La discusión ya tiene décadas de vida, pero la pregunta persiste: ¿cómo hacer para que la producción de conocimiento ayude a abreviar los índices de exclusión social? Las políticas de carácter “ofertista” —basadas en una producción de conocimiento que no incluye dentro de sí a su posterior demanda— ya pasaron de moda. Lo mismo ocurrió con el traslado de la responsabilidad a los mercados. Tras sucesivos fracasos, ahora toma fuerza una estrategia que promulga un nuevo pacto entre ciencia y sociedad para el desarrollo de la tecnología y la innovación. Aunque todavía hace falta una reconfiguración del ámbito de la producción de conocimiento, esta propuesta —que supone una renovación en las políticas de producción, difusión y apropiación de las tecnologías sociales— daría el puntapié inicial a un proceso de democratización y transparencia en la toma de decisiones relativas a mejorar las condiciones de vida de la población más vulnerable.
Pero, ¿qué son las tecnologías sociales? Según el Instituto de Estudios del Hambre (IEH), se trata de “productos, técnicas, procedimientos o procesos metodológicos desarrollados a nivel comunitario para resolver problemas relacionados con su inseguridad alimentaria, vulnerabilidad o exclusión social”. A su vez, la relación de las tecnologías sociales con la agenda pública se asienta sobre cuatro factores: el gobierno, la comunidad científica, las empresas y la sociedad. En el marco de la nueva estrategia de inclusión social, este último factor crece en importancia. Es necesaria una ruptura con la tradición de la “torre de marfil” que separa al científico del estrato social para el cual investiga y desarrolla. El nuevo sistema le otorgaría una participación al público en el proceso de gestión que llevaría, eventualmente, a la apropiación social del conocimiento generado por los investigadores, ese mismo fin último que bajo otra serie de preceptos siempre resultó esquivo.
Resta encontrar vías posibles de realización, pero el solo hecho de reconocer la necesidad de participar a la sociedad en los procesos de investigación ya es un paso adelante. Habrá que definir quiénes son los expertos y quiénes los “públicos”, cómo se producirá el intercambio entre los “expertos profesionales” y los “expertos sociales”. En ese sentido, no se debe perder de vista que los actores sociales son los primeros en percibir su propia coyuntura. Ellos saben qué necesitan y en qué áreas se presentan las carencias que la ciencia y la política pretenden resolver verticalmente. Ignorar este acervo de información ya es excluir e impide, además, la apropiabilidad de la nueva tecnología: hasta ahora, todas las soluciones que llegan a manos de las zonas receptoras de tecnología son un cúmulo extraño, impuesto desde arriba y exterior a su realidad cotidiana.
De modo que, como primera medida hacia el montaje de un proceso de gestión realizable y efectivo, se debe fortalecer la relación entre la comunidad científica, los círculos políticos y las organizaciones sociales que canalizan los intereses de los sectores vulnerables (organizaciones no gubernamentales e asociaciones civiles, entre otras entidades). De esta forma, se podrá dar lugar a un traspaso de las tecnologías sociales que considere a la inclusión no como una meta o un resultado, sino como un proceso de largo aliento que debe gestarse en los primeros eslabones de la cadena.