Las justificaciones de guerra justa contra el terrorismo internacional -formuladas a raíz del derrumbamiento de las Torres Gemelas del World Trade Center de Nueva York el 11 de Septiembre de 2001- le han servido de mucho al imperialismo gringo en su ambicioso propósito de hacer del siglo XXI el siglo (norte) americano en el cual prevalezca, sin discusión alguna, su hegemonía absoluta. Para ello ha contado con la complicidad de sus socios, principalmente de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN); utilizando, además de la intervención militar, la extorsión y el chantaje económico-político, cada vez con mayor descaro e impunidad, vulnerando ostensiblemente la soberanía del resto del mundo a fin de imponerles las políticas económicas que más les favorezcan, causando mayores niveles de pobreza, exclusión social y explotación de la clase trabajadora. Así, sus zarpas se han hecho sentir a sangre y fuego en aquellas naciones que poseen grandes yacimientos de gas y petróleo, sobre todo en Asia central, Medio Oriente y norte de África, asegurando su control directo por parte de sus poderosas corporaciones transnacionales.

En Estados Unidos, como bien lo describe Pedro Ibáñez, “desde la conspiración comunista internacional de posguerra hasta la lucha contra el terrorismo de comienzos del siglo, la propaganda oficial de este país, en distintas épocas y con diferentes recursos, justifica el gasto militar, una política exterior intervencionista y el apoyo del pueblo estadounidense a un belicismo que sostiene al complejo militar industrial, cuyo fin es una perversa forma de desarrollar el capitalismo”. (El imperio antiheróico: entre la ficción y la mentira. Revista A Plena Voz, nº 55-56). Esto ha logrado que los ciudadanos estadounidenses, a pesar de lo cuestionable de las guerras emprendidas por sus gobiernos en los últimos veinte años, hayan terminado por legitimarlas, previendo una eventual amenaza exterior, convirtiendo en enemigos de su país a todo gobierno que no comparta sus criterios imperiales. De este modo, los distintos inquilinos de la Casa Blanca (desde Reagan hasta Obama) han compartido el inadmisible privilegio de ordenar guerras y operaciones militares en diversas latitudes, siempre invocando la guerra justa contra el terrorismo internacional como razón de Estado frente a un mundo que batalla contra una crisis cíclica del capitalismo que lo hace depender de una economía subsidiada por todos: la de Estados Unidos. Esta conexión entre economía y guerra es lo que le ha permitido a los grupos gobernantes de Estados Unidos erigirse como los amos y/o directores del sistema económico internacional, instituyendo un globalismo imperial que amenaza, incluso, con destruir todo vestigio de vida, dada su voracidad irracional de recursos naturales.

Para alcanzar sus mezquinos propósitos, el imperialismo global está perpetrando crímenes de lesa humanidad bajo la argucia de defender los derechos humanos, pisoteando la autodeterminación de los pueblos en nombre de la democracia e imponiendo sus mentiras como verdades inobjetables a través de los diferentes medios de comunicación a su servicio; todo ello con la innoble finalidad de causar un caos “constructor” de ese nuevo siglo estadounidense que se delineara tras el último gobierno de George W. Bush. Por eso, no debe sorprender a nadie las situaciones padecidas por Siria, Mali y otras naciones de la periferia capitalista, puesto que -simplemente- a esta nueva modalidad imperialista no le importa echar mano a los mismos recursos colonialistas de sus antepasados cuando sometieron y expoliaron los pueblos libres de África, Asia y América, disfrutando de la bonanza de sus suelos.-

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