Carmen Parejo Rendón
Durante la crisis griega, muchos analistas y articulistas jugaron con la palabra tragedia como término originalmente heleno. Sin embargo, los griegos también son los padres de la democracia y la crisis en el país no podía obviar ambos términos.
El 5 de julio de 2015, el pueblo griego estaba llamado a las urnas para decidir sí aceptaban o no las condiciones de la Troika —conformada por el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Banco Central Europeo (BCE) y la Comisión Europea (CE)— para acceder a un tercer rescate. Pero la crisis griega había empezado mucho antes y se desarrollaba en un contexto determinado que puso en vilo la continuidad del euro y que interpeló al mundo.
El rescate a Grecia
El 61 % del pueblo griego dijo no a la Troika. Pero el 15 de agosto de 2015, el gobierno presidido por Alexis Tsipras aprobaría el tercer rescate, con las condiciones dramáticas para el pueblo y la economía griega que eso suponía. El accionar del primer ministro se entendió, y aún se entiende, como una de las mayores traiciones de la historia reciente de Europa. De hecho, un tercio de su partido votó en contra y el presidente heleno se tuvo que valer del apoyo de la oposición.
La crisis griega empezó en 2009, sin embargo, ya arrastraba problemas más profundos de deuda y tergiversación de datos por los distintos gobiernos griegos. Años después, algunos economistas estimaron que la solución hubiese sido dejar caer a Grecia en el impago a sus acreedores y esperar una recuperación que, en términos generales, habría sido menos dañina que las medidas que se tomaron en su momento.
Los rescates a Grecia iban acompañados de una serie de exigencias: reducción del salario, pensiones mínimas, disminución de la inversión en sanidad, educación y otros servicios públicos, aumento de los impuestos y eliminación de puestos de trabajo.
El empobrecimiento de Grecia, consecuencia de las políticas de austeridad, no ayudó a mejorar las capacidades del Estado para asumir una deuda que, además, crecía con cada rescate que tuvieron que asumir.
Trato «cruel» de la Troika
Jean-Claude Juncker, presidente de la Comisión Europea (2014-2019), dijo en su discurso de despedida en la Eurocámara, en 2019, que varios países del bloque intentaron evitar que la Comisión Europea interviniese en la resolución de la crisis griega y que con frecuencia se «pisoteó» la dignidad del pueblo heleno. Esta entonación del ‘mea culpa’, que de alguna manera le dejaba como el bueno de la historia, suponía reconocer abiertamente algo que se denunció durante el apogeo de la crisis griega, que fue el trato insolidario y cruel de la llamada Troika con el pueblo de Grecia. Unos disfrutaron de la fiesta, pero finalmente fue la clase trabajadora y sobre todo sus sectores más vulnerables los que han terminado pagándola.
Son varias las críticas que se pueden hacer hacia las medidas impuestas por la Troika. Desde una perspectiva estrictamente económica, el empobrecimiento de Grecia, consecuencia de las políticas de austeridad, no ayudó a mejorar las capacidades del Estado para asumir una deuda que, además, crecía con cada rescate que tuvieron que asumir.
Desde una perspectiva política, tras la victoria aplastante de la coalición izquierdista Syriza en 2015, que había prometido acabar con las políticas de austeridad, y que se vio abocada a seguir los dictámenes de ese ente no democrático llamado Troika, se puso sobre la mesa, de nuevo, la cuestión de la soberanía de los Estados, y, sobre todo, de la soberanía popular para decidir sobre sus propias políticas. Si da igual si el pueblo heleno vota a favor o en contra de determinadas medidas o acuerdos, la supuesta democracia liberal europea quedaba una vez más en entredicho. Por no hablar del sentimiento generalizado de una Unión Europea (UE) al servicio de bancos y acreedores que castigan y silencian sin piedad a sus pueblos.
