Mónica Prieto – Periodismo Humano
Lo máximo que ha dedicado la comunidad internacional a preocuparse por la revolución social que mueve a centenares de miles en Yemen desde enero ha sido dos minutos. Ciento veinte segundos derrochados por el Consejo de Seguridad el 21 de octubre para debatir cómo reaccionar ante la represión armada de una población que se ha echado masivamente a las calles para acabar con 33 años de dictadura, ante la amenaza de que el conflicto armado entre el régimen y las tropas desertoras degenere en otra guerra civil y ante la crisis humanitaria -admitida por la propia Naciones Unidas- que acecha al país y se agrava día a día.
“Solo dos minutos. ¿Y sabe qué hacían las tropas del presidente Saleh en esos dos precisos minutos? Disparar a los manifestantes”, explica recostado en el sillón de un céntrico café de Beirut Farea al Muslimi, uno de los más destacados activistas yemeníes y uno de los más activos en los medios con el objetivo de generar cierta conciencia social en el exterior.
A Farea no le extrañó que el Consejo de Seguridad despachase el dossier yemení con más premura de lo que se ordena la cena en un restaurante. En el diario de sesiones, la resolución 2014 ni siquiera es identificada con el nombre del país, simplemente se refieren a ella como “Resolución sobre Oriente Próximo”. Más indignante resulta aún su contenido, un millar de muertos y 19.000 heridos después del inicio de las protestas sociales. “En Human Rights Watchnos sentimos decepcionados por un texto que resulta contradictorio”, explica con cierto asombro en su voz Christophe Wilcke, investigador de HRW para Yemen, contactado por teléfono. “Por un lado pide que todos los actores respondan por sus crímenes, y nosotros opinamos que eso incluye a Abdullah Ali Saleh, pero por otro lado respalda la iniciativa del Consejo de Cooperación del Golfo [que media en el conflicto entre el régimen y su población con ningún éxito] que otorga inmunidad a Saleh”.
O lo que es lo mismo, el Consejo de Seguridad regaló a Saleh una licencia internacional para matar. Mientras se votaba la primera resolución sobre la actual crisis en Yemen, los disparos tronaban por la capital, Sanaa, para desesperación de los ciudadanos. Horas después, el balance en sangre ascendía, según la prensa local, a 20 muertos en el contexto de la guerra interna que mantiene Saleh con el general desertor Ali Mohsen, su primo hermano, su antiguo aliado y ahora su principal enemigo, quien planta cara al dictador al frente de la I División del Ejército, a su mando y en teoría al lado de los manifestantes.
“Desde hace una semana, los disparos y bombardeos son casi diarios”, explica por teléfono desde Sanaa Atiaf al Wazir, responsable del blog Women from Yemen y otra de las caras públicas de la revolución. “Las tropas del régimen atacan a los desertores, fuertes en Hasaba y Sofan [feudos del poderoso líder tribal Ahmed al Ahbar, que también abandonó al dictador] y tememos una escalada de su enfrentamiento. Pero eso no tiene nada que ver con la acampada pacífica que llevamos a cabo desde febrero”, continúa mediante la sucia línea telefónica. “Saleh ha conseguido que los medios pongan el foco en los combates, pero son un detalle muy pequeño comparado con la revolución”, insiste Farea, 21 años y estudiantes de Ciencias Políticas.
¿Revolución? ¿Qué revolución? La ausencia de información sobre Yemen es clamorosa. Desde enero, sus marchas son multitudinarias. Ríos de hombres y mujeres tapizan calles enteras coreando gritos de cambio, libertad y dignidad. Su lucha es la misma que cualquier otra nación árabe sometida a dictadura, y sus muertos también caen abatidos por balas de los soldados que deberían defenderles. “En Yemen se invierten miles de millones de dólares en un Ejército quenunca nos ha defendido de una agresión externa”, resume abatido Faria. El país árabe más pobre, más inestable, el segundo lugar del mundo con más armas por cabeza -15 millones, 61 por cada 100 habitantes- después de Estados Unidos y uno de los más instrumentalizados por potencias extranjeras, desde EEUU a Arabia Saudí pasando por Al Qaeda, carece de atención internacional. Y cada minuto de silencio traiciona a un pueblo que ha desafiado el miedo y la impunidad para emprender una revolución pacífica que desemboque en una democracia.
