Roberto Herrera
La doctrina Monroe o la soberbia de un imperio
Para el quinto presidente de los Estados Unidos de Norteamérica, James Monroe, las fronteras de su país comenzaban en el estrecho de Bering y se extendían hasta la tierra del fuego en Chile y Argentina. Entre el Rio Grande y la Patagonia existían, en el mejor de los casos, futuras colonias bajo el pendón de las barras y las estrellas o cuanto más, el “patio trasero” de los Estados Unidos.
La doctrina Monroe continua siendo –en esencia– el motor principal de la política internacional de los Estados Unidos en su relación con América Latina, la cual está tan enraizada en la conciencia de los ciudadanos norteamericanos, que creen que la injerencia político-militar de su gobierno en otras naciones del orbe, es para el bien de la humanidad, para el desarrollo de los pueblos y en aras de la democracia y la libertad.
El 2 de diciembre de 1823, James Monroe proclamó la quintaesencia de su doctrina frente al Congreso de los Estados Unidos: “Nuestra actitud con respecto a Europa, que se adoptó en una etapa temprana de las guerras que por tanto tiempo han agitado esa parte del globo, se mantiene sin embargo la misma, cual es la de no interferir en los asuntos internos de ninguna de esas potencias; considerar el gobierno de facto como el gobierno legítimo para nosotros; cultivar con él relaciones amistosas, y preservar esas relaciones con una política franca, firme y varonil, satisfaciendo siempre las justas demandas de cualquier potencia, pero no sometiéndose a injurias de ninguna. Pero con respecto a estos continentes, las circunstancias son eminente y conspicuamente diferentes. Es imposible que las potencias aliadas extiendan su sistema político a cualquier porción de alguno de estos continentes sin hacer peligrar nuestra paz y felicidad; y nadie puede creer que nuestros hermanos del Sur, dejados solos, lo adoptaran por voluntad propia. Es igualmente imposible, por consiguiente, que contemplemos una interposición así en cualquier forma con indiferencia. Si contemplamos la fuerza comparativa y los recursos de España y de esos nuevos Gobiernos, y la distancia entre ellos, debe ser obvio que ella nunca los podrá someter. Sigue siendo la verdadera política de los Estados Unidos dejar a las partes solas, esperando que otras potencias sigan el mismo curso…”
La doctrina Monroe implica dos axiomas:
1) El principio de autodefensa.
2) El principio de la autodeterminación.
James Monroe supuso de manera soberbia, que las antiguas colonias españolas asumían como propia su doctrina, considerándose él mismo o su gobierno, el protector e interlocutor legítimo de las repúblicas independientes en América Latina y el Caribe. Pero en lugar de darles verdadera protección a los mestizos y a la población indígena de Hispanoamérica el gobierno de los Estados Unidos estimuló –con el ejemplo de los pioneros europeos en Norteamérica– su explotación y exterminio. Ni siquiera supo proteger a la población indígena de su propio país, que fue víctima de la política de expansión del gobierno Yanqui. De esta manera, los pueblos originarios, como los Sioux, Cheyenes, Cherokees, Apaches, Irokeses y muchos otros más, fueron expulsados de sus territorios, discriminados, masacrados y asesinados, y los que sobrevivieron este genocidio, fueron recluidos en reservas indígenas. ¿Quién defendió a estos pueblos del exterminio masivo? ¿Qué nación europea se atrevió a impedir el genocidio? Si fueron colonos europeos los que con engaño, hurto y violencia explotaron y vilipendiaron a las grandes mayorías étnicas, muchas veces con el aval de los correspondientes gobiernos.
“Haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”, parece ser la filosofía del gobierno de los Estados Unidos. Quien se erige como juez del mundo, blande mentalmente desde ya la espada de Iustitia, la diosa romana.
Los diferentes gobiernos estadounidenses a lo largo de los siglos diecinueve y veinte han demostrado llanamente que la aspiración al poder mundial –Teoría– y la dedicación por lograrlo –Práctica–, son las dos caras de la moneda imperial. Los Estados Unidos lograron su propósito imperial después de la segunda guerra mundial convirtiéndose en una nación más poderosa que el imperio romano de Julio Galius César y el Emperador Augusto [Octaviano], que comprendió un territorio habitado por más de 50 millones de mujeres, hombre, ancianos y niños, y que se extendió desde el actual Irak hasta las islas británicas. Nunca antes en la historia universal existió un imperio más poderoso que los Estados Unidos de Norteamérica.
Y así, con bombos y platillos, a la manera imperial, anunció Harry S. Truman la política internacional norteamericana de la posguerra ante las dos cámaras del Congreso de los Estados Unidos el 12 de marzo de 1947: “En la presente etapa de la historia mundial casi todas las naciones deben elegir entre modos alternativos de vida. Con mucha frecuencia, la decisión no suele ser libre. En varios países del mundo, recientemente, se han implantado por la fuerza regímenes totalitarios, contra la voluntad popular. El gobierno de los Estados Unidos ha levantado frecuentes protestas contra las coacciones y las intimidaciones realizadas en Polonia, Rumanía y Bulgaria, violando el acuerdo de Yalta. Debo afirmar también que en otros países han ocurrido hechos semejantes. Uno de dichos modos de vida se basa en la voluntad de la mayoría y se distingue por la existencia de instituciones libres, un gobierno representativo, elecciones limpias, garantías a la libertad individual, libertad de palabra y religión y el derecho a vivir sin opresión política.
