Por Fabiana Solano
En estas últimas semanas más de 15 mil trabajadores y trabajadoras del Estado se quedaron sin trabajo a partir de una dura política de ajuste y “racionalización” del Gobierno Nacional. Los despidos masivos, en muchos casos disfrazados de contratos que se vencían, llegaron a todos los ministerios, organismos y agencias gubernamentales a lo largo y ancho del país: INADI, ANDIS, Desarrollo Social, Trabajo, CONICET, SENASA, AYSA, Cultura, Derechos Humanos, INAFCI, ANSES, ENARD, Parques Nacionales, entre otros espacios de la administración pública. La imagen de las fuerzas de seguridad custodiando los ingresos, las listas negras de empleados y las largas colas para ingresar a los establecimientos se convirtieron en una postal de época, no casualmente, muy similar a lo ocurrido durante el macrismo. Sin embargo, según explicó el mismo Milei, el achicamiento recién empieza y se espera que la cifra de despedidos ascienda a 70 mil en las próximos semanas.
Si bien llama la atención y preocupa el dispositivo de crueldad y humillación implementado de forma acelerada en estos meses, lo que nadie puede discutir a esta altura es que el gobierno libertario está haciendo lo que prometió en campaña: un plan de venganza contra el Estado, sus trabajadores y sus beneficiarios, todos aquellos que forman parte, según su mirada anarco capitalista, de “una organización criminal” y por ende son merecedores del sufrimiento. A Milei no lo mueve el hambre del pueblo, el llanto de una jubilada que no llega a fin de mes, ni siquiera le preocupa la convocatoria a un gran Paro Nacional encabezada por la CGT o un documento conjunto de los gobernadores pidiendo que se restituyan los fondos necesarios de las provincias. Por el contrario, la reacción social de los sectores organizados es alimento alanceado para su teoría de la casta. El Presidente vive cada gesto contrario a su gobierno como una prueba de carácter y fortaleza personal, y lo empuja a revalidar su programa político más allá de las consecuencias sociales.
La construcción del sujeto social de los despidos
Los despidos como medida concreta responden a diferentes necesidades del gobierno y deben ser leídos como un paso más de toda una estrategia por pasos, una cadena de montaje, un plan sistemático de desarme de las estructuras del estado, y una tecnología específica de reorganización de relaciones sociales. El pretexto utilizado es el ahorro en el contexto del Plan Motosierra y el sostenimiento a rajatabla del objetivo fiscalista. Aquí entra a jugar la fuerte sobreactuación del control de un Estado sobre dimensionado, la disposición de auditorías oficina por oficina a costa de la suspensión de servicios vitales como la salud, e incluso la denuncia de irregularidades en, por ejemplo, la entrega de alimentos para comedores. Si bien en muchos casos esas auditorías jamás se realizan, los recortes en las áreas se profundizan cada semana y desde Casa de gobierno se exige a las autoridades designadas e interventores una reducción de 20% en el personal a su cargo.
El trabajo sucio para justificar las medidas es compartido con los medios de comunicación del poder y sectores de la oposición vinculados a Juntos por el Cambio que reproducen las campañas de descrédito permanente y denuncian casos de corrupción como si se tratara de la esencia de un estado fallido. Esta última semana le tocó al PAMI y la denuncia por la “banda de recetadores” que, según TN y La Nación, se dedica a vender accesos al sistema en el que los médicos prescriben las recetas, e inmediatamente luego el gobierno anunció un recorte en los medicamentos gratis a los que pueden acceder los afiliados a la obra social pública. La próxima embestida sincronizada será contra los docentes, por las medidas de fuerza y la militancia ideológica en las aulas. Según anunció el gobierno enviará al Congreso un proyecto de ley para “penar” el adoctrinamiento y habilitará un call center para que padres y alumnos puedan denunciar la «actividad política» en las escuelas. Y así sucederá con los distintas organismos y áreas a desarticular hasta lograr el objetivo de una “refundación libertaria de la Argentina” sobre nuevas bases.
Lo que se pierde de vista en este esquema relacional es que los empleados públicos representan el 18% de la población total ocupada en nuestro país, que abarca sectores esenciales como la salud y educación, y que el ajuste al mínimo es el inicio de una cadena de precariedad que termina perjudicando directamente al normal funcionamiento de las cosas, e indirectamente a comerciantes y empresas privadas que no tendrán donde colocar sus productos y servicios. Además en un contexto de debilidad en los mecanismos de protección y de los derechos del trabajador, y de escaso control estatal, la eliminación del carácter «estable» de la relación salarial irá dejando lugar a una heterogeneidad de situaciones de precariedad, legal y de hecho, y habilitara la destrucción del empleo en otros ámbitos institucionales e individuales. Cuando sobrevuela una lógica política habilitante y una generalización de estos comportamientos, se tiende a desligar los hechos de las decisiones individuales o jugadas especulativas de los patrones que aprovechan el mood de época y el ejército de reserva a disposición.
Al mismo tiempo la estrategia principal impulsada desde el oficialismo es la de acudir a la figura del empleado público como material sobrante, vago, militante, ñoqui, que no cumple tareas, que es innecesario, que no concurre a su puesto de trabajo, que se aprovecha de su posición de beneficio, que resulta hasta una traba para la puesta en marcha del plan liberal. La perversidad de esta mirada de las cosas es que traslada la responsabilidad del despido al propio trabajador, es el “algo habrán hecho” del siglo XXI, incluso tratándose de personas con concursos ganados, plantas transitorias y hasta 30 años de formación y antigüedad.
