Ibán Díaz Parra
Rebelion
En los últimos años he oído hablar de que la causa de la crisis es el sistema financiero, las hipotecas basura, la codicia de los mercados, la mala gestión de los políticos y las instituciones reguladoras, etcétera, etcétera. Probablemente todas esta tienen parte de razón, algunas bastante más que otras. Sin embargo, como decía hace algún tiempo David Harvey (ver Crises of Capitalism < http://youtu.be/qOP2V_np2c0>)
, parece que lo último que se les ha pasado por la cabeza a la mayor parte de economistas y/u opinadores profesionales es que la causa de la crisis sea el propio sistema, que se trate de una crisis estructural. También hace años, alguien preguntó en un grupo de discusión en el que participaba si la crisis que entonces empezaba a vislumbrarse era una típica crisis de producción. Entonces consideraba que sí, y es una opinión que sigo manteniendo.

La teoría clásica de la crisis

En la teoría marxista clásica las crisis capitalistas tienen su origen en empresas que no encuentran mercado para su producción. Sobreproducción por lo tanto que tiende a coexistir con una situación de desempleo, que no es en conjunto sino capital y fuerza de trabajo (otro tipo de capital) que no encuentran oportunidades para ser invertidos y generar beneficios. Esto no quiere decir que no haya escasez. La sobreproducción implica excedentes de mercancías y las mercancías no se dirigen a cubrir las necesidades humanas sino la demanda solvente. Así, podemos encontrar un stock, por ejemplo mercancía-vivienda, que no encuentra salida al mercado y por lo tanto se acumula sin ser utilizado. ¿A alguien le suena esto? En este país hay 3.5 millones de viviendas vacías y, sin embargo, en un contexto de destrucción de empleo, miles de familias encuentran problemas para solucionar una necesidad tan básica como es la de tener un techo.

La causa de que el sistema capitalista tienda a desembocar en este tipo de crisis es que, tras un periodo de expansión, la diferencia entre la capacidad de producción y la demanda solvente se hace cada vez más profunda, así que la demanda se hace insuficiente, los precios se estancan y bajan, caen las ganancias, las empresas quiebran y los trabajadores se quedan en el paro. Así que, para enfrentarse a la crisis o para evitarlas, hay que crear oportunidades donde invertir capital y mano de obra y/o incrementar la demanda solvente. Ambas cosas están íntimamente relacionadas, dado que si se destruyen puestos de trabajo, la demanda solvente se reduce y viceversa.

Así las cosas, diría que las últimas crisis del capitalismo global, desde la década de los setenta, han sido crisis de las soluciones para evitar la crisis de sobreproducción. Estas soluciones han sido, primero, la intervención del Estado sobre la economía y, segundo, la liberalización del sistema financiero y la creación de complejos sistemas de deuda. En ambos casos la cuestión de la vivienda y la urbanización en general han jugado un papel fundamental (y esta última es una idea que tomo directamente de David Harvey que a su vez trabaja sobre las tesis de Henri Lefebvre).

La solución estatal

Vamos con la crisis de los setenta. Esta fue una crisis del sistema de regulación fordista-keynesiano, que se habría desarrollado a su vez como respuesta a la terrible crisis del 29 y a la depresión de los años 30 del siglo XX. El problema era alcanzar un conjunto de estrategias que pudieran estabilizar el capitalismo en las cuales la intervención del Estado, frente al liberalismo predominante con anterioridad, iba a jugar un papel crucial. Frente a la crisis de sobreproducción Keynes propugnaba la intromisión del Estado en la gestión de la relación entre fuerza de trabajo y acumulación del capital. El principal problema a solucionar era mantener el poder adquisitivo, distribuir salario y renta para conseguir elevar el nivel de consumo y salir de la recesión. Tras una crisis de la actividad en la que economía se estanca, la única forma de salir del circulo vicioso de “reducción del consumo=reducción de la producción=desempleo= reducción del consumo” es incrementar el consumo mediante la intervención del Estado en la economía.