El otro se basa en la voluntad de una minoría impuesta mediante la fuerza a la mayoría. Descansa en el terror y la opresión, en una prensa y radio controladas, en elecciones fraudulentas y en la supresión de las libertades individuales. Creo que la política de los Estados Unidos debe ayudar a los pueblos que luchan contra las minorías armadas o contra las presiones exteriores que intentan sojuzgarlos. Creo que debemos ayudar a los pueblos libres a cumplir sus propios destinos de la forma que ellos mismos decidan. Creo que nuestra ayuda debe ser principalmente económica y financiera, que es esencial para la estabilidad económica y política. El mundo no es estático y el statu quo no es sagrado. Pero no podemos permitir cambios en el statu quo que violen la Carta de las Naciones Unidas por métodos como la coacción o subterfugios como la infiltración política. Ayudando a las naciones libres e independientes a conservar su independencia, Estados Unidos habrá de poner en práctica los principios de la Carta de las Naciones Unidas.”
La Doctrina-Truman estaba dirigida en primera instancia a contrarrestar el “peligro de la revolución comunista mundial” y constituyó la piedra de toque de la guerra fría. En cierta medida, la doctrina de Truman puede considerarse como la adaptación de la doctrina Monroe a la nueva coyuntura política mundial. El mundo después de la segunda guerra mundial se convirtió en bipolar. Para Truman la Unión Soviética representaba sin discusión alguna el “reino del mal”, lo cual infería que los Estados Unidos eran por conclusión, el paraíso terrenal.
En este contexto internacional, la administración Truman desarrolló a partir de 1947 un nuevo concepto estratégico de Seguridad Nacional. La ley del 26 de Julio 1947, conocida como National Security Act, tiene una importancia histórica posguerra, puesto que representa la base jurídica del poderío militar de los Estados Unidos en el mundo entero. Esta ley dictaminó la creación del ministerio de defensa, de la Fuerza Aérea, del Consejo de Seguridad Nacional y de la Central de Inteligencia.
Las interpretaciones del concepto Estratégico de Seguridad Nacional varían un poco en dependencia del presidente de turno y la coyuntura política internacional. La doctrina que cobró popularidad e importancia por su carácter abiertamente imperial es la conocida como “doctrina Bush”, elaborada a raíz del ataque terrorista del 11 de septiembre de 2001 contra las torres gemelas en Nueva York. El concepto de Estrategia de Seguridad Nacional hecho público por el mismo presidente George W. Bush el 17 de septiembre del 2002, decía lo siguiente en el capítulo dedicado a la transformación de las instituciones de seguridad nacional de Norteamérica para enfrentar los retos y oportunidades del Siglo XXI: “…La presencia de fuerzas norteamericanas en el extranjero es uno de los símbolos más profundos del compromiso estadounidense con nuestros aliados y amigos. Mediante nuestra voluntad de usar la fuerza en nuestra propia defensa y en defensa de otros, Estados Unidos demuestra su determinación de mantener un equilibrio del poder que favorece la libertad. Para bregar con la incertidumbre y enfrentar los muchos retos de seguridad que encaramos, Estados Unidos necesitará bases y estaciones dentro y más allá de Europa Occidental y el nordeste de Asia, como así también arreglos de acceso temporal para el despliegue de las fuerzas de Estados Unidos a gran distancia.”
¡Dadme una base militar, para que pueda intervenir y devastaré la tierra! Así sonó el grito de guerra de Bush en aquellos días. La injerencia militar los Estados Unidos en los asuntos internos de otras naciones ha seguido siempre el mismo patrón: 1) Protección a los ciudadanos norteamericanos, 2) La defensa de los intereses norteamericanos en el respectivo país, 3) Conservación de la democracia, 4) Captura –vivo o muerto– del bandido de turno.
Tanto la pax americana, como la pax trumanica, así como la pax bushica han provocado más guerras –abiertas o encubiertas– en el mundo que cualquier otro imperio anterior. Todo lo contrario a lo que ocurrió durante la pax augusta –si se confía en los libros de historia universal–, período en que al parecer a partir del año 27 AC hasta el 14 DC se logró durante 200 años paz, estabilidad, seguridad y bienestar de la comunidad de pueblos que habitaban en el imperio romano. El imperialismo norteamericano, por su parte, ha constatado motu proprio y manu militari, algo que Marx, Engels, Lenin y muchos otros filósofos ya sabían, ciertamente que: La paz de un imperio significa siempre, independientemente del grado de “bondad” y del “sentido de justicia” del emperador, el sometimiento militar de los pueblos y la voluntad intrínseca de expansión y ocupación de otros territorios.
Las diferentes doctrinas están siempre en función de intereses ideológicos, político-militares, comerciales y culturales de la nación poderosa. Imperios sin guerras nunca han existido ni existirán.
La guerra es un negocio redondo para el gran capital industrial y financiero, con un margen elevado de ganancia, sobre todo, si se consideran las tres dimensiones del fenómeno llamado guerra: Preparación, Ejecución y Prevención. La guerra es un producto que algunas veces se envuelve con papel celofán ideológico o geopolítico, otras veces, las represalias militares se envuelven en papel regalo.
