El regalo para la derecha en el día de los Reyes Magos es difícil de creer: el titular del Banco Central BCRA), Martín Redrado, halló esta vez inoportuno cumplir un Decreto de Necesidad y Urgencia (DNU) para retirar fondos de la reserva y destinarlos al eventual pago de la deuda externa; tras insistir sin resultados, la presidente Cristina Fernández ordenó a su jefe de gabinete, Aníbal Fernández, que anunciara por los medios que aceptaba la renuncia de Redrado; éste dijo que no había renunciado ni estaba dispuesto a hacerlo; dado que constitucionalmente el Banco Central y su presidente son autónomos, éste sólo puede ser removido por el Congreso; apelando al receso de verano, la presidente emitió otro DNU y destituyó a Redrado; éste acudió a la justicia, que en cuestión de horas declaró inválidos ambos DNU; el presidente interino por 12 horas del BCRA no alcanzó a transferir los 6500 millones de dólares en disputa antes de que Redrado, como victorioso comandante guerrillero, recuperara su puesto. Faltaba una pizca de pimienta, pero pronto llegó: dispuesto a apelar la decisión judicial, el jefe de gabinete confesó perplejo ante las cámaras de la televisión oficial que no hallaba a la jueza interviniente. La hallará, seguramente, y en pocas horas más la controversia pasará a un tribunal de alzada para desembarcar sin demora en la Suprema Corte de Justicia. Mientras tanto, comenzaron a hacerse ver los efectos económicos de este infundado desbarajuste y la crisis política inició una escalada que no debería desestimarse: el viernes 7 de enero sólo elementos marginales del oficialismo salieron a defender al gobierno.
Redrado no es exactamente un líder izquierdista, dispuesto a quemar las naves para no pagar la deuda externa. Subió al escenario de la decadente política argentina como parte de un puñado de golden boys que el entonces ministro Domingo Cavallo sumó al gobierno de Carlos Menem. Allí hizo su carrera, que ascendió a nuevas alturas cuando asumió Néstor Kirchner. Primero estuvo en la cancillería. Se destacó allí entre otras cosas por agregar subrepticiamente un párrafo en un documento firmado por los miembros del Mercosur en la Triple Frontera. Como el agregado coincidía exactamente con la voluntad del Departamento de Estado estadounidense, el malestar se hizo sentir, prudente pero contundente, desde la diplomacia brasileña. No faltaron maledicentes que calificaron entonces al chicago boy como agente de la CIA.
A la sazón Presidente, Néstor Kirchner fue afectado por el raro episodio. El desliz tuvo su castigo sin demora: Redrado perdió su lugar en cancillería y… pasó a ser presidente del Banco Central. Dicho sea de paso: más tarde dejó también su cargo el canciller Rafael Bielsa, quien a juzgar por el papel que cumpliría tiempo después como observador abiertamente en contra de Rafael Correa en la primera ronda electoral, que le valiera la expulsión de Ecuador, tal vez no fuera totalmente inocente en aquel incidente en la Triple Frontera.
Hijos del “neoliberalismo”
Como quiera que sea, fue una pieza de Cavallo quien asumió el control del BCRA, autónomo según la religión neoliberal y designado por Néstor Kirchner. La autonomía consiste en que el instrumento clave para el manejo de la moneda nacional es independiente del gobierno nacional. Usted elige presidente y celebra la democracia. Pero alguien, a quien usted no conoce, designa a quien gracias a la autonomía del BCRA podrá decidir todo lo relativo a la moneda. Es decir, gobernará. El gobernante nominal carece del principal instrumento de gobierno, que queda en manos de un oscuro funcionario moldeado por las universidades yanquis, entrenado durante el gobierno de Menem y, presumiblemente, con algo más que contactos circunstanciales con los funcionarios de la embajada estadounidense en Buenos Aires.
En 2006 Kirchner ordenó el pago al FMI, con fondos restados a la reserva, de casi 10 mil millones de dólares. Esto es, el 38% de la reserva total entonces atesorada por el BCRA. Como se sabe, Redrado no puso reparos. Hay controversias sobre la causa que lo impele cuatro años después a desconocer el pedido de Fernández, en este caso menor al 15% de las reservas oficialmente informadas. Pero no cabe duda alguna de que fue el actual elenco quien puso y sostuvo a Redrado en ese lugar; que la autonomía del BCRA no fue jamás cuestionada; que su titular jamás dio la más mínima muestra de plegarse a forma alguna de “progresismo”; que durante 2009 utilizó sin formalidades una cifra equivalente a la ahora en cuestión para pagar deuda externa y otros compromisos del Ejecutivo.
Carece de interés explicar los negociados en juego y, sobre todo, el debilitamiento extremo del Ejecutivo, que explican este cambio de conducta del intrépido comandante Redrado. Importa en cambio preguntarse por qué este individuo está en ese cargo y por qué Fernández se empeña en desplazar más reservas para pagar deuda externa.
Fondo del Bicentenario
Los 6500 millones en cuestión son para lo que el gobierno denominó “Fondo del Bicentenario. Es difícil imaginar algo más ofensivo, más repugnante e intolerable, que poner un nombre alusivo al Bicentenario de la Revolución de Mayo a un fondo para pagar deuda externa. Deuda que, además, es probadamente ilegal e ilegítima.
Esta utilización bastarda de conceptos bastaría para colocar una última lápida a la pretensión oficial de ser un gobierno “progresista” comprometido con los derechos humanos y la soberanía nacional. Pero hay algo más: ¿cuál es el verdadero significado de este Fondo? No hace falta indagar o deducir, porque casi todos los miembros del Ejecutivo lo han dicho, sin rubor: se trata de dar garantías a los así llamados “inversores”, para lograr nuevos créditos y a menor interés. En buen romance: ¡¡el Fondo del Bicentenario es un instrumento para incrementar con mayor eficiencia el endeudamiento nacional!!
