César Rendueles
Nodo50
El ciberfetichismo -un subproducto de la concepción mercantil del vínculo social- es la ficción de que las tecnologías de la comunicación y los conocimientos asociados tienen un sentido neutro al margen de su contexto social, institucional o político. De ese fetichismo provienen muchos de los errores recientes en los medios, por ejemplo al caracterizar revueltas políticas dentro de categorías espúreas como ciber o twitter-revoluciones.
En los días previos a la invasión de Irak, un diario madrileño publicó un dibujo de gran formato que ilustraba los adelantos tecnológicos del equipamiento del soldado estadounidense. El marine 2.0 era un cyborg que los ciudadanos de Bagdad más afortunados tendrían la oportunidad de admirar antes de que les achicharrara con uranio empobrecido. Se trata de un lugar común de las películas de Hollywood. La más brutal carnicería de un boina verde resulta aceptable cuando está mediada por unas gafas de visión nocturna y una mirilla láser. No siempre ha sido así. Antes de la caída de la URSS, a menudo Occidente reivindicaba el esfuerzo analógico del individuo libre frente a la tecnología deshumanizadora. En Rocky IV, Balboa se entrena en un establo siberiano mientras su rival, el ruso Iván Drago, aumenta sus músculos en un sofisticado laboratorio soviético.
Hoy, en cambio, la tecnología es una infalible depuradora ideológica. Según un dogma muy difundido, vivimos en sociedades del conocimiento. Muchas personas inteligentes parecen convencidas de que enviar fotos con un teléfono móvil implica un salto evolutivo crucial, mientras que plantar maíz con una azada de madera es una tarea al alcance de un simio subnormal. En realidad, la parte importante de la expresión “sociedad del conocimiento” es “sociedad”. Creemos desesperadamente en la capacidad de las nuevas tecnologías de la comunicación para ampliar y fortalecer los vínculos entre las personas. Esto es muy notable, pues nuestra historia reciente está más bien marcada por una progresiva fragilización de las relaciones sociales.
Las ciencias humanas se han mostrado casi unánimes al relacionar la modernización con la destrucción de los lazos comunitarios tradicionales. La industrialización, la mercantilización, el crecimiento de las ciudades –como también la democratización y la ilustración–, tienden a disolver el magma simbólico que antaño orientaba las vidas individuales y las decisiones colectivas. Es un proceso profundamente ambiguo: ha generado ansiedad y desorientación, pero también nos ha liberado de las cadenas de la tradición. Marx o Durkheim trataron de afrontar este dilema mediante apuestas políticas. Los ideólogos de nuestro tiempo, en cambio, piensan que la tecnología sencillamente disuelve el problema, creando un círculo virtuoso de, por un lado, libertad y creatividad y, por otro, un nuevo tipo de densidad comunitaria no opresora. Vivimos en la era del ciberfetichismo.
No es trivial que todos los medios de comunicación se apresuraran a buscar un explicación tecnofílica de los alzamientos populares de Egipto o Túnez en 2011. Si uno da crédito a The New York Times, el Lenin del Magreb era un blogger de clase media experto en redes sociales. Algunos izquierdistas llegaron a pensar que se trataba de una estrategia deliberada para ocultar la relación de estas revueltas con dinámicas económicas y políticas globales que se remontan a la contrarrevolución liberal de los años setenta. Yo más bien creo que era una forma inconsciente de depurar estos movimientos sociales de su inquietante atavismo. La moraleja que extrajeron los ciberfetichistas es que la potencia revolucionaria de Facebook logra penetrar incluso en un contexto cultural marcado por un inmovilismo terminal. Muy sintomáticamente, la valoración que los medios de comunicación –y por cierto, también muchos izquierdistas– hicieron de las revueltas en Libia, donde sólo el 5% de la población tiene acceso a Internet, fue mucho más ambigua: “Los libios recelan de la democracia; les gusta tener un gobernante fuerte que sea capaz de impedir que estallen las rivalidades entre tribus. Pero no les gusta demasiado su gobernante actual”, escribía Andrew Solomon en El País. Parece ser que Twitter aún no les ha descubierto a los libios la naturaleza de la genuina emancipación. En realidad, ocurre justo al contrario. Lo cierto es que sólo el 21% de los egipcios tiene acceso a Internet. Si los ciudadanos de estos países han dado semejante salto político es porque en ellos la fraternidad –el tercer valor republicano– sigue siendo alimentada por familias extensas, comunidades religiosas, círculos de afinidad, compromiso sindical y relaciones culturales densas.