La dialéctica de las guerras imperiales favorece a la industria del armamento y a la industria de la construcción. La guerra significa armas y destrucción, y la paz, construcción y rearme. Según el Instituto de Investigación de la paz en Estocolmo (SIPRI, siglas en inglés), de 100 compañías vinculadas con la producción y comercio de armamento, 46 son empresas norteamericanas con un volumen de ventas en el año 2000 de más de 96 mil millones de dólares americanos.
En el presente la doctrina Monroe ya no existe en su forma antigua. Su lugar lo ocupó la doctrina Truman. Pero la pax trumanica ha resultado ser una pax traumática, especialmente en América Latina y después del 11 de septiembre del 2001, también en los países árabes o musulmanes.
¿América Latina, el patio trasero de los Estados Unidos?
Parafraseando al presidente mejicano Porfirio Díaz (1830-1915), podría decirse, sin ofender y sin temor a equivocarse: Pobrecita América Latina, ¡tan lejos de Dios y tan cerquita de los Estados Unidos!
Las relaciones políticas de los Estados Unidos con la América India han estado históricamente marcadas por las asimetrías del poder político-económico-militar. Sin duda alguna, la independencia de los Estados Unidos en 1776 –la primera en el continente– y los inicios de la revolución industrial norteamericana en 1877 son factores de desarrollo político-social y económico que jugaron un papel determinante en la dinámica del desarrollo dialéctico desigual de las respectivas sociedades. No obstante, estas teorías desarrollistas –por muy interesantes que sean–, explican solamente aspectos parciales de las relaciones bilaterales asimétricas, no así, el comportamiento prepotente de los Estados Unidos a nivel político-militar, diplomático y comercial con América Latina.
Es un hecho incuestionable que las relaciones de los estados de Centro y Sur América con el gobierno norteamericano se desarrollaron siempre en un plano vertical, sobre todo durante el siglo 19 y el siglo 20. Esta relación jerárquica, cuyo carácter y contenido es imperialista, fue la que hizo posible la tristemente célebre metáfora del “patio trasero”. La doctrina Monroe demarcó el limes americanus.
En la Casa Blanca del Tío Monroe, unifamiliar y racista, América Latina era simplemente “el patio trasero“, el Gran Caribe la “alberca” y Panamá el “taller de armería”.
El especial interés de los Estados Unidos por Panamá, data de los tiempos de la guerra con España en 1898, cuando el gobierno norteamericano comenzó a dar los primeros pasos como nación aspirante a convertirse en imperio. La topografía del Istmo de Panamá presentaba todas las ventajas del terreno que una base estratégica de operaciones militares debe reunir. La construcción del canal interoceánico a principios del siglo veinte, no solamente acortó la ruta comercial intercontinental naviera, sino que también condicionó la instalación de bases militares para la “eventual” defensa estratégica del canal de Panamá y del espacio marítimo comprendido entre la Gran Cuenca del Caribe y el Pacífico Norte.
¿Cómo se convirtió Panamá en un campamento militar de los Estados Unidos?
Para explicar la presencia militar de los Estados Unidos en Panamá y su injerencia directa del gobierno en los asuntos internos del estado panameño es necesario tener en cuenta tres períodos históricos importantes en el devenir de la República de Panamá.
El primero está enmarcado a principios del siglo 19, cuando Tomas Jefferson –el presidente de turno en la Casa Blanca–, se entusiasmó con la idea de Alejandro de Humboldt de construir un canal interoceánico en el Istmo de Panamá. Este período finaliza en noviembre de 1902 con la ruptura definitiva de Panamá con Nueva Granada (la actual Colombia). El segundo período comienza en 1903, año en que Panamá se convirtió en República, azuzada y apoyada por el gobierno de Theodore Roosevelt. Esta etapa duró 33 años y terminó en 1936, cuando los Estados Unidos renunciaron al derecho de intromisión en los asuntos internos de Panamá, establecido en el artículo 136 de la constitución política de Panamá de 1904, que otorgaba al gobierno de los Estados Unidos el derecho a intervenir en cualquier parte de la república en aras restablecer la paz y el orden público. Los Estados Unidos se convirtieron tácitamente en el protector y celador de la independencia de Panamá.
De hecho existieron en este período dos Panamás: La hispanoamericana y la zona del canal. La primera, un protectorado con todas las de la ley, y la otra un enclave político-militar y comercial con un código de ley propio, aprobado por el congreso de los Estados Unidos el 19 de junio de 1934.
El último período comienza en 1939 con la entrada en vigor del tratado Schubert Hull-Alfaro que oficializaba la renuncia explícita de los Estados Unidos a intervenir militarmente fuera de la zona del canal y además otorgaba a los panameños el derecho a transitar libremente por la zona del canal. Por otra parte, este tratado privaba al administrador del canal [los Estados Unidos] del derecho de expropiación. Esta etapa terminó el 31 de diciembre 1999, cuando el canal de Panamá quedó bajo la tutela del gobierno panameño. ¿El comienzo de una nueva era en Panamá?
Para garantizar la defensa estratégica del canal durante la segunda guerra mundial, los Estados Unidos montaron un cordón militar compuesto por bases militares aeronavales y fuerzas terrestres. El peligro del sabotaje al canal y las emboscadas marítimas por parte de la flota de submarinos hitlerianos en el Mar Caribe sirvieron de argumento político-militar para legitimar la existencia del cuartel general del Comando de Defensa del Caribe del ejército norteamericano en el Istmo de Panamá.