Efectos sociales
Pero lo más sangrante es la perspectiva social. El gasto público se redujo un 32 % en todos los sectores y el destinado a la salud pública disminuyó casi un 43 % entre 2009 y 2017; lo que sigue teniendo consecuencias en las capacidades mermadas de Grecia en el contexto de la reciente pandemia del coronavirus. Grecia cerró 2022 con el 18,8 % de sus habitantes en riesgo de pobreza. La inflación, vista principalmente en el aumento de los precios de la electricidad y de los alimentos, ha provocado la necesidad de reforzar comedores sociales y las llamadas ‘colas del hambre’ continúan. «Ahora mismo en Haidari (suburbio de Atenas), tenemos 200 casas sin electricidad y 1.200 familias sin suficiente comida. Es como si viviéramos en la época medieval», denunció un manifestante, en junio de 2022, según reportó Euronews.
En clave geopolítica, la crisis griega aumentó la percepción de la desunión europea. Alemania se presentaba entonces como el líder indiscutible que regía la política de los demás Estados. Por su parte, los países del sur de Europa —Portugal, Italia, Grecia y España— eran caricaturizados con el acrónimo PIGS (cerdos, en inglés), lo que facilitó campañas que rozaban la xenofobia y que sirvieron para imponer una agenda política y económica determinada.
Lejos queda ese escenario y sería interesante plantear cómo hubiese sido la crisis griega en el actual contexto. El liderazgo de la Unión Europea parece haberse desplazado desde el eje franco-alemán hacia Polonia o los países bálticos, más en sintonía con las necesidades actuales de la OTAN. Alemania no es considerado un referente en medio de la actual crisis en Europa y en el mundo.
El mundo unipolar, dirigido por EE.UU. y que agrupa a las grandes potencias occidentales europeas, está perdiendo su capacidad de influencia, mientras que la ‘desdolarización’ avanza a pasos agigantados.
En 2015, una noticia recurrente era la supuesta ayuda que Grecia habría solicitado a Rusia para salir de la crisis, al margen de las imposiciones de la Troika. Lo cierto es que, pese a que hubo varias reuniones, tanto los líderes griegos como el propio presidente ruso, Vladímir Putin, negaron que Grecia hubiese pedido formalmente esta ayuda a Rusia. Ese mismo año, en la reunión del grupo BRICS (Brasil, Rusia, la India, China y Sudáfrica), los medios de comunicación también preguntaron sobre la crisis griega. Sin embargo, en esos años apenas se estaban consolidando las estructuras de este bloque y realmente ni siquiera se planteó de forma seria.
Mundo unipolar pierde influencia
El mundo está cambiando. Vemos cómo la multilateralidad se impone, creando mayores facilidades a los Estados para no tener que someterse a medidas abusivas o injustas. Hemos visto cómo América Latina no se plegaba a los intereses de Washington en relación con el conflicto en Ucrania. También a los líderes africanos enfrentarse al presidente francés Emmanuel Macron por las políticas injerencistas del país europeo en el continente. El mundo unipolar, dirigido por EE.UU. y que agrupa a las grandes potencias occidentales europeas, está perdiendo su capacidad de influencia, mientras que la ‘desdolarización’ avanza a pasos agigantados.
Es probable que en un contexto como el actual, la resolución a la crisis griega hubiese sido otra, o al menos hubiesen existido otras posibilidades. No tanto por las lecciones aprendidas, que viendo la gestión de los Fondos Europeos parece que son pocas, sino más bien porque se están democratizando las relaciones internacionales, y por lo tanto, facilitando escenarios donde existan distintas alternativas que permitan rechazar una situación claramente abusiva.
A la Unión Europea no le interesaba la marcha de Grecia; a la OTAN le podría preocupar, de manera justificada, que un país con la situación geográfica de la nación helena saliera de su órbita de influencia. Lo que ocurrió en 2015 es que Grecia no tenía alternativas: ¿Las tendría en el mundo de hoy y en el que se está construyendo? ¿Un mundo multilateral hubiese podido salvar la dignidad de Grecia?