Salvador López Arnal

 

Tiene razón Juan Pedro Viñuela Rodríguez [JPVR] (despliega para ello poderosos y documentados argumentos) cuando sostiene, en su artículo “Cuando la ciencia se convierte en religión. El cientificismo” [1], que el orden económico vigente, “el que defienden a capa y espada todos los partidos con capacidad de gobierno” (la afirmación tiene alguna lectura tautológica autocircutada y, por lo demás, hay que recordar que, por ejemplo, el MAS boliviano o la Alianza País ecuatoriana, por no hablar del chavismo venezolano, tienen capacidad de gobierno, de hecho son gobierno, y no defienden el orden económico vigente; tampoco -esperemos y deseemos- IU en nuestro país de países), el orden, decía, que se ha dado en llamar neoliberal no es otro que “el capitalismo sin bridas, salvaje y desbocado”.

La tiene también cuando afirma que esta teología dogmática, la de la economía ortodoxa, “se transforma en religión secular en manos del político cuando aplica dichas medidas” sin más consideraciones ni reflexiones y que, en ese momento, “el ciudadano queda reducido [mejor, intentan reducirlo] al conjunto de creencias dogmáticas de esta nueva religión”. Señala de igual modo, y más que adecuadamente, que “el neoliberalismo reduce la sociedad a la economía, sólo existen los valores económicos, las personas son en tanto que son sujetos económicos, mercancías, con lo que dejan de ser sujetos y se convierten en objetos”.

JPVR critica y denuncia igualmente la tesis alocada de “que se puede crecer ilimitadamente en un planeta finito”. Como decía un economista lúcido, añade, el chiste es bueno, “eso sólo lo puede pensar un loco .. o un economista”. No va en absoluto desencaminado cuando también observa que “incluso el sistema de educación es un sistema de crear mercancía intercambiable”. Bolonia sostiene que “el objetivo de la enseñanza era la adaptabilidad al mundo cambiante en el que vivimos” y la LOMCE, no hay apenas dudas razonables sobre ello, viene a decir que el objetivo esencial “de la educación es la empleabilidad”. Tal cual, y nada menos.

No tiene razón, ni señala tantas razones en mi opinión, cuando dice haber demostrado “que el exceso de ciencia nos lleva a un dogmatismo religioso secular que tiene como dogma fundamental el de que el único discurso con sentido es el científico”. Y no sólo eso: a partir de ahí, concluye, “cuando este mensaje entra en la praxis política, caemos en el fanatismo mesiánico y en la violencia”. Nada menos. ¡En la violencia!

La argumentación de su posición parece desprenderse del preámbulo del artículo. Algunas matizaciones:

1. El cientificismo, sostiene JPVR, pretende ser filosófico y declarar, a la vez, que la filosofía ha cumplido su cometido y debe desaparecer. Cualquier otro discurso sobre la realidad no tiene sentido. Ese discurso que declara la primacía absoluta de la ciencia, en todo lugar y circunstancia, no es ni ciencia, ni tampoco filosofía. Es una creencia ideológica infundada. Una creencia que puede transformarse en religión secular en manos del poder. Pero que no se corresponde con el neopositivismo lógico sino, si acaso, con algunos portavoces alocados del mismo (que de haberlos los hay en casi todas las partes). Carnap era un neopositivista y estaba lejos de esas barbaridades. Otto Neurath, si cabe, aún menos y con más consistencia.

2. De este modo, afirma, “el positivismo científico del XIX y el neopositivismo lógico del XX, que son los que han defendido esta posición se nos han colado en la política actual”. Es una afirmación que exige mil matices. ¿En qué política? ¿Neurath inspirando a Frau Merkel? Las barbidades del neoliberalismo no parecen inspirarse en la obra de Comte ni tampoco en la de ninguno de los miembros del Círculo de Viena y Berlín (algunos de ellos, como es sabido, exiliados políticos).

3. Es curioso, señala también JPVR, que el neopositivismo, “aun pareciendo que estaba muerto y enterrado, el que le dio la estocada fue Popper y el que lo enterró fue Kuhn, pues está vivito y coleando”. No es seguro que Popper ejerciera esa función ni siquiera Kuhn aunque ayudaron lo suyo a la evolución crítica de los planteamientos del Círculo. Pero es difícil enterrar las posiciones filosóficas. Son para siempre. Parece casi imposible pero hay gentes que son neotomistas o tomistas a secas, y están muy orgullosos de ello.

4. La religión de la ciencia, o la tecnofilia, prosigue nuestro autor, “el digitalismo que dicen algunos, han abarcado todos los ámbitos de nuestra vida, porque ya no hablamos de ciencia, sino de tecnociencia, e inunda todas nuestras actividades”. ¿Nuestras actividades? Muchas de ellas desde luego. Eso hace, en su opinión, “que la tecnociencia, como el propio discurso que la sostiene, sean omnipresentes [sin serlo com es obvio en muchos lugares del mundo y también nuestras sociedades] y su aceptación se viva como una evidencia; es decir, como una creencia”. Y ahora, claro está, viene don José: “Porque lo característico de las creencias es que en las creencias se está, como decía Ortega, mientras que las ideas se tienen. Y en la medida en la que se está no se tiene la capacidad de salir fuera, de mirar con perspectiva para poder ejercer la crítica”. Pues depende, digamos, más allá de la brillante ocurrencia de don José. Podemos tener ideas y no salir de ellas, pase lo que pase, se señale lo que señale o se muestre la observación que se muestre o se delate la inconsistencia que se delate (así, pues, seguimos con nuestras ideas erre que erre), y podemos tener creencias y ser flexibles con ellas hasta el punto que la instalación y ubicación en sus alrededores no es un nudo esencial de nuestra forma de vivirlas.

5. Este hecho, señala JPVR, sin ser propiamente un hecho, ha convertido “la ciencia en creencia para el pueblo”. El poder, prosigue, “la utiliza como instrumento de domesticación sirve y actúa en todos los ámbitos de la vida”. Es posible que el poder la intente usar como instrumento de domesticación pero es obvio que no actúa en todos los ámbitos de la vida. Rouco Varela sabe mucho de ese no-lugar de actuación y, desde luego, conoce muy bien su no uso como creencia para el pueblo.

En síntesis: admitiendo los lados oscuros del complejo tecnocientífico, la inexistencia o digamos pobreza de matices no parece una buena forma de acercarse a la ciencia, a la tecnociencia ni a su papel social. Si ubicamos toda la ciencia, todo el conocimiento cientifico, no su uso perverso, en el cajón de la reacción y del dogma, ¿con qué otro tipo de conocimientos superiores nos apañamos? ¿No nos ocurrirá con ellos algo parecido? ¿La ciencia no es útil en nuestra lucha contra la industria nuclear? ¿La ciencia no es útil en nuestro combate por una sanidad pública y de calidad? ¿No vindicamos una enseñanza laica, democrática, humanista y también científica? ¿La ciencia no es acaso un aliado afable en temas del cambio climático?

Hay ciencia disparatada, desde luego, y hay ciencia servil por supuesto. Como hay arte disparatado y servicial, poesía alienante o novela al servicio de la reacción y de sus gorilas. Pero de ahí no se infiere una descalificación global del arte, ni de la poesía ni de la novela. Tampoco de la ciencia.

 

Notas:

[1] http://www.rebelion.org/noticia.php?id=174476

 

Salvador López Arnal es miembro del Front Cívic Somos Mayoría y del CEMS (Centre d’Estudis sobre els Movimients Socials de la Universitat Pompeu Fabra, director Jordi Mir Garcia).