Después de finalizada la segunda guerra mundial, los Estados Unidos fortalecieron su presencia militar en Panamá, estableciendo con carácter permanente el cuartel general del Comando de Defensa Sur, el cual controla y dirige las operaciones defensivas estratégicas de Centroamérica, el Caribe y América del Sur. El cuartel general del Comando Sur del ejército norteamericano fue trasladado a Miami recién en 1997, es decir, cincuentaiocho años más tarde del estallido de la segunda guerra mundial. Las bases militares norteamericanas fueron clausuradas – oficialmente – dos años más tarde.
No obstante, el Istmo de Panamá continúa siendo catalogado por el departamento de defensa norteamericano como una base de operaciones militares estratégica en el marco de la “Seguridad Nacional”.
¿Entonces, ya no hay más bases militares en Panamá?
Sería ilusorio pensar que el departamento de defensa de los Estados Unidos se conformaría única y exclusivamente con el control vía satélite (GPS) de la Gran Cuenca del Caribe y del Istmo de Panamá. De ser verídica la información del Movimiento por la paz, la Soberanía y la Solidaridad entre los Pueblos (MOPASOL), en Panamá se encuentran funcionado 12 bases militares aeronavales. [1] Por otra parte, el ministro de seguridad panameño, José Raúl Mulino confirmó públicamente en octubre del 2012 la construcción de cuatro nuevas bases militares norteamericanas en suelo panameño. Lo cual significaría que en el territorio comprendido entre Panamá y Colombia estarían funcionando aproximadamente veinticinco bases militares modernas. Dado que muchas instalaciones militares son secreto de estado, es casi imposible conocer el número exacto de las bases militares operando en el Istmo de Panamá.
Bajo el manto de la guerra contra las drogas, los Estados Unidos justifican y mantienen su presencia militar en Centroamérica, el Istmo de Panamá y Colombia. El Plan Colombia es un proyecto económico-militar entre los gobiernos de Colombia y los Estados Unidos, concebido en 1998 y presentado oficialmente en 1999 por el presidente colombiano Andrés Pastrana, y que tiene como objetivos prioritarios aparentemente la erradicación de las causas socio-económicas de la pobreza, la violencia civil y la intensificación de la guerra contra el narcotráfico. Ciertamente, el consumo de drogas es un grave y serio problema social que afecta no solamente a la sociedad norteamericana, que dicho sea de paso, es la mayor consumidora de estupefacientes, sino que al mundo entero. Cabe preguntarse, si los medios militares son los idóneos para combatir eficaz y eficientemente la producción, el tráfico y el consumo de drogas.
El Plan Colombia comenzó en 1999 con un presupuesto de aproximadamente 7,5 mil millones de dólares, cuya finalización estaba planificada para el año 2005.
A la luz de los hechos, actualmente el Plan Colombia es solamente una mampara en función de la estrategia político-militar de la Seguridad Nacional. La guerra contra el “Narcoterrorismo” justifica de cara al Congreso y a la sociedad norteamericana, la presencia militar de los Estados Unidos en la región.
No obstante, tales programas socio-económicos, como el Plan para la Prosperidad y la paz en Colombia, concebidos y financiados por el gobierno de los Estados Unidos, están condenados al fracaso, puesto que estos seudo planes Marshalls no están dirigidos a erradicar verdaderamente los factores de pobreza y desigualdad socio-económica en los países donde la insurgencia es fuerte y organizada. Tanto el Plan Colombia, como el Bell Trade Act en las Filipinas en 1946 o la Alianza para el Progreso en 1961, son programas que forman parte de un plan global estratégico político-militar-económico de contrainsurgencia.
Es en función del concepto de Seguridad Nacional que los Estados Unidos desarrollan tácticas y estrategias de dominación. El establecimiento y consolidación de sus avanzadas militares, así como la formación político-militar e ideológica de sus “legionarios latinoamericanos” forman parte de ese plan defensivo estratégico. No es casual entonces, como se ha expuesto anteriormente, que Panamá fuera durante muchos años la sede de la Escuela Militar para las Américas, también conocida como la Escuela de los dictadores o Escuela de asesinos. Allí se formó y se entrenó la flor y nata de los personajes militares más oscuros y criminales de América Latina.
La metamorfosis de la Escuela del Terror de las Américas
La Escuela de las Américas fue una de las bases militares en Panamá, cuya meta principal era formar a oficiales y suboficiales latinoamericanos en el marco de la doctrina de contrainsurgencia. En Fuerte Amador, lo que menos aprendieron los más de 60000 alumnos que entre 1946 hasta 1984 por allí pasaron, fue el amor al prójimo. Todo lo contrario, allí se les adiestró y entrenó en el “arte” de la tortura, en la guerra psicológica y en la lucha antiguerrillera. Definitivamente, en Fuerte Amador el amor por la justicia social-económica y la libertad de acción y pensamiento, brilló por su ausencia.