En este periodo el Estado asumió varias obligaciones. Para empezar, la producción en masa fordista (que ya venía desarrollándose antes de la crisis, pero que alcanza su madurez tras la IIGM) exigía fuertes inversiones en infraestructuras y necesitaba a su vez condiciones de demanda relativamente estables para ser rentable. Así, durante el período de posguerra el Estado trató de dominar los ciclos de los negocios por medio de una mezcla apropiada de políticas fiscales y monetarias. Estas políticas estaban dirigidas hacia aquellas áreas de inversión pública (transporte, servicios públicos, etc.) que eran vitales para el crecimiento de la producción y del consumo masivo, y que también garantizarían el pleno empleo. Los gobiernos también se dedicaron apuntalar fuertemente el salario indirecto a través de desembolsos destinados a la seguridad social, al cuidado de la salud, la educación, la vivienda y cuestiones semejantes. Además, el poder estatal afectaba, de manera directa o indirecta, los acuerdos salariales y los derechos de los trabajadores. Esta fue base para el prolongado boom de posguerra, en el que los países capitalistas avanzados alcanzaron fuertes tasas de crecimiento económico, se elevaron los niveles de vida y se frenaron las tendencias a la crisis. Todo ello con un indudable coste ecológico y limitado a un ámbito geopolítico muy definido, por supuesto.

Un elemento al que Harvey concede un gran peso en esta ola de expansión es el crecimiento urbano y, para el caso anglosajón, la suburbanización. El auge de los espacios residenciales suburbanos, se produce en EEUU y RU especialmente tras la IIGM. Este modelo de urbanización se basaba en la compra de viviendas en propiedad y en la construcción de zonas residenciales de bajas densidades, dando lugar a un inmenso mercado del suelo y la vivienda, además del desarrollo de innovadores sistemas de crédito a las familias. Asimismo, otros aspectos fundamentales del modelo fueron el automóvil privado como solución primordial al desplazamiento y la construcción de autopistas. Así que, los crecientes capitales y la mano de obra eran absorbidos por la fábrica fordista, pero también por la construcción de grandes infraestructuras y por la construcción y reconstrucción de ciudad. En la Europa continental, la suburbanización tiene un peso menor y su desarrollo es más tardío. De hecho su verdadero auge comienza a partir de la década de los setenta. No obstante, el mismo papel que juegan los suburbios en el caso estadounidense, lo juegan los barrios funcionalistas periféricos promovidos por el sector público y la intensa renovación urbana de los centros urbanos, tan necesaria en una Europa devastada por la guerra.

No obstante, este modelo colapsaría en los años setenta, cuando empezaron a aflorar los problemas de rigidez de la industria de tipo fordista, basada en inversiones a largo plazo y a gran escala, que daba por supuesto el crecimiento estable del consumo. Surgieron también problemas de rigideces en los mercados de la fuerza de trabajo y todo intento de superar estas rigideces chocaba con la fuerza de los sindicatos y de la clase obrera organizada en general, poco dispuesta a ceder la estabilidad y el nivel de vida que había alcanzado en las décadas anteriores. En este contexto, la competencia de los nuevos países industrializados empezaba a hacer mella en la industria occidental. Además, las rigideces de los compromisos estatales también se agravaron cuando el gasto en salarios indirectos (seguridad social, pensiones, sanidad, etcétera) creció por la presión de mantener una cierta legitimidad en el contexto de recesión. Ante esta situación, el único instrumento con capacidad de dar una respuesta flexible era la política monetaria, por su capacidad de imprimir moneda cuando hacía falta para mantener la estabilidad de la economía. Y de este modo comenzó la ola inflacionaria que pondría fin al boom de la posguerra cuyos hitos fundamentales para Harvey (ver Breve historia del neoliberalismo , editado por AKAL) fueron las quiebras de Reino Unido y de Nueva York.

De la crisis de los setenta surgiría un nuevo modelo para el capitalismo occidental y, paulatinamente, una nueva estructura geopolítica y geoeconómica. Así, una parte importante de los problemas de rigidez del fordismo y de los crecientes costes de una fuerza de trabajo organizada fue la reconversión industrial, que resultó en parte automatización, en parte deslocalización y en parte pura y simple desindustrialización durante las décadas de los setenta y ochenta. Por su parte, los grandes centros urbanos occidentales se irían especializando en una economía terciaria fundamentada en un sector financiero cada vez más determinante y sobredimensionado. Creo que un buen ejemplo de esto es el caso de Reino Unido. Aquí, mientras la industria naval y automovilística se desplazaba al sureste asiático y el norte industrial y minero de Gran Bretaña se hundía y su característica clase obrera se lumpenproletarizaba, el centro financiero de Londres no hacía sino crecer hasta convertirse en la base de la economía del Estado. El proyecto de renovación urbana de los docklands resulta paradigmático en este sentido, eliminando los históricos astilleros de Londres y su principal enclave industrial histórico para sustituirlo por un parque de oficinas, el nuevo centro financiero de Canary Wharf. Un nuevo modelo económico en el que se multiplicaban los directivos y profesionales bien pagados, pero también un proletariado del sector servicios sometido a una precariedad extrema, una sociedad cada vez más dualizada si se quiere, término que empezó a popularizarse en este contexto.