El fetichismo cibernético es, en el fondo, un subproducto de la concepción mercantil del vínculo social. Hace más de doscientos años Montesquieu acuñó la expresión “dulce comercio” para designar el modo en que los negocios podían fomentar un tipo de relación social superficial, pero amable y serena. Creía que el mercado era una alternativa a las grandes pasiones políticas y religiosas que habían convertido Europa en un campo de batalla secular. Otros autores radicalizaron esta perspectiva hasta llegar a concebir la propia sociabilidad no como un hecho primario –una característica esencial de los seres humanos– sino como un fenómeno derivado de las relaciones voluntarias y consideradas mutuamente beneficiosas. En la era del capitalismo de casino, es difícil seguir manteniendo esta confianza en el poder social del mercado. Internet ofrece un sustituto muy oportuno. Según una opinión muy extendida, hoy el cemento de nuestras sociedades se fragua en un espacio telemático en el que se encuentran individuos autónomos sin otra relación que sus intereses comunes.
La verdad es que la mercantilización y sus sucedáneos telemáticos destruyen los vínculos sociales, no los crean. Ninguna sociedad puede sobrevivir a la hostilidad generalizada. Por eso la mayor parte de las culturas han puesto fuertes límites a la conducta competitiva típica del comercio, donde tratamos de obtener ventaja sistemáticamente de nuestro oponente. De hecho, el mercado es uno de los pocos espacios de nuestras sociedades ilustradas donde se acepta la agresividad extrema. Otros dos son Internet y las carreteras. Según algunos estudios, y pese a lo que cabría esperar, los coches descapotables reciben menos pitidos del resto de conductores que cualquier otro vehículo de motor. La razón parece ser el contacto visual directo con la persona que conduce el descapotable: en lo más hondo de nuestras mentes, la sociabilidad y la empatía se mueven a un nivel paleolítico previo a las autopistas y los chats. Lo más parecido a los descapotables que tenemos en el mundo de las tecnologías son los movimientos en favor del conocimiento libre.
Sin embargo, el ciberfetichismo está especialmente presente en estos movimientos cooperativos. Con mucha frecuencia, los partidarios del copyleft centran su actividad exclusivamente en la eliminación de las barreras que impiden la libre circulación de la información: monopolios, DRM, censura, impuestos… La cooperación se entiende como la concurrencia en un espacio comunicativo extremadamente depurado, compuesto por individuos unidos tan sólo por intereses similares y, esto es crucial, neutral respecto a los contenidos. La información debe fluir, no importa si es la Crítica de la razón pura o un episodio de Bola de dragón. Poco sorprendentemente, la solución que se suele proponer a las externalidades negativas que genera la liberación de contenidos digitales –como la remuneración de los autores o la financiación de proyectos muy costosos– suele ser algún dogma anarcoliberal mal digerido. Sencillamente, se dice, los creadores de copyright viven de una industria obsoleta que el mercado darwiniano se encargará de depurar si se eliminan las regulaciones.
Por eso, a lo largo de la extenuante polémica en torno a la Ley Sinde, prácticamente nadie ha propuesto algo tan sencillo como acabar con ese residuo medieval que son las entidades de recaudación de impuestos privadas. La creación de una entidad de gestión de derechos pública que sustituya a SGAE, VEGAP o CEDRO podría asegurar una remuneración de los autores evitando los abusos actuales, por ejemplo, mediante un límite razonable de la cantidad que un autor puede recaudar o con un sistema generoso de excepciones (¡no más guarderías denunciadas por pinchar “Al corro de la patata”!). Una organización como esta podría potenciar las licencias libres mediante incentivos fiscales y redistribuir una parte del dinero recaudado invirtiendo en proyectos culturales. De hecho, podría ser el pistoletazo de salida de una implicación masiva de las instituciones en la defensa del conocimiento libre, creando editoriales, plataformas de desarrollo de software, estudios de grabación, escuelas y repositorios digitales públicos que creen empleo para los trabajadores del sector y garanticen, además, que aquellas producciones culturales minoritarias pero de alto valor artístico cuentan con los medios adecuados para su desarrollo.
Por supuesto, ningún abracadabra tecnológico, jurídico o mercantil garantizaría el éxito de un proyecto tal. Podría convertirse en un ruinoso monstruo burocrático corrupto y arbitrario. Que no fuera así dependería de compromisos pragmáticos extremadamente frágiles. De la supervisión y la exigencia continua por parte de los ciudadanos. Vaya, de eso que solíamos llamar política.
Texto inédito escrito por el autor en marzo del 2011, recuperado por Nodo50.
Vía: http://lapupilainsomne.wordpress.com/2012/01/01/la-era-del-ciberfetichismo/