Raúl Zibechi

 

En un reciente artículo Immanuel Wallerstein vuelve sobre uno de sus temas favoritos: la crisis actual y su relación con la transición hegemónica y sistémica que estaríamos atravesando (La Jornada, 15 de febrero de 2009). Como suele suceder, sus argumentos son sólidos y convincentes y dan pie para reflexionar sobre el papel de los movimientos en un periodo de agudas convulsiones.

El argumento central es que la crisis es algo así como un tornado que nos obliga a refugiarnos en algún lugar seguro. Sostiene que cuando pase la tormenta llegará el momento decisivo, ya que la devastación nos forzará a tomar decisiones con consecuencias de larga duración: «La pregunta fundamental es cómo vamos a reconstruir. Esa será la batalla política real», dice el sociólogo. Se trata del tipo de sociedad a crear sobre las ruinas de la actual.

Aunque el artículo no lo menciona, desde una posición antisistémica la reconstrucción corresponde a los movimientos sociales. Entre otras razones, porque el tornado en curso volverá, o ha vuelto ya, impotentes a los estados nación para atajar la crisis o para reducir sus impactos sobre los sectores populares. Por otro lado, si fueran los estados los encargados de la reconstrucción, parece evidente que volverían a edificar un mundo muy similar al actual, como lo muestra la experiencia de los estados que nacieron de la descolonización en el tercer mundo, así como los que llevaron adelante la fracasada experiencia del socialismo de Estado.

Son los movimientos de los de abajo los que pueden crear un mundo nuevo, o sea diferente al actual, por una sencilla razón: son los portadores del mundo nuevo, aun en pequeña escala, por medio de iniciativas más o menos integrales, con diversos grados de profundidad, permanencia y extensión. Un mundo nuevo es un tapiz tejido de relaciones sociales no capitalistas. Por lo tanto, no es comparable con lo que ya conocemos. Es otra cosa: en construcción-deconstrucción permanente, en resistencia frente al capital y al Estado, por lo tanto frágil, inestable, inacabado, imperfecto.

Los mundos nuevos que laten en el interior de los pueblos organizados en movimientos no son sitios de llegada, sino apenas escalas espacio-temporales en un proceso de luchas y resistencias interminables, que a su vez impulsan y sostienen esas luchas y esas resistencias. No es fácil definirlos, ni es el caso hacerlo, pero cuando estamos allí, cuando los vivimos y compartirmos, no hay duda de qué se trata.

Para que estos movimientos sean capaces de jugar un papel decisivo en el momento decisivo, cuando pase el tornado al que alude Wallerstein, deben darse ciertas condiciones. La primera es que existan, que hayan sobrevivido los momentos más destructivos de un sistema en extinción. No importa mucho que los mundos nuevos sean grandes o pequeños, sino que permanezcan. Buena parte de la energía del sistema está destinada a exterminarlos por la vía militar o a desfigurarlos y cooptarlos por la vía blanda de los planes sociales. El objetivo del sistema es eliminarlos, ya sea por muerte o porque desaparezcan sus diferencias, que es una forma más cruel, si cabe, de muerte.

La segunda condición indispensable para la construcción de un mundo nuevo es que mantengan sus diferencias con el Estado y el capital del modo más puro posible. Para eso deben ser radicales a la hora de conservar sus rasgos propios y no ceder nada que los haga similares a la sociedad actual. Los mundos nuevos que viven en los movimientos son los miles de emprendimientos en la salud, la educación, la producción, la justicia, el poder, que existen en los territorios y espacios controlados por esos movimientos. No importa si están en remotas áreas rurales o en las ciudades. Pueden ser fábricas recuperadas por sus obreros, asentamientos de campesinos sin tierra, comunidades indias autónomas, o los más diversos colectivos (juveniles, de mujeres, sin techo, desocupados) trabajando en las múltiples áreas en las que los de abajo resisten y, para mantener viva la resistencia, se reinventan diferentes.

En este punto, mirando el día después del tornado, cuando haya que recoger las miles de piezas del destrozo, ordenarlas, descartar las partes inútiles por simétricas con el mundo que provocó el desastre, recuperar aquellas que todavía pueden cimentar el mundo otro, los movimientos que se mantuvieron radicalmente diferentes serán un punto de referencia ineludible a la hora de la reconstrucción. En dos sentidos: por un lado, lo que están haciendo, en particular las formas de poder asentadas en la asamblea como razón última, servirán de inspiración para otras y otros de abajo que, aun no habiendo vivido la experiencia de movimientos, sentirán que existen otros modos de vivir y de sentir, colectivos, comunitarios, no mercantiles, donde la lógica de los valores de uso haya desplazado completamente la de los valores de cambio.

Por otro, porque en medio del «caos sistémico» que caracteriza las transiciones hegemónicas, como las define Giovanni Arrighi, los espacios comunitarios pueden ser un principio de orden que estimule la propagación de nuevos modos de vida, menos jerárquicos y opresivos que los actuales. Dicho de otro modo: si cuando lleguen los momentos decisivos (cada quien encontrará la metáfora más apropiada para nombrarlos) no existiera una porción de la humanidad de abajo haciendo y viviendo de otra manera, según los modos del mundo que anhelamos, lo más seguro es que en ese momento, por inercia cultural y por la sobrevivencia aun parcial de la clases dominantes, se reconstruya un mundo muy similar al actual.

Sin embargo, nada de lo anterior es seguro. En medio de la tormenta, cuando los paradigmas conocidos y los instrumentos de navegación dejaron de orientarnos, por honestidad intelectual se debe admitir que existe amplio margen de error. También ahí hay que elegir con quién equivocarse: hacerlo junto a los movimientos de los de abajo es, seguramente, el mejor camino.