Uno de las bases del nuevo modelo fue la desregulación del sistema financiero, que había estado rigurosamente controlado por el estado desde 1930. A partir de la crisis de 1973 la presión para la desregulación financiera ganó fuerza y para la segunda mitad de los ochenta era un hecho. La desregulación y la innovación financiera se convirtieron en ese momento en una condición de supervivencia para cualquier centro financiero mundial dentro de un sistema global altamente integrado, resultando además fundamental para incentivar el endeudamiento a través de formulas para la financiación de viviendas y créditos para el consumo, al mismo tiempo que crecían los nuevos mercados de acciones, divisas o futuros de deuda. La consecuencia ha sido una economía sometida a ciclos cortos cada vez más violentos y muy vinculados a los vaivenes del mercado inmobiliario. Así, el ciclo hiperespeculativo de la segunda mitad de los ochenta acabaría con el estallido de la burbuja inmobiliario financiera de EEUU, Reino Unido y Japón en 1990, que en este último país daría lugar a la que se conoce como década perdida. En España el estallido se prorrogó un poco más, gracias a los macreventos de 1992 que permitieron seguir canalizando inversiones especulativas en el mercado inmobiliario y creando oportunidades de inversión a través de la creación de las grandes infraestructuras que requerían eventos como la Exposición Universal o las Olimpiadas de Barcelona. Tras esto, un periodo de estancamiento y vuelta a empezar en 1997 y hasta el nuevo estallido, infinitamente más violento, 10 años después. De esta forma, la actual crisis encuentra su detonante precisamente en los disparatados productos financieros desarrollados para permitir que el endeudamiento familiar de los estadounidenses, contra toda razón, siguiera incrementándose. Un dato que evidencia la necesidad de seguir ampliando mercado y seguir firmando hipotecas para que los precios siguieran subiendo y no explotase la enorme burbuja de especulación y deuda que se había conformado en los tres lustros anteriores.

Quizás la interpretación de la crisis como una crisis esencialmente urbana y de la vivienda no sea válida para todos los países, pero al menos resulta evidente en los casos de algunas de las economías más importantes del mundo, como Reino Unido o EEUU, o de algunas de las economías que han sufrido el hundimiento más acelerado desde 2007 como Grecia, Irlanda o España. Actualmente, los países que están en una mejor situación son precisamente aquellos que han desarrollado o mantenido una economía productiva en el contexto postfordista. No obstante, los efectos sobre la economía mundial del hundimiento del consumo en los países occidentales no pasan desapercibidos para nadie. De poco sirve que ciertos países mantengan una potente economía exportadora si sus principales clientes no pueden seguir comprándoles.

En definitiva, resulta evidente que los salarios indirectos que pagaba el Estado, y que lo hacían deficitario, y la seguridad y estabilidad laboral, fruto del poder de los sindicatos y de la negociación colectiva, han venido siendo sustituidos en occidente por créditos e hipotecas, por un terrible endeudamiento familiar que ha permitido hasta ahora el continuo incremento del consumo, los precios y las plusvalías. Así que, esta es, de nuevo, una crisis de los instrumentos dispuestos para evitar la crisis de sobreproducción. Por esta razón es tan irreal tanto la actual insistencia en aplicar las mismas tesis y medidas en las que se basa el modelo que actualmente se está derrumbando, como proponer volver a un “idílico” pasado keynesiano, que en parte nunca existió y en parte ya fracasó. El tiempo de las certezas, incluidas las de aquello que era o no posible en política económica, pasó. En un lugar entramos en un tiempo de múltiples posibilidades.