En enero y febrero, las primeras marchas de decenas de miles de personas se transformaron en un campamento permanente junto a la Universidad, en la que fue bautizada como Plaza del Cambio. Jóvenes y niños, hombres y mujeres, urbanitas y miembros de tribus que meses antes nunca se hubieran relacionado con el resto se instalaron sin un solo arma para exigir la salida de Saleh, que pretendía entregar en herencia la Presidencia a su hijo perpetuando así un sistema militar, corrupto y dictatorial basado en el miedo.
Se obraba así un milagro. “El año pasado toda esa gente no se habría visto las caras salvo que estuvieran empuñando las armas. Por primera vez en las últimas décadas, los yemeníes nos hemos unido. Saleh nos hizo pensar durante años que éramos serpientes, decía que gobernar Yemen era como bailar sobre cabezas de serpientes, pero esta revolución nos ha servido para mirarnos unos a otros. Y hemos descubierto que no somos malos ni temibles, sino que somos buenas personas y que podemos convivir juntos”.
Farea al Muslimi se emociona recordando una escena en la Plaza del Cambio de Sanaa a la que asistió hace un mes, antes de abandonar Yemen para reanudar estudios en Beirut. “Apareció un joven en pantalón corto y con gorra, el típico chico Facebook, y se sentó a conversar con un hombre mayor, miembro de una tribu, ataviado con la ropa típica. Y se pusieron a discutir sobre la conveniencia de llevar velo. El chico le decía que eso no figuraba en el Corán, el otro argumentaba que era lo islámicamente correcto. Es una conversación impensable tiempo atrás. Esta revolución ha roto la brecha generacional y algo más. Antes sólo nos mirábamos a la cara para combatirnos, ahora lo hacemos para construir algo pacíficamente”.
Lo cierto es que a los yemeníes les sobran motivos para promover una revolución, como detalla el joven universitario.”El 50% del país es pobre, una quinta parte de la población muere por falta de alimentos, siete millones se van a la cama con hambre, en mis 21 años de vida he vivido siete guerras, nunca hemos tenido paz, ni igualdad, ni libertad. O existimos o no existimos. O salimos a la calle o aceptamos morir en silencio. Podemos morir de hambre o morir en las calles por nuestra dignidad y la de los nuestros”.
Y optaron por la última opción. Saleh comenzó entonces un juego de promesas traicionadas que sólo le servían para ganar tiempo y obtener silencio internacional. Primero prometía reformas, luego que no entregaría el poder a su hijo, más tarde no volver a optar al poder, finalmente abandonar su cargo cuando recibiera garantías que nunca le parecieron suficientes. Y mientras tanto, ordenaba a sus tropas atacar con fuego real y gas lacrimógeno a los manifestantes desarmados, que ya ocupaban las principales plazas y calles de todo Yemen, desde Taiz hasta Aden, de Sanaa a Mukalla. Un insoportable goteo de decenas de muertes que casi alcanzan ya el millar. Mezquitas convertidas en hospitales de campaña, barrios evacuados por sus habitantes por temor a los disparos. Y el efecto contrario al deseado.
Como ha ocurrido con el resto de las dictaduras, cada muerte civil arrastraba a más gente a las calles. Las decenas se conviertieron en centenares y a los líderes iniciales se sumaron responsables religiosos como Sheikh Abdul-Majid Al-Zindani hasta militares como el citado Ali Mohsen, desde muchas tribus del país hasta los independentistas del sur o los houthis, los rebeldes zaidíes que combaten en el norte contra la discriminación de su comunidad. Para asombro de muchos jóvenes que pretenden cambiar el sistema que todos ellos representan. “Pero la revolución no es un jardín privado. Todo aquel que acepte sus principios puede participar”, subraya Farea.