La Escuela de las Américas fue fundada en 1946 con el nombre de “Centro de Entrenamiento para Latinoamérica División Combate Terrestre” con sede en la zona del canal de Panamá y rebautizada con el nombre de “Escuela del Caribe” en 1950, cuando el centro de entrenamiento fue trasladado al Fuerte Gulick, ubicado en la parte atlántica de la zona del canal. La doctrina Truman iba viento en popa y a toda vela en América Latina y las aguas del océano Atlántico arrastraron la “guerra fría” europea a las cálidas costas del Gran Caribe. El imperialismo norteamericano se preparaba estratégicamente para combatir la “subversión comunista soviética” en su patio trasero. Cuba, convertida en el “burdel caribeño” de la mafia norteamericana, se transformó de la noche del 31 de diciembre de 1959 a la mañana del primero de enero de 1960, con el triunfo de la revolución cubana, en el enemigo número uno de la sociedad norteamericana. La revolución cubana es desde entonces, la espina clavada en el costado del gobierno de los Estados Unidos.
En Julio de 1963, el gobierno de los Estados Unidos decidió cambiarle nuevamente el nombre a la “Escuela del Caribe”; probablemente porque asumió que el “peligro comunista” no se limitaba solamente a la región de la Gran Cuenca del Caribe, sino que abarcaba la totalidad del continente americano. El nombre de “Escuela Militar de las Américas” calzaba mejor con el carácter y contenido continental y anticomunista del centro de entrenamiento militar. En 1984, luego de haberse firmado los acuerdos que reglamentaban el traspaso del canal de Panamá al gobierno panameño, la “Escuela de las Américas” fue trasladada al Fuerte Benning in Georgia/USA. Desde entonces la “School of the Americas”(SOA) dejó de existir y en su lugar apareció el Instituto de Cooperación para la Seguridad del Continente Americano (WHISC, en sus siglas en inglés).
El Centro de entrenamiento de antaño no se transformó en una mariposa de colores con el traslado al Fuerte Benning in Georgia, todo lo contrario, siguió creciendo como una hidra de mil cabezas que solo piensa en matar, asesinar y torturar.
Existen dos períodos en la historia político-militar del gobierno de los Estados Unidos en Latinoamérica que influyeron esencialmente y condicionaron el fomento y desarrollo de la “Escuela de las Américas”. El primer período comienza con el estallido de la primera guerra mundial en 1914 y termina en 1960 con la derrota del dictador Fulgencio Batista en Cuba. El segundo período se extiende desde 1961, simbólicamente representado por la invasión mercenaria en playa Girón hasta el presente.
El interés especial de los Estados Unidos por América Latina, como se ha explicado anteriormente, data de principios del siglo XIX, pero con la inauguración del canal de Panamá en agosto de 1914, la zona de Centroamérica y el Gran Caribe se convirtió en área estratégica militar del gobierno de los Estados Unidos.
Fue precisamente John F. Kennedy, el presidente norteamericano que impulsó y estimuló de manera decidida y resoluta la doctrina de contrainsurgencia a partir de 1961. John Kennedy, quien estaba convencido que la guerra contra el “comunismo internacional” no solamente se debía combatir con medios militares, desarrolló un plan político-económico-ideológico que sería la base de la „revolución pacífica” en América Latina. La Alianza para el Progreso fue financiada por la Agencia de los Estados Unidos para el Desarrollo Internacional (United States Agency for International Development), pero pronto quedó al descubierto, que la famosa “alianza para el progreso”, servía solamente para estrechar la unidad entre la oligarquía latinoamericana, la casta militar y la iglesia católica. La Alianza para el progreso fue en realidad la unidad de la clase dominante en función de fomentar el retroceso de los países pobres del continente americano.
A pesar del plan económico profiláctico de la administración Kennedy, después de la revolución cubana, surgieron las primeras guerrillas en Venezuela y Colombia, como respuesta a la situación de pobreza y de extrema desigualdad social en que vivía la mayoría de la población pobre. En El Salvador a mediados del siglo XX el 67 % de las tierras fértiles estaba en manos de un 4% de la población, mientras que el 96% de todos los propietarios de tierra poseía el 33 % de las tierras cultivables. En Colombia la situación era parecida: Al 5 % de la población le pertenecía el 80 % del terreno cultivable, mientras que el 66% de la población poseía el 5% de las tierras. A esta desigualdad a nivel de propiedad de la tierra se sumaban la corrupción de los funcionarios, el sometimiento de los gobiernos nacionales a los lineamientos del gobierno de los Estados Unidos y como colofón, la brutalidad con que los cuerpos represivos y paramilitares castigaban a los campesinos y jornaleros.
Los planes de instrucción militar de la “Escuela de las Américas” fueron adaptados a la estrategia de contrainsurgencia de la administración Kennedy. Como paladines de la democracia occidental los militares aprendieron en la SOA que la tortura, la desaparición y muerte son los instrumentos idóneos para garantizar la “libertad y la paz” en los pueblos de América Latina.
Desde 1961 hasta 1990, alrededor de 36000 oficiales y suboficiales de Latinoamérica visitaron la Escuela de las Américas“. La mayoría de ellos eran colombianos (5827), salvadoreños (5642), peruanos (3465), panameños (3003), bolivianos (2669), venezolanos (2462), chilenos (1968), ecuatorianos (1869), hondureños (1550) y dominicanos (1700) [2] .
La clasificación del número de egresados por país de la SOA, variaba según la coyuntura político-militar regional de América Latina. Fue así que en la época del Che Guevara en Bolivia, Venezuela, Bolivia, Panamá y Perú ocuparon los primeros cuatro lugares. A pesar de la derrota de la guerrilla del Che, los Estados Unidos mantuvieron el foco de atención en Suramérica, sobre todo en Perú. De tal manera que, Perú, Panamá, Bolivia y Venezuela ocuparon los primeros puestos en los años setenta.
