido emancipador.
Centro Estratégico Latinoamericano Geopolítico (CELAG) está integrado por Alfredo Serrano Mancilla [1] , Iñigo Errejón [2] , Auxiliadora Honorato [3] , Esteban De Gori [4] , Sergio Pascual [5] , Sergio Martín Carrillo [6]
[1] Doctor en Ciencias Económicas.
[2] Doctor en Ciencias Políticas.
[3] Licenciada en Derecho.
[4] Doctor en Ciencias Sociales.
[5] Master en Antropología, Candidato a Doctor.
[6] Master en Ciencias Económicas, Candidato a Doctor.