Algunos se preocuparon cuando vieron pasearse entre sus filas el familiar rostro del general Ali Mohsen, conocido por sus desmanes al lado de la familia Saleh. “Es cierto que su presencia nos dividió”, confía Atiaf, una de las activistas que participó en la redacción de los principios de la revolución. “No salimos a las calles para sustituir a Saleh por Ali Mohsen. Queremos un Estado de Derecho, un Gobierno que nos represente, un Estado civil basado en democracia”, incide Farea. “Ali Mohsen no representa ningún cambio, ha sido un sangriento y corrupto amigo de Saleh, lo mismo que [el líder tribal más influyente del país] Ahmar”, insiste Atiaf al Wazir. Pero no se les puede impedir sumarse a la revolución”. Tampoco se puede impedir que tomen las armas para defender a los manifestantes de los disparos del régimen, convirtiendo Sanaa en una ciudad militarizada y comenzando los combates que hoy en día paralizan la ciudad. “Hay checkpoints por todos sitios, algunos amigos han contado cuántos hay del centro al aeropuerto: salen 16. Algunos son de los desertores, otros de Saleh”, detalla Fatima Saleh, otra activa twittera yemení implicada en la revolución social.
Como demuestra la ambigua resolución 2014, las vidas humanas salen baratas en Yemen. Décadas de guerras y la más reciente aparición de Al Qaeda han estigmatizado al país más pobre del mundo árabe, sin recursos energéticos que inquieten a los dirigentes occidentales. “Yemen no tiene importancia para la comunidad internacional. Carece de petróleo y no tiene a Israel en sus fronteras, así que no afecta a los intereses regionales”, evalúa Hakim al Masmari, director del diario Yemen Post, en conversación telefónica desde Sanaa. “Saleh es como cualquier otro dictador: se siente fuerte porque no se siente cuestionado, pero en cualquier momento puede descubrir su debilidad. Continuará con su agenda porque piensa que nadie puede echarle del poder”.
Tanto Al Masmari como Wilcke, así como Ataif al Wazir y otros activistas, responden de forma automática qué podría hacerse para parar al dictador. Sanciones económicas, prohibición de viajar para él y los suyos -de las fuerzas a cargo de su hijo y sus sobrinos depende su poder militar-, congelación de bienes en el extranjero, asfixia económica. “La revolución yemení ha sido abandonada a diferencia de otras revoluciones principalmente por EEUU y Arabia Saudí”, explica a Periodismo Humano mediante correo electrónico Noon Arabia, pseudónimo de la autora del blog Notas de Noon y una de las twitteras más activas e influyentes en relación con Yemen. “Saleh ha sido complaciente con la política saudí en Yemen, ha sido un servidor leal y también un aliado estadounidense en la llamada guerra contra el terror permitiéndoles atacar con drones [aviones no tripulados] territorio yemení cuando lo deseen a cambio de recibir ayudas militares. Ambos países desean mantener el estatus quo pese a su retórica sobre la necesidad de que abandone el poder. Y dado que los medios de comunicación principales están financiados por esos países, se hace la vista gorda sobre lo que pasa en Yemen”.
Para los grandes medios, Yemen es Al Qaeda. Para los yemeníes, Al Qaeda es una mera anécdota en una vida de sufrimientos. Pero desde que Saleh vendió el espacio aéreo a Washington a cambio de ayuda militar, esa anécdota cuesta vidas y condena a familias enteras. El asesinato de Abdul Rahman al Awlaqi ha sido un punto de inflexión. A finales de septiembre, EEUU se felicitaba públicamente por asesinar a su padre, Anwar al Awlaqi, ciudadano norteamericano-yemení y uno de los comandantes locales de Al Qaeda, mediante un bombardeo aéreo. El 14 de octubre, la población se conmocionaba tras conocer la muerte de su hijo Abdul Rahman, de 16 años, un adolescente fan de los libros Harry Potter y la serie Crepúsculo, en otro ataque aéreo. Su familia sostiene que fue bombardeado mientras participaba en una barbacoa con sus amigos. “Era un chico que acudía a la escuela y que no podía ser más ajeno a la lucha de su padre. Su único delito fue estar junto a él. Si hablan tanto de promover la democracia, lo mímino que deberían hacer es arrestarles para llevarles a juicio en lugar de ejecutarles”, dice Atiaf con rabia.