El juego narrativo de la meritocracia y de la competencia por el éxito personal, tan característico del mundo de las finanzas y los negocios, termina calando con cierto consenso entre diversos sectores de la sociedad, que identifican desde el sillón del living de sus casas qué trabajos sirven y cuáles no, y repiten como mantra que los cumplieran con sus tareas no tendrían por qué temer, como si se tratara de un problema biográfico y no netamente político. El mensaje de la Ley de Prescindibilidad es para todos, no solo para los y las estatales. De esta manera se genera una reforma laboral de hecho en la que es el propio trabajador el que termina participando interactivamente de las transformaciones liberales.
En este sentido y luego de las medidas de lucha encabezadas por los gremios frente a la última ola de despidos, sobre todo trabajadores de la Asociación de Trabajadores del Estado (ATE), el gobierno lanzó un ataque directo a través del vocero Manuel Adorni quien criminalizó la ocupación de edificios y sostuvo que «todo el que esté cometiendo un acto fuera de la ley va a tener sus consecuencias». Luego fue el ministro de Defensa, Luis Petri, quien se sumó y advirtió: «los que intenten tomar edificios públicos van a ser denunciados penalmente y los vamos a llevar hasta las últimas consecuencias». Otra vez una puesta en escena para alimentar la cultura de la demostración, de la simulación de un orden social destinado a neutralizar cualquier reacción organizada. La extensión de una mirada punitiva y la criminalización de la acción política son el lado B del ataque a los sindicatos.
Congruente con una clara estrategia de despolitización del mundo laboral, la purga del Estado recae sobre aquellos sectores y dependencias estatales que fueron “cooptadas” durante las últimas gestiones, mientras, por contraste, el Estado avanza sin límites en el establecimiento de diálogos, negocios y convenios con Estados Unidos, el FMI, la Sociedad Rural, Joe Lewis, la Asociación Cristiana de Iglesias Evangélicas (Aciera), Cáritas Argentina, Starlink, Mercado Libre, la Asociación Empresaria Argentina que incluye entre sus firmas Techint, Clarín, La Nación, Ledesma, Coto, entre muchos otros. El doble movimiento implica deslegitimar voces y referencias que históricamente tuvieron un lugar de reconocimiento en la trama social (docentes, científicos, actores, artistas, referentes sociales o sindicales), y reemplazarlas por representantes del poder económico real y las entidades financieras.
El agotamiento del alma y la implosión social
Más allá de la centralidad que ocupa la represión o el uso de las fuerzas de seguridad como dispositivo disciplinador de la sociedad, en este armado político y cultural toda la maquinaria simbólica está concentrada en poner en marcha otro tipo de mecanismos de control social que apuntan a un ciudadano hiper vulnerable, cansado y permeable a la frustración. El objetivo mismo es la implosión social, a diferencia de la explosión como estallido. Es decir, la destrucción al interior de las propias redes vinculares y sociales, los lazos comunitarios, que en otros momentos fueron claves para los procesos de reconstrucción de la trama social como con la vuelta a la democracia o luego de la crisis del 2001. A diferencia de esos momentos históricos, hoy la base social está particularmente erosionada por efecto de las crisis y la precariedad, pero sobre todo por un modelo de subjetividad universal que busca generar actitudes individualistas, comportamientos fragmentarios, miradas segmentadas de la realidad, que impidan la organización o frenan la aparición de resistencias sociales al régimen.
La falta de reacción ante semejante nivel de avasallamiento de derechos y el acompañamiento de amplios sectores a la figura presidencial podría leerse como una constatación del éxito, tal vez temporal o momentáneo, de la estrategia gubernamental y de un nuevo modelo social y político con pretensiones de hegemonía. El modelo de Milei pareciera no necesitar de una proclama explícita a su favor o manifestaciones grandilocuentes celebrando en las calles cada una de sus conquistas. Le alcanza con la permanencia de una “mayoría silenciosa”, agazapada en los rincones de sus casas, un pobre trabajador cansado, desalmado, pero inmóvil ante el nuevo orden de cosas, que se resiste a participar en el juego de la democracia, que es capaz de soportar las políticas desfavorables y hasta justificar su propio sufrimiento, solo por subirse a una ola de venganza orientada contra un “otro” milimétricamente representado en ciertos individuos, grupos y organizaciones. Las formas de expresión se evidencian en los sondeos que aún le brindan cifras de apoyo cercanas al 50%, como el último relevamiento sobre satisfacción política realizado por la Universidad de San Andrés que reveló que el 51% de los argentinos aprueba la gestión del libertario.
El uso de categorías binarias moralistas para dividir a la población como “Argentinos de bien”, y hasta la repetición de referencias religiosas como su famosos slogan de “Las fuerzas que vienen del cielo” frente a los “Pecadores”, son un claro ejemplo de cómo actúa una retórica épica que busca identificar a sus filas con el mundo de los ‘débiles’, los sometidos, las víctimas, enfatizando una noción de justicia divina que nada tiene que ver con los verdaderos ganadores y los poderosos aliados a ese gobierno. Esta tarea de “saneamiento de las costumbres”, “limpieza de las culturas”, “purificación de la Argentina” impulsada por el gobierno nacional resulta llamativamente atractiva, mientras la prohibición del lenguaje inclusivo, la eliminación del Salón de las Mujeres de Casa Rosada, el cambio de nombre al Centro Cultural Kirchner o la eliminación de agencias vinculadas directamente al ideario Kirchnerista funcionan como la zanahoria que les permite seguir, el estímulo necesario que los hace sentir parte de las Fuerzas del Cielo.