Es inmoral; es obsceno. Sin embargo, desde la perspectiva oficial, totalmente coherente, necesario y, más aún, imprescindible y urgente.
Frente a la reaparición del descalabro local a inicios de 2008, potenciado por la crisis internacional del capitalismo, a fines de ese año el elenco gobernante optó por acudir al llamado de George Bush y sumarse al Grupo de los 20. Coherente con la estrategia de avanzar en pos de “un capitalismo serio”, Fernández asumió la respuesta imperialista al colapso del capitalismo. Ahora, es coherente con aquella decisión. El reingreso al FMI, aunque éste dispense al gobierno de los gestos públicos de subordinación, exige el arreglo de cuentas según los criterios imperiales. Ante todo, pagar a los acreedores del gran capital internacional.
Resulta que los primeros efectos de ésa y otras causas derivaron en una aplastante derrota electoral del oficialismo en las legislativas del 28 de junio pasado (70 a 30%). Y desde entonces las medidas tomadas redujeron al mínimo el respaldo social a la administración Fernández (20%) y mostraron el rechazo masivo a su cónyuge (65%). De tal modo, resultó imperativo apelar a un mayor gasto público para comprar adhesiones, no tanto de la masa empobrecida, como de intendentes, gobernadores y de esa fauna autóctona, repugnante expresión de la crisis del capitalismo sin respuesta aún de la revolución: los “punteros”. A falta de base social, a falta de partido o cualquier otra organización real y propia de las masas en apoyo al gobierno, es imprescindible apelar a gente de alquiler. Y allí es donde aparece el espolón de la granada: desde 2008 hay déficit fiscal en las cuentas nacionales. Ya no hay con qué pagar ese gasto corrupto. Se acabaron incluso los fondos de la Anses, obtenidos con pátina “progresista” al nacionalizar las AFJP -¡y vaya si había que hacerlo, pero no después de seis años de ocupar la Rosada, sino apenas comenzado el gobierno!- y de los brutales aumentos de impuestos a quienes menos tienen (la suba del monotributo es de entre el 180 y el 100%, en progresión inversa para quienes menos ganan), no alcanzan ni por lejos para tales requerimientos.
Así se explica la desesperación del funambulesco elenco ejecutivo que hoy tiene Argentina. Lo que sumado a una sorprendente impericia, sólo pensable en advenedizos que en última instancia no forman parte del entramado de las clases dominantes, ha dado como resultado una crisis política tan inesperada como gratuita.
Algo análogo ocurrió a comienzos de 2008, cuando un manotazo a lo bruto provocó el frente unido de todas las entidades agrarias, marcó el comienzo del fin de Fernández y, de paso, de quienes no comprendieron qué estaba ocurriendo en la sociedad argentina.
Política y teoría
Todos los significativos aspectos positivos de este gobierno provienen, justamente, de ser un grupo de advenedizos desde la perspectiva del capital tradicional. Elenco que, al no contar con base propia de ningún género, tuvo la exigencia de adosarse a la necesidad circunstancial de la burguesía local, el buen tino de apoyarse en el prestigio de una oleada revolucionaria en América Latina y de asumir la defensa de los derechos humanos (de la cual, subráyese, jamás habían participado sus componentes antes del 25 de mayo de 2003). Pero cuando ante el inexorable cruce de caminos ese equipo reafirmó su estrategia de “un capitalismo serio”, e hizo lo único posible tras esa quimera, acoplarse al imperialismo, la suerte estuvo echada.
Las pantomimas de esta primera semana de 2010, que ofenden el más elemental sentido nacional y contradicen el abc de la inteligencia, son el producto ineludible de la subordinación al G-20. El gobierno de Argentina optó por la solución imperialista a la crisis del capitalismo. Desechó y enfrentó la propuesta del Alba, una instancia de unión latinoamericana contrapuesta a las líneas del gran capital y empeñadas en una construcción de neta definición antimperialista. Ahora paga las consecuencias.
El riesgo es que, como en reiteradas oportunidades en nuestra historia reciente, las consecuencias derivadas de la prevalencia de una conducción pequeño-burguesa y, como se puede esperar, ultraoportunista, sobre el movimiento de masas, el resultado inmediato de la crisis pueda ser una victoria de la derecha local y los imperialismos, todos al asalto ante nuestra dolorosa decadencia.
Para que ese riesgo se consume, no hay nada más eficiente que gritar porque viene el lobo y ponerse en manos de la abuelita disfrazada. Eso también es ya conducta reiterada en franjas denominadas “progresistas” del activo político argentino. El elenco ejecutivo es, por decisión propia, indefendible. No es paradojal que la mayoría de quienes seis años atrás identificaron a este gobierno con la continuidad lineal de los dos anteriores (los impronunciables nombres de Menem y De la Rúa), estén ahora en rinconcitos hasta hace algunos meses confortables del oficialismo.
Esa es, sin embargo, una mengua menor. En esta oportunidad el desplazamiento de fuerzas sociales y políticas indica que es pensable y realizable una estrategia de unidad social y política de las grandes mayorías sobre una plataforma antimperialista y de búsqueda estratégica de un socialismo para el siglo XXI. Con prescindencia de que este episodio se solucione temporalmente o el desequilibrio político continúe escalando y el horizonte de 2011 desaparezca para dar lugar a exigencias perentorias, quienes en Argentina asumen la necesidad de un cambio real deben estar alertas contra una embestida imperialista y prepararse, en cualquier hipótesis, para dar una respuesta revolucionaria al hecho de que la conducción oficial del país haya optado por el G-20.
Buenos Aires, 8 de enero de 2010