Al Qaeda es el espantapájaros que emplea Saleh para conservar sus alianzas. Sobre todo, desde que el grupo terrorista intentó asesinar a uno de los príncipes más influyentes de Arabia Saudí, el ultraconservador Nayef, ministro del Interior y muy posiblemente nuevo heredero del trono wahabi tras la reciente muerte del príncipe Sultan, mediante un suicida forrado de explosivos en agosto de 2009. Yemen juega un papel central en las acciones de Al Qaeda desde su fundación, pero ha cobrado peso en los últimos años extendiendo sus ambiciones hasta Estados Unidos, donde ha organizado algunos atentados con escaso éxito. Su fuerza radica, a juicio de los activistas yemeníes, en la sibilina estrategia del régimen de Saleh.
“El régimen engaña a Occidente diciéndole que mantenerse en el poder reducirá la influencia de Al Qaeda, pero mi seguimiento de las noticias de Yemen me hace pensar que el régimen ha distribuido armas a algunos grupos escindidos de las fuerzas de Seguridad para atemorizar a Occidente. Es un mensaje que dice ‘mirad lo que puede pasar si el régimen cae”, puntualiza Fatima Saleh. Es un temor extendido en la sociedad yemení. “Durante años Saleh ha jugado con el extremismo”, aduce Atiaf. “Les usa, les detiene, les libera, les deja escapar, se sirve de ellos para conseguir sus objetivos políticos”. Y mientras, la población sufre los bombardeos norteamericanos con los que Washignton se burla de la legalidad internacional que exige a los demás. “En Abiyan los bombardeos han dejado 90.000 desplazados”, lamenta Atiaf. “Han sido instalados en escuelas, pero eso ha dejado sin colegio a todos los niños de la región. Todo eso crea un enorme resentimiento hacia Estados Unidos”. En total, las diferentes formas de violencia han creado unos 300.000 desplazados en todo el país, que viven en condiciones inhumanas.
Farea, fiel a sus estudios universitarios, explica la presencia de Al Qaeda en Yemen -allí tiene su base Al Qaeda en la Península Arabiga, o AQAP, una de las principales plataformas de la organización de la organización de Bin Laden en todo el mundo- como resultado de la política de la dictadura. “El Gobierno no nos defiende de Al Qaeda. No existe un contrato social en mi país, por eso prosperan organizaciones fanáticas como esa. La desigual distribución de recursos afecta incluso a la gente más preparada, nadie tiene esperanzas porque la corrupción impide acceder a un trabajo salvo que tengas dinero o influencias. Para mucha gente, Al Qaeda es la única opción. Te ofrecen un sueldo y un paraíso, ¿quién da más? Saleh alimenta a Al Qaeda con su régimen corrupto. Y no va a ser tan estúpido como para acabar con ellos porque perdería millones en concepto de cooperación militar”. De ahí que el pueblo, según este joven activista, vea con los mismos ojos a la dictadura, a Al Qaeda y a Estados Unidos. “Les hemos perdido el respeto. Ellos no se preocupan por las vidas humanas, dañan nuestra economía, no nos representan. La gente está harta”.
Sin una firme reacción internacional, ¿qué posibilidades tienen los jóvenes yemeníes que insisten en perpetuar su protesta pacífica? “La diferencia con Túnez y Egipto es que allí el Ejército está fundado sobre una base nacional; en Yemen lo está sobre una base familiar”, lamenta Al Muslimi. Se refiere a la Guardia Republicana y a las divisiones comandadas por familiares de Saleh, las mejor pertrechadas del país. “Hay que parar a los militares, pero es imposible mientras les siga llegando dinero en concepto de ayuda militar”, añade Ataif en alusión a las donaciones norteamericanas a cambio de que Saleh combata -oficialmente- a Al Qaeda.