A partir de 1981 hasta 1990 la situación en América Latina cambió radicalmente y el centro de atención se trasladó a El Salvador y Colombia, dos naciones con estructuras político-sociales parecidas. Ambos países no tienen solamente en común unos de los mejores cafés del mundo, un alto índice de pobreza y una violencia extrema, sino que además en sus territorios operaban los ejércitos guerrilleros más numerosos y mejor armados en toda la historia de la lucha político-militar en América Latina. No es extraño entonces, que Colombia y El Salvador ocuparan los dos primeros lugares en el número de egresados de la “Escuela de las Américas”.
Estas estadísticas reflejan el verdadero carácter y contenido ideológico de la “Escuela de las Américas”. En la actualidad, ni Venezuela ni Cuba representan un factor desestabilizador político-militar en la región del Gran Caribe, lo que preocupa en primera instancia al gobierno de los Estados Unidos es Colombia. O expresado de otra manera, son las FARC y el ELN los que se encuentran en el punto de mira de Washington.
Dentro de los alumnos destacados de la “Escuela de dictadores”, como también se conoce a la SOA, sobresalen [3] :
General Manuel Noriega, panameño: Antiguo agente de la CIA. Noriega fue condenado a prisión en 1992 por un tribunal de justicia de los Estados Unidos por tráfico de drogas, chantaje y conspiración. Desde entonces se encuentra en la cárcel[4].
General Efraín Ríos Montt, guatemalteco: Fue condenado el 10 de mayo de 2013 por genocidio y por crímenes de lesa humanidad a la pena de 80 años de cárcel. La sentencia fue revocada días más tarde.
General Hugo Banzer, boliviano: El dictador boliviano entre 1971 y 1978 quien desde 1988 ocupa un puesto de honor en el Hall of Fame de la Escuela de las Américas.
Coronel Roberto D’Aubuisson, salvadoreño: Fundador del partido ultraderechista ARENA y de los escuadrones de la muerte en los años 80. El ex embajador Robert White declaró en 1986 al Congreso de los Estados Unidos, que D’Aubuisson participó en la planificación y ejecución del asesinato de Monseñor Oscar Arnulfo Romero. Sin embargo, D’Aubuisson nunca fue acusado formalmente ante la justicia. Murió en la cama como el dictador Pinochet, sin haber pagado frente a la sociedad por los crímenes cometidos.
Coronel Natividad de Jesús Cáceres Cabrera, salvadoreño: Segundo al mando del batallón Atlacatl, responsable de haber realizado la masacre de El Mozote. Cáceres Cabrera es, junto con el Teniente-coronel Domingo Monterrosa y mayor José Armando Azmitia Melara (ambos ya fallecidos) responsables directos de dicha masacre.
Manuel Contreras, chileno: Fue director de la policía secreta chilena (DINA) durante la dictadura de del General Pinochet. Contreras fue condenado a 289 años de prisión por secuestro, desaparición y asesinato.
Resumiendo:
Durante la guerra fría, la Escuela de las Américas desempeñó un papel determinante en la formación militar en el marco del concepto estratégico de contrainsurgencia, guerra de baja intensidad y la guerra sucia, además en el adoctrinamiento anticomunista de miles de oficiales y suboficiales latinoamericanos.
Con la caída de la Unión Soviética en 1991 desapareció el “enemigo comunista”. En su lugar apareció el tráfico de drogas internacional, llamado también narcotráfico y el terrorismo musulmán. Con el nacimiento del “nuevo enemigo” de la sociedad occidental – aunque el tráfico de drogas siempre ha existido– el gobierno de los Estados Unidos se sacó de la manga el argumento político-militar para continuar manteniendo sus bases militares y centros de entrenamiento en todo el planeta. Es posible que el ciudadano común norteamericano esté mal informado, pero los políticos que gobiernan esa poderosa y gran nación – demócratas o republicanos, palomas o halcones –, son personas con gran educación y bien informados, quienes con toda seguridad, saben que mientras persistan las causas de la pobreza y la desigualdad social en América Latina, el peligro de las revoluciones sociales seguirá latente. Mientras el peligro de la revolución marxista se esconda en su “patio trasero”, la presencia militar de los Estados Unidos seguirá siendo una realidad inevitable.
La impronta animal del imperialismo norteamericano
¿Ha visto Usted alguna vez, estimado lector, algún aligátor o cocodrilo bailando rock and roll o una cumbia barranquillera en algún circo?
Los cocodrilos de carne y hueso son reptiles depredadores que reaccionan impulsados única y exclusivamente por los instintos. Dichas bestias no se dejan domesticar. Provistos de un cerebro tan pequeño como una nuez, los cocodrilos o caimanes están capacitados para atacar de manera explosiva a su “victima”, sujetarla con sus feroces fauces y devorarla en un santiamén. Con un sentido auditivo extremadamente sensible que les permite escuchar “a escondidas” a sus “enemigos”– cualquier ser viviente u objeto inanimado –, los cocodrilos viven en permanente estado de vigilia. Son tantos los símiles que se podría encontrar entre el comportamiento animal del gobierno de los Estados Unidos de Norteamérica y estos vertebrados, filogenéticamente más cercanos a las palomas que a las víboras, que sería necesario inventar una nueva rama de las ciencias políticas para profundizar su estudio. Por ejemplo: Teoría Política-Psicológica y Práctica Político-Zoológica del imperialismo norteamericano en la edad contemporánea.
¿Una exageración marxista?
En las estanterías de cualquier biblioteca municipal se puede encontrar abundante información al respecto y sí no le es suficiente, estimado internauta, allí, en la red global, están a su disposición los archivos virtuales. La historia política de los Estados Unidos de Norteamérica es la historia de guerras, intervenciones político-militares, destrucción y exterminio.
La historia comenzó en 1763 con la revolución “americana”, que culminó oficialmente el 4 de julio 1776, con la independencia de las trece colonias británicas en Norteamérica. No obstante, ante la negativa de Gran Bretaña de reconocer legalmente el acta de independencia, el bisoño “estado emancipado”, continuó guerreando hasta septiembre de 1783, fecha en que se firmó el acuerdo de paz entre las partes beligerantes. Pero el nuevo Estado independiente, en lugar de guardar los cañones y arcabuces en los polvorines de guerra y dedicarse a la reconstrucción y desarrollo pacífico de la nación norteamericana, comenzó con el exterminio sistemático de las comunidades indígenas y con la expropiación arbitraria de sus territorios. Este período histórico que duró de 1783 hasta 1890, es conocido como la “colonización del oeste” norteamericano, un desvergonzado eufemismo para explicar el genocidio de los pueblos indígenas. La matanza de indios se fue transformando en un entretenimiento para soldados y colonos. Ni siquiera las “pequeñas” y “grandes” guerras que estallaron durante el período de colonización, lograron interrumpir el genocidio. En 1812, la “pequeña” guerra contra Gran Bretaña y en 1817, contra la Corona española y los indios Seminolas en la península de La Florida. La “gran” guerra contra Méjico se desarrolló entre 1846-1848 y culminó con la ocupación yanqui de los territorios de Arizona, Nuevo Méjico y California. Sin pasar por alto que entre 1860 y 1865 se incrementó la esclavitud y estalló la guerra civil.
En el año 1890 concluyó oficialmente la guerra asimétrica contra la „nación indígena“. De esta inhumana manera, culminó el proceso de Colonización y “Civilización de los pueblos salvajes” por parte de los pioneros euro-norteamericanos. En el año 1898 estalló la guerra entre los Estados Unidos de Norteamérica y España, que finalizó con la conquista estadounidense de los territorios de Puerto Rico, Cuba y las Filipinas.
Años más tarde, 1914 y 1939, irrumpieron las guerras mundiales en Europa, en las cuales los Estados Unidos también intervinieron. El lanzamiento de las dos bombas atómicas en Hiroshima y Nagasaki el 6 y 9 agosto de 1945 es un ejemplo cruel e inolvidable de la brutalidad del imperialismo norteamericano, puesto que para ese entonces, el imperio japonés estaba ya derrotado. Después del conflicto bélico mundial, se sucedieron una tras otra las guerras de Corea, Vietnam, Irak y muchas otras más.
Esta es la triste historia sucinta de los Estados Unidos de Norteamérica, un imperio guerrero moderno, despiadado, cruel y sin parangón en la historia de la humanidad.
La reacción militar del imperialismo norteamericano en su “patio trasero” en los últimos cincuenta años.
Las intervenciones militares del gobierno de los Estados Unidos en América Latina han sido consideradas siempre una «causa justa» por parte de –casi– todos sus presidentes, con la excepción de Jimmy Carter, cuyo gobierno nunca estuvo implicado en ninguna guerra ni sucia ni “limpia” en Latinoamérica.
Para el gusto de los generales del ejército norteamericano, todas las operaciones militares deberían llamarse “Causa justa”. No obstante, ese nombre se reservó para denominar la intervención militar en Panamá el 20 de diciembre de 1989. En dicha ocasión, 24000 marines entraron en la ciudad de Panamá con la intención de capturar al “malo de la película”, como ocurre en los largometrajes de Hollywood, –vivo o muerto[5]–, y reestablecer la “paz” y “la democracia” en Panamá. El general Manuel Noriega fue hecho prisionero, después de una intensa búsqueda durante un par de días. Al parecer, los servicios de inteligencia no conocían con precisión las coordenadas del lugar donde se escondía el “Cara de Piña”, como se le apodaba al antiguo agente de la CIA. La intervención en Panamá no fue un caso aislado. Larga y variada es la lista de intervenciones militares norteamericanas en Latinoamérica. He aquí un par de ejemplos simbólicos.
Guatemala 1954. En el momento en que los intereses económicos de la United Fruit Company se vieron supuestamente en peligro debido a la reforma agraria planteada por Jacobo Arbenz Guzmán, el presidente constitucional guatemalteco, Dwight D. Eisenhower ni corto ni perezoso, ordenó la intervención militar inmediata en Guatemala. Jacobo Arbenz, cuya ideología podría considerarse en la actualidad como social-demócrata, fue catalogado de comunista y en su lugar se colocó al coronel Carlos Castillo Armas.