Ahora es cuestión de paciencia, argumentan los entrevistados, y de evitar la tentación de tomar las armas. “La revolución no es una carrera. Los precedentes han puesto el listón muy alto, pero no tenemos prisa por que la revolución triunfe. Hemos esperado 33 años y podemos seguir esperando; de lo contrario,llevaremos a nuestro país al infierno”, añade Farea en una sucinta alusión a una revolución armada. “Sabemos que esto no terminará cuando Saleh se vaya del poder. Tratará de quedar a su hijo y sus sobrinos y tendremos que seguir luchando pacíficamente. Serán años de lucha, pero si hemos aguantado 33 años de dictadura podemos hacerlo”, añade Atiaf.
Sorprende la cantidad de mujeres activistas que trabajan en la revolución yemení. En las manifestaciones, miles de féminas ataviadas con niqab corean consignas separadas de los varones, según corresponde a una sociedad muy tradicional, pero no dudan en tomar acciones drásticas y provocadoras como quemar velos para llamar la atención de los medios. Atiaf, Fatima o Noon Arabiya no son casos aislados, como demuestra el hecho de que la principal activista del país, Tawakol Karman, presidenta de la ONG Mujeres Periodistas Sin Cadenas, haya sido reconocida con el Premio Nobel de la Paz junto a otras dos mujeres. Me lo explican desde Yemen entre risas. “Quince millones de mujeres yemeníes llevamos haciendo la revolución desde hace años”. O siglos. “Recuerda a la reina de Saba”, dice Farea con una abierta sonrisa. Ella reinó antes de que llegara el Islam a Yemen; años después, otra mujer accedería al trono del país islamizado, Arwa bin Ahmad al Sulaihi: gobernaría 55 años.
Para ellas y ellos, el temor más extendido es que Saleh aprenda la lección equivocada del ejemplo libio y opte por combatir hasta la muerte para conservar el poder. “Muchos están esperando una guerra, o al menos enfrentamientos muy duraderos entre la I División y la Guardia Republicana en Sanaa y los milicianos pro-revolucionarios y la Guardia Republicana en Taiz”, explica Fatima mediante e-mail enviado desde Sanaa. “Saleh tiene muy mala intención, está intentando empujar a la guerra a la gente implicada en la revolución pacífica usando cualquier medio a su alcance para provocarles”, prosigue la activista.
Sin embargo, Al Masmari descarta un conflicto a gran escala. “Se trata de una guerra personal entre Ali Mohsen y Saleh y ahí se va a quedar. Los yemeníes no van a combatir, las marchas seguirán siendo pacíficas”, estima el director del Yemen Post. Atiaf al Wazir teme que las cosas cambien rápido. “Durante nueve meses la revolución ha sido pacífica, pero la gente pacífica está siendo atacada con armas. Si el enfrentamiento militar se extiende, es impredecible lo que puede pasar porque ambas partes tienen grandes arsenales”. Sin embargo, descarta que los movimientos ya armados como los separatistas del sur o los houthis se impliquen en una guerra. “No creo que se involucren porque no sacarían beneficios, pero es cierto que ambos lados, tanto las huestes de Ali Mohsen como las de Saleh tienen muchísimas armas tras años de guerra y años de compras de suministros bélicos. La demostración de fuerza puede convertirse en un enfrentamiento abierto”.
Parece claro que la juventud yemení está harta de violencia. “Hemos crecido rodeados de armas, ya no queremos más balas”, desestima Farea con un gesto casual. “Esta revolución es pacífica o no es. Pero no sé qué va a ocurrir cuando se acabe la paciencia de los yemeníes. Si se decepcionan pueden convertirse en un volcán. Tienen potencial y se han ganado el cambio tras nueve meses manifestándose en paz. Imagine todo ese potencial con armas”. Farea se mesa la barbilla antes de proseguir. “Yo prefiero no pensar en ello: no soy lo bastante valiente para imaginar cómo sería Yemen si se opta por la vía armada”.
Tras diez meses de revolución social y un millar de muertos, una tibia resolución del Consejo de Seguridad concede inmunidad al dictador Ali Abdullah Saleh, responsable de la represión militar contra civiles. La práctica totalidad de la sociedad yemení se ha unido en contra del tirano, en una extraña hermandad poco común en el país árabe.