Cuba 1961: John F. Kennedy aprobó el plan de invasión de la CIA en bahía de Cochinos con el fin de derrocar al gobierno revolucionario. Más de 1500 mercenarios y cubanos exiliados desembarcaron el 17 de abril en playa Girón con la ayuda de la fuerza aérea y la marina de los Estados Unidos. Tres días más tarde, la intervención militar fue derrotada por las Fuerzas Armadas Revolucionarias, dirigidas personalmente por el líder de la revolución cubana, Fidel Castro. Esta derrota militar significó un contundente desastre político-militar para la administración Kennedy. Desde entonces y por ende, existe el bloqueo político-económico-financiero contra la República Socialista de Cuba.
República Dominicana 1965: El 28 de abril desembarcaron en Santo Domingo más de 45000 soldados norteamericanos y restablecieron el “orden constitucional” a punta de fusil y bayoneta calada.
Santiago de Chile 1973: Golpe de Estado perpetrado el 11 de septiembre contra el gobierno de la Unidad Popular, presidido por Salvador Allende. El general Augusto Pinochet con la “venia imperial” de la administración Nixon-Kissinger impuso una dictadura militar que duró hasta 1989.
Granada 1983: El 25 de octubre desembarcaron en territorio granadino tropas norteamericanas. Este operativo militar llevó el nombre de Operation Urgent Fury.
Todas estas grandes operaciones militares y otras, como la operación Phoenix en Viet Nam 1967-1973, El Cañón Dorado en Trípolis y en Bengasi 1986 o la Tormenta del Desierto en Irak 1991 no se pueden ocultar a la opinión pública, debido a la dimensión y carácter de las mismas. Por el contrario, este tipo de operativos militares es presentado a los televidentes con todo lujo de detalles y en vía directa, por las distintas cadenas de televisión. No está de más recordar que la “guerra al alcance de todos los hogares”, aparte de ser un negocio redondo, es un instrumento manipulativo de adoctrinamiento y propaganda.
Pero, ¿qué sucede con aquellas acciones militares de pequeña o mediana envergadura, acerca de las cuales los medios de comunicación, ya sea por falta de información o por negligencia, guardan un silencio sepulcral? La guerra sucia de los Estados Unidos se lleva a cabo en silencio, off the air, detrás de las pantallas de cristal líquido o de plasma.
¿Qué ha hecho el gobierno de los Estados Unidos por la paz mundial desde el 4 de julio de 1776?
¡Retóricamente, mucho! ¡En la práctica muy poco! A pesar de esta cruda verdad, el ciudadano norteamericano común y corriente está convencido que el poder económico y militar de los Estados Unidos contribuye a garantizar la paz y la libertad de la humanidad entera.
Los Estados Unidos se consideran a sí mismos, desde la declaración de independencia en 1776 y por la divina gracia, como los verdaderos portadores de la paz y la concordia en la tierra. Sin embargo, cuando se investiga minuciosamente cada capítulo de la historia político-militar de esa poderosa y rica nación, se concluye irremediablemente que los políticos y gobernantes de los Estados Unidos de Norteamérica son, sin duda alguna, los Señores de la guerra.
No obstante, y a pesar de la adicción a la guerra del gigante del norte, la declaración de independencia de los revolucionarios norteamericanos de 1776 es digna de emulación.
“Sostenemos como evidentes estas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre éstos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se haga destructora de estos principios, el pueblo tiene el derecho a reformarla o abolirla e instituir un nuevo gobierno que se funde en dichos principios, y a organizar sus poderes en la forma que a su juicio ofrecerá las mayores probabilidades de alcanzar su seguridad y felicidad. La prudencia, claro está, aconsejará que no se cambie por motivos leves y transitorios gobiernos de antiguo establecidos; y, en efecto, toda la experiencia ha demostrado que la humanidad está más dispuesta a padecer, mientras los males sean tolerables, que a hacerse justicia aboliendo las formas a que está acostumbrada. Pero cuando una larga serie de abusos y usurpaciones, dirigida invariablemente al mismo objetivo, demuestra el designio de someter al pueblo a un despotismo absoluto, es su derecho, es su deber, derrocar ese gobierno y establecer nuevos resguardos para su futura seguridad. Tal ha sido el paciente sufrimiento de estas colonias; tal es ahora la necesidad que las obliga a reformar su anterior sistema de gobierno. La historia del actual Rey de la Gran Bretaña es una historia de repetidos agravios y usurpaciones, encaminados todos directamente hacia el establecimiento de una tiranía absoluta sobre estos estados. Para probar esto, sometemos los hechos al juicio de un mundo imparcial”.
Si los Estados Unidos concedieran los mismos derechos postulados por los próceres de la independencia norteamericana al resto de los pueblos del mundo y en especial de América Latina, entonces la paloma de la paz sí que tendría más oportunidades reales de anidar en todas las regiones del planeta. Desgraciadamente el imperialismo norteamericano está más empeñado, como se ha comprobado en este ensayo, en desplumar a la paloma de la paz en América Latina, que a protegerla y alimentarla.
Los Estados Unidos son los príncipes herederos del gran imperio británico.
¡De tal palo tal astilla!
Notas:
[1] http://www.mopassol.com.ar/archives/351
[2] http://www.soaw.org/about-the-soawhinsec/soawhinsec-grads/graduate-database-search
[3] La lista es larga y los nombrados aquí han sido elegidos aleatoriamente.
[4] Estados Unidos, Francia y Panamá es el periplo carcelario de Noriega.
[5] Operativos militares o paramilitares al estilo de Rambo o Django. Temas cinematográficos de ganancias pingües en la industria del celuloide.
Blog del autor: http://robiloh